Le miré de hito en hito con la boca abierta. Desde algún lugar en la distancia llegó el sonido de una serie de pequeños estallidos cuando algún bellaco de Halloween encendió una hilera de petardos. Los críos subían y bajaban por Witcham Street gritando. Sin embargo, allí solo estábamos nosotros dos. Christy y sus compañeros alcohólicos se hacían llamar los Amigos de Bill; nosotros constituíamos los Enemigos de Frank. Un equipo perfecto, diría cualquiera…, salvo que a Bill «Sin Tirantes» Turcotte no parecía gustarle jugar en equipo.
—Tú… —Me detuve y meneé la cabeza—. Cuéntamelo.
—Si fueras la mitad de listo de lo que te crees, deberías ser capaz de juntar las piezas tú mismo. ¿O es que Chazzy no te contó lo suficiente?
Por un momento no lo asimilé. Entonces cobró sentido. El hombrecillo de la sirena en el antebrazo y el jovial rostro de ardilla. Salvo que su rostro no había mostrado ninguna señal de jovialidad cuando Frank Dunning le palmeó la espalda y le dijo que mantuviera limpia la nariz porque era demasiado larga para que se ensuciara. Antes de eso, mientras Frank seguía contando chistes en la mesa de los hermanos Tracker en el fondo de El Farolero, Chaz Frati me había puesto al corriente sobre el mal genio de Dunning…, lo cual, gracias a la redacción del conserje, no era una noticia nueva para mí. «Dejó preñada a una chica. Uno o dos años más tarde, ella cogió al bebé y se largó».
—¿Recibimos algo a través de las ondas de radio, Comandante Cody? Parece que sí.
—La primera esposa de Frank Dunning era tu hermana.
—Bien ahí. El caballero ha pronunciado la palabra secreta y se gana cien dólares.
—El señor Frati me dijo que ella cogió al bebé y se fugó, porque ya estaba harta de que él se pusiera violento cada vez que se emborrachaba.
—Sí, eso te contó, y eso es lo que cree casi toda la ciudad, hasta el propio Chazzy, por cuanto sé, pero yo conozco la verdad. Clara y yo siempre estuvimos muy unidos. Crecimos siendo uña y carne, yo para ella y ella para mí. Tú probablemente no has tenido nunca una relación así, me da la impresión de que eres frío como un pez, pero es así como fue.
Me acordé del único año bueno que había vivido con Christy, los seis meses anteriores a la boda y los seis meses posteriores.
—No tan frío. Sé de lo que estás hablando.
Turcotte se frotó otra vez el cuerpo, aunque no creo que fuera consciente de ello: del vientre al pecho, del pecho a la garganta, de vuelta al pecho. Tenía el rostro más pálido que nunca. Me pregunté qué habría tomado para comer, pero calculé que no tendría que seguir preguntándomelo mucho más; pronto podría verlo con mis propios ojos.
—¿Sí? Entonces a lo mejor te parecerá raro que ella nunca me escribiera después de que se hubiera instalado con Mikey en algún sitio. Ni siquiera una postal. Para mí, es mucho más que raro. Porque me habría escrito. Ella conocía mis sentimientos. Y sabía cuánto quería yo a ese crío. Ella tenía veinte años y Mikey dieciséis meses cuando ese bufón malnacido denunció su desaparición. Eso pasó en el verano del 39. Ella ahora habría cumplido ya los cuarenta, y mi sobrino veintiuno. Ya tendría edad suficiente para votar, joder. ¿Y pretendes decirme que no escribiría una sola línea al hermano que impidió que Nosey Royce le metiera dentro su arrugada salchicha cuando éramos niños? ¿O que no me pediría dinero para ayudarla a instalarse en Boston o en New Haven o donde fuera? Señor, yo habría…
Torció el gesto, emitió un sonido similar a urk-ulp que me resultaba muy familiar, y retrocedió tambaleándose contra la pared del garaje.
—Necesitas sentarte —indiqué—. Estás enfermo.
—Yo jamás me pongo enfermo. No he pescado ni un resfriado desde que estaba en sexto curso.
En ese caso, el virus realizaría un ataque relámpago, como los alemanes cuando entraron en Varsovia.
—Es una gastroenteritis, Turcotte. Me tuvo levantado toda la noche. El señor Keene, de la farmacia, dice que está por todas partes.
—Esa alcahueta de culo estrecho no sabe nada. Estoy bien. —Se sacudió los mechones grasientos de pelo para enseñarme lo bien que se encontraba. El rostro había adquirido una palidez extrema. La mano que asía la bayoneta japonesa temblaba de la misma manera que había temblado la mía hasta ese mismo mediodía—. ¿Quieres oír el resto o no?
