Tropecé con el cajón de arena que había en el centro del patio de los Dunning, caí cuan largo era, y me hallé cara a cara con una muñeca de ojos muertos que llevaba puesta una diadema y nada más. El revólver salió volando de mi mano. A gatas, empecé a buscarlo, pensando que nunca lo encontraría; este se revelaba como el último truco del obstinado pasado, pequeño en comparación con el furioso virus estomacal y Bill Turcotte, pero no por ello menos bueno. Entonces, justo cuando lo divisé sobre la arista de luz trapezoidal proyectada a través de la ventana de la cocina, percibí el ruido de un coche que se acercaba por Kossuth Street. Iba a una velocidad mucho mayor de la que cualquier conductor sensato se atrevería a circular en una calle que sin duda se encontraba llena de niños enmascarados y provistos de bolsas de truco o trato. Supe quién era antes incluso de oír el chirrido de los frenos.
La hora de la función. En el 379, Doris Dunning estaba sentada en el sofá con Troy mientras Ellen andaba pavoneándose de un lado a otro con su disfraz de princesa india, loca por ponerse en marcha. Troy acababa de decirle que les ayudaría a comerse las golosinas cuando ella, Tugga y Harry regresaran. Ellen le replicaba: «No, no, disfrázate tú y sal por las tuyas». Todo el mundo respondería con una carcajada, incluso Harry, que estaba en el cuarto de baño echando un pis de última hora. Porque Ellen era una verdadera Lucille Ball capaz de hacer que todo el mundo se riera.
Me apoderé de la pistola, que resbaló de entre mis dedos sudados y aterrizó de nuevo en la hierba. La espinilla que me había golpeado contra el bordillo del cajón de arena aullaba. En el otro lado de la casa, la portezuela de un coche se cerró con un golpe y unos pasos rápidos avanzaron por el camino de entrada. Recuerdo que pensé: Atranca la puerta, mamá, ese no es solo tu malhumorado marido; es la misma Derry que viene a tu casa.
Recogí la pistola, me incorporé torpemente y tropecé con mis estúpidos pies; estuve a punto de volver a caer, recuperé el equilibrio, y corrí hacia la puerta trasera. El mamparo del sótano se hallaba en mi camino. Lo bordeé, convencido de que si apoyaba todo el peso sobre la puerta, esta cedería. El mismo aire parecía haberse espesado cual jarabe, como si también intentara frenarme.
Aun cuando signifique mi muerte, pensé. Aun cuando signifique mi muerte y Oswald siga adelante y mueran millones. Incluso entonces. Porque esto es ahora. Y ahora se trata de ellos.
La puerta trasera tendría echado el cerrojo. Estaba tan convencido de eso que casi me escurrí del escalón cuando el pomo giró y la puerta se abrió hacia fuera. Penetré en una cocina que aún conservaba el aroma del asado que la señora Dunning había guisado en el horno Hotpoint. Los platos se amontonaban en el fregadero. Había una salsera sobre la encimera; a su lado, una fuente de tallarines fríos. Del televisor provenía una banda sonora de violines trémulos, lo que Christy solía llamar «música de asesinato». Muy apropiado. La máscara de goma de Frankenstein que Tugga pretendía ponerse para salir al truco o trato descansaba sobre la encimera. Junto a ella había una bolsa de papel para el botín con la inscripción CARAMELOS DE TUGGA NO TOCAR escrita en el lateral con pintura de cera negra.
En su redacción, Harry había citado las palabras de su madre: «Lárgate y llévate esa cosa, se supone que no puedes estar aquí». Se aproximaba mucho. Lo que yo capté mientras corría por el linóleo hacia el arco entre la cocina y el salón fue:
—¿Frank? ¿Qué estás haciendo aquí? —Elevó progresivamente la voz—. ¿Qué es eso? ¿Por qué tienes…? ¡Vete de aquí!
Entonces ella gritó.