El reloj que Al me había dado contaba con manecillas luminiscentes, y observé con horror y resignación cómo la aguja grande descendía hasta la mitad de la esfera y luego reanudaba la ascensión. Veinticinco minutos para el comienzo de Las aventuras de Ellery Queen. Después veinte. Después quince. Intenté hablar con él y me contestó que me callara. Seguía masajeándose el pecho, deteniéndose solo el tiempo necesario para sacar el tabaco del bolsillo de la camisa.
—Vaya, qué gran idea —dije—. Eso ayudará mucho a tu corazón.
—Cierra el pico.
Clavó la bayoneta en la grava de detrás del garaje y encendió el cigarrillo con un maltratado Zippo. En el momentáneo parpadeo de la llama, advertí que el sudor le corría por las mejillas, pese a que la noche era fría. Los ojos parecían haber retrocedido hasta el fondo de las cuencas, convirtiendo su rostro en una calavera. Aspiró humo y lo expulsó entre toses. Su cuerpo delgado temblaba, pero la pistola se mantenía firme. Apuntándome al pecho. En el cielo, las estrellas habían salido. Faltaban diez minutos para las ocho. ¿Por dónde iba Ellery Queen cuando Dunning llegó? La redacción de Harry no lo mencionaba, pero calculaba que habría sido al poco de iniciarse. Al día siguiente no había colegio, pero aun así Doris Dunning no querría que la pequeña Ellen de siete años andará por la calle después de las diez, aunque estuviera con Tugga y Harry.
Cinco minutos para las ocho.
Y entonces se me ocurrió una idea. Poseía la claridad de la verdad indiscutible, y hablé mientras aún conservaba su brillo.
—Tú, gallina.
—¿Qué? —Se enderezó como si le hubieran pellizcado en las nalgas.
—Ya me has oído. —Le imité—. «Nadie se mete con Frankie Dunning excepto yo. Él es mío». Llevas veinte años diciéndote eso a ti mismo, ¿verdad? Y aún no has hecho nada.
—He dicho que te calles.
—No, diablos, ¡veintidós! Tampoco hiciste nada cuando persiguió a Chaz Frati, ¿verdad? Huiste como una nenaza a buscar a los jugadores de fútbol.
—¡Eran seis!
—Claro, pero Dunning ha estado solo muchas veces desde entonces, y ni siquiera has tirado una piel de plátano en la acera por si de casualidad resbalaba. Eres un cobarde de mierda, Turcotte, siempre escondiéndote como un conejo en su madriguera.
—¡Cállate!
—Diciéndote a ti mismo chorradas como que verle en prisión sería la mejor venganza, para no tener que afrontar el hecho…
—¡Que te calles!
—… de que eres un calzonazos que ha permitido que el asesino de su hermana ande libre durante más de veinte años…
—¡Te lo advierto! —Amartilló el percutor del revólver.
Me golpeé con el puño en el pecho.
—Adelante. Hazlo. Todo el mundo oirá el disparo y vendrá la policía. Dunning verá el follón y dará media vuelta, y entonces tú acabarás en Shawshank. Apuesto a que también tienen un taller de tejidos allí. Podrás trabajar por cinco centavos la hora en lugar de un dólar veinte. Solo que eso te gustaría, porque no tendrás que intentar explicarte a ti mismo por qué te quedaste al margen todos estos años. Tu hermana te escupiría si siguiera viv…
Empujó el revólver hacia delante, con intención de presionar la boca del cañón contra mi pecho, y trastabilló con su propia condenada bayoneta. Aparté la pistola a un lado con el dorso de la mano y se disparó. La bala debió de impactar en el suelo a un par de centímetros de mi pierna, porque una pequeña rociada de piedras me salpicó en los pantalones. Agarré el arma y le apunté, listo para disparar si hacía el menor movimiento para asir la bayoneta al suelo.
Lo que hizo fue desplomarse contra la pared del garaje. Ahora ambas manos presionaban el costado izquierdo del pecho, y emitía un quedo sonido amordazado.
En algún lugar a no mucha distancia —en Kossuth Street, no en Wyemore— un hombre rugió:
—¡Una cosa es divertirse, chicos, pero un petardo más y llamo a la poli! ¡Es un aviso!
Volví a respirar. Turcotte también, pero entre jadeos renqueantes. Los sonidos amordazados continuaron mientras resbalaba por la pared del garaje y quedaba tendido en la grava. Recogí la bayoneta, consideré la posibilidad de engancharla al cinturón, y determiné que solo conseguiría rajarme la pierna cuando me abriera paso a través del seto: el pasado trabajaba con ahínco, intentando detenerme. Lo que hice fue arrojarla a la oscuridad del patio, y oí un apagado sonido metálico cuando golpeó contra algo. Quizá contra la caseta del AQUÍ VIVE TU CHUCHO.
—Ambulancia —graznó Turcotte. Sus ojos lanzaban destellos a causa de lo que quizá fueran lágrimas—. Por favor, Amberson. Duele mucho.
Ambulancia, buena idea. Y he aquí algo hilarante. Había estado en Derry —en 1958— durante casi dos meses, pero de todos modos hundí la mano en el bolsillo derecho del pantalón, donde siempre guardaba el teléfono móvil cuando no llevaba puesta una chaqueta. Mis dedos no encontraron nada salvo unas monedas y las llaves del Sunliner.
—Lo siento, Turcotte. Has nacido en la época errónea para un rescate inmediato.
—¿Qué?
Según el Bulova, Las nuevas aventuras de Ellery Queen ya se estaba transmitiendo a una América expectante.
—Aguanta —dije, y atravesé el seto a empellones, alzando la mano que no empuñaba la pistola para protegerme los ojos de los rasguños de las rígidas ramas.