—Claro. —Miré de reojo el reloj. Eran las seis y diez. El tiempo, que antes se arrastraba tan lentamente, ahora aceleraba. ¿Dónde estaba Frank Dunning en aquel momento? ¿Seguiría en el mercado? No lo creía. Sospechaba que ese día se habría marchado temprano, aduciendo quizá que iba a llevar a sus hijos al truco o trato. Salvo que ese no era el plan. Estaba en un bar en alguna parte, aunque no en El Farolero. Allí acudía para tomarse una cerveza, dos a lo sumo. Una cantidad que pudiera dominar, aunque —si mi mujer constituía un buen ejemplo, y en mi opinión sí lo era— siempre se marcharía con la boca seca mientras su cerebro demandaba furiosamente más.
No, cuando él sintiera la necesidad de bañarse en alcohol, querría hacerlo en los sórdidos bares de Derry: la Lengua, el Dólar, el Cubo. Quizá incluso en alguno de los antros aún peores que pendían sobre el contaminado Kenduskeag: el Wally’s o el escabroso Salón-Bar Paramount, donde prostitutas ancianas con rostros que parecían de cera todavía poblaban la mayoría de los taburetes de la barra. ¿Y contaría chistes que levantarían carcajadas por todo el local? ¿Se le acercaría la gente mientras él se dedicaba a la tarea de verter alcohol sobre las brasas de la ira en el fondo de su cerebro? No a menos que quisieran un improvisado trabajo dental.
—Cuando mi hermana y mi sobrino desaparecieron, ellos y Dunning vivían en una casita alquilada en las afueras, cerca del límite de Cashman. Él bebía como un cosaco, y cuando bebía, ejercitaba sus putos puños. Vi los cardenales en ella, y una vez Mikey tenía todo el bracito azul y negro, desde la muñeca hasta el codo. Yo le dije: «Hermana, ¿os pega a ti y al bebé? Porque si lo hace, le daré una paliza». Ella dijo que no, pero no me miró a los ojos. Me dijo: «No te acerques a él, Billy. Es fuerte. Tú también, ya lo sé, pero estás esquelético. Saldrías volando en una ventolera. Te haría daño». No habían pasado ni seis meses cuando ella desapareció. Alzó el vuelo, eso dijo él. Pero hay mucho bosque en esa parte de la ciudad. Coño, si cuando entras en Cashman no hay más que bosques. Bosques y ciénagas. Sabes lo que ocurrió realmente, ¿no?
Afirmativo. Otros quizá no lo creyeran porque Dunning era ahora un ciudadano respetado que parecía haber controlado su problema con la bebida hacía mucho tiempo. Además, poseía encanto para dar y regalar. Sin embargo, yo disponía de información confidencial, ¿verdad?
—Imagino que se quebró. Imagino que volvió a casa borracho y ella dijo lo que no debía, quizá algo completamente inocuo…
—¿Ino-qué?
Escudriñé el patio a través del seto. Al otro lado, una mujer cruzó por delante de la ventana de la cocina y desapareció. En casa Dunning, la cena estaba servida. ¿Tomarían postre? ¿Gelatina con nata? ¿Bizcocho? Lo dudaba. ¿Quién necesita postre en la noche de Halloween?
—Quiero decir que él los mató. ¿No es eso lo que tú crees?
—Sí… —Parecía desconcertado y al mismo tiempo receloso. Pienso que las personas obsesivas siempre presentan ese aspecto cuando oyen, no solo articular, sino corroborar las cosas que los mantienen en vela por la noche. Tiene que ser un truco, piensan. Salvo que aquello no era ningún truco. Y, ciertamente, no era un trato.
—Dunning tenía… ¿cuánto? ¿Veintidós? Toda la vida por delante. Debió de pensar «Vale, he hecho una cosa horrible, pero puedo limpiarlo. Estamos en los bosques, y los vecinos más cercanos están a kilómetro y medio de distancia…». ¿Acierto con la distancia, Turcotte?
—Sí, había por lo menos kilómetro y medio —confirmó a regañadientes. Se masajeaba con una mano la base del cuello. La bayoneta había descendido. Podría haberla agarrado fácilmente con la mano derecha, y sustraerle el revólver del cinturón con la izquierda tampoco habría sido impensable, pero no quise. Creí que el virus se encargaría del señor Bill Turcotte. Realmente creí que sería así de simple. ¿Os dais cuenta de lo fácil que es olvidar la obstinación del pasado?
—Así que se llevó los cuerpos a los bosques y los enterró. Declaró que había huido, y el caso no se investigó demasiado.
Turcotte giró la cabeza y escupió.
—Él proviene de una buena familia de Derry. La mía vino del valle de Saint John en una camioneta oxidada cuando yo tenía diez años y Clara seis. Nada más que basura parlante, así que ¿tú qué crees?
Creía que se trataba de otro caso de Derry actuando como Derry; eso es lo que yo creía. Y mientras comprendía el afecto de Turcotte y le compadecía por su pérdida, él hablaba de un crimen del pasado. El que me preocupaba a mí estaba programado que ocurriera en menos de dos horas.
—Tú arreglaste mi encuentro con Frati, ¿verdad? —Aunque obvio, no por ello dejaba de ser decepcionante. Había creído que el tipo estaba siendo amistoso, confiando cotilleos locales frente a una cerveza y unas Migas de Langosta. Error—. ¿Colega tuyo?
Turcotte esbozó una sonrisa que se acercaba más a una mueca de dolor.
—¿Yo amigo de un prestamista judío? Qué gracioso. ¿Quieres escuchar una pequeña historia?
Eché otra mirada furtiva al reloj y vi que aún disponía de algo de tiempo. Mientras Turcotte siguiera hablando, el buen virus estomacal estaría trabajando con ahínco. Mi intención era echarme encima en cuanto se encorvara para vomitar la primera vez.
—¿Por qué no?
—Dunning, Chaz Frati y yo somos de la misma edad: cuarenta y dos. ¿Puedes creerlo?
—Claro. —Pero Turcotte, que había vivido alocadamente (y que ahora estaba enfermando, por poco que le gustara admitirlo), aparentaba diez años más que cualquiera de los otros dos.
—Cuando estábamos en último curso de secundaria, yo era manager adjunto del equipo de fútbol. Bill el Tigre, me llamaban, ¿qué te parece? Hice las pruebas para entrar en el equipo siendo novato y las repetí en segundo curso, pero quedé fuera las dos veces. Demasiado delgado para la línea ofensiva, demasiado lento para jugar por detrás del quaterback. La historia de mi jodida vida, señor. Pero me encantaba el deporte, y no podía permitirme los diez centavos que costaban las entradas (mi familia no tenía nada), así que acepté el cargo de manager adjunto. Bonito nombre, pero ¿sabes lo que significa?
Por supuesto. En mi vida como Jake Epping, yo no era Míster Agente Inmobiliario, sino Míster Profesor de Instituto, y algunas cosas nunca cambian.
—Eras el aguador.
—Sí, yo les llevaba el agua. Y aguantaba el cubo si alguien echaba los hígados después de correr en un día de calor o de recibir un casquetazo en los huevos. También me quedaba hasta tarde para recoger toda la porquería del campo y pescar sus calzones manchados de mierda en el suelo de las duchas.
Hizo una mueca. Me imaginé su estómago convertido en un yate en un mar tormentoso. Arriba va, marineros…, y luego la inmersión en espiral.
—Bueno, pues un día de septiembre u octubre del 34, estoy allí afuera después del entrenamiento, yo solo, recogiendo codilleras y espinilleras y vendajes elásticos y todas las cosas que solían dejar tiradas, y metiéndolo todo en mi carrito, y a quién veo si no a Chaz Frati corriendo que se las pela por el campo de fútbol; se le iban cayendo los libros detrás de él. Le perseguía un grupo de chavales y… ¡Hostias! ¿Qué ha sido eso?
Miró en derredor, los ojos prominentes fuera de las órbitas en su pálido rostro. De nuevo, quizá hubiera podido agarrar la pistola, y la bayoneta por descontado, pero no lo hice. Volvía a frotarse el pecho con la mano. No el estómago, sino el pecho. Eso probablemente debería haberme indicado algo, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza, y su relato no era la menor de ellas. Es la maldición de la raza lectora. Nos pueden seducir con una buena historia incluso en los momentos más inoportunos.
—Relájate, Turcotte. Solo son niños tirando petardos. Es Halloween, ¿recuerdas?
—No me encuentro muy bien. Tal vez tuvieras razón con lo del virus.
Si se le ocurría que la enfermedad podía incapacitarle, cabía la posibilidad de que cometiera alguna temeridad.
—No te preocupes ahora por el virus. Cuéntame lo de Frati.
Sonrió. En aquel rostro sudoroso, pálido y sin afeitar, era una expresión perturbadora.
—El bueno de Chazzy corría como un mediocentro tratando de anotar al final de un partido empatado, pero le alcanzaron. Había una quebrada a unos veinte metros más allá de los postes del fondo sur del campo, y lo tiraron dentro de un empujón. ¿Te sorprendería saber que Frankie Dunning formaba parte de ese grupo?
Negué con la cabeza.
—Lo acorralaron allí abajo y le quitaron los pantalones. Entonces empezaron a empujarle de un lado a otro y a pegarle manotazos. Yo les grité que lo dejaran, y uno de ellos me miró y gritó: «Baja aquí a obligarnos, caraculo. Te daremos el doble de lo que está recibiendo éste». Así que me fui corriendo a los vestuarios y les conté a algunos de los jugadores que un grupo de matones estaban acosando a un chaval y que a lo mejor ellos querrían ponerle fin. Bueno, a estos tipos les importaba una mierda a quién acosaban y a quién no, pero siempre estaban listos para una pelea. Salieron afuera corriendo, algunos no llevaban puesto nada más que los calzoncillos. ¿Y quieres saber algo realmente gracioso, Amberson?
—Claro. —Eché otro rápido vistazo al reloj. Casi las siete menos cuarto. En casa de los Dunning, Doris estaría fregando los platos y tal vez escuchando a Huntley Brinkley en la televisión.
—¿Tienes prisa? —preguntó Turcotte—. ¿Vas a perder el puto tren?
—Querías contarme algo gracioso.
—Ah. Sí. ¡Iban cantando la canción del instituto! ¿Qué te parece?
Con el ojo de mi mente, visualicé a nueve o diez muchachos fornidos y medio desnudos cargando a través del campo de fútbol, ansiosos por hacer un poco de ejercicio extra con los puños, y cantando Salve, Tigres de Derry, tu estandarte enarbolamos. Sí, en cierto modo era gracioso.
Turcotte reparó en mi sonrisa y respondió con una propia. Era un gesto forzado pero genuino.
—Los futbolistas zurraron de lo lindo a un par de aquellos tipos, aunque no a Frankie Dunning; ese cobarde vio que los superaban en número y huyó a los bosques. Chazzy estaba tumbado en el suelo sujetándose el brazo. Lo tenía roto, aunque pudo ser mucho peor. Lo habrían mandado al hospital. Uno de los futbolistas le vio, le tocó despacito con la punta del pie (como si fuera una bosta de vaca que has estado a punto de pisar), y dijo: «Hemos venido corriendo hasta aquí para salvarle el pellejo a un judío». Unos cuantos se rieron, porque era una especie de chiste, ya sabes, como queriendo decir que le habían salvado los garbanzos a un judío. —Me observó con ojos escrutadores a través de los mechones de su pelo abrillantado.
—Ya lo pillo —indiqué.
—«Va, qué coño importa», dijo otro. «He pateado algunos culos y con eso me basta». Se fueron y yo ayudé al pobre Chaz a salir de la quebrada. Incluso le acompañé andando a casa, porque pensé que podría desmayarse o algo. Tenía miedo de que Frankie y sus amigos volvieran, y Chaz también, pero me quedé con él. ¿Por qué? Ni puta idea. Deberías haber visto la casa en la que vivía, un jodido palacio. Con ese negocio de los empeños se debe ganar dinero de verdad. Cuando llegamos, me dio las gracias. Y eran sinceras. Estaba a punto de ponerse a berrear. Le dije: «No hay de qué, no me gustaba ver una pelea de seis contra uno». Y no mentía. Pero ya sabes lo que dicen de los judíos: nunca olvidan una deuda ni un favor.
—El cual te cobraste para averiguar qué hacía yo.
—Ya me había hecho una idea de lo que estabas haciendo, colega. Solo quería asegurarme. Chaz me pidió que lo dejara estar, dijo que le parecías un tipo simpático, pero cuando se trata de Frankie Dunning, no puedo dejarlo estar. Nadie se mete con Frankie Dunning excepto yo. Él es mío.
Se le crispó el rostro y volvió a frotarse el pecho. Y esta vez tomé conciencia de ello.
—Turcotte…, ¿es el estómago?
—Nah, el pecho. Siento como una contracción.
Eso no sonaba bien, y el pensamiento que acudió a mi mente fue: Ahora él también está en las medias de nailon.
—Siéntate antes de que te caigas. —Hice ademán de acercarme y sacó el revólver. Comenzó a picarme la piel entre los pezones, allí donde recibiría el impacto de la bala. Pude haberle desarmado, pensé. Tuve realmente la oportunidad. Pero no, tenía que oír la historia. Tenía que saciar mi curiosidad.
—Siéntate tú, hermano. Relájate, chaval.
—Si vas a sufrir un infarto…
—No voy a sufrir ningún jodido infarto. Siéntate ya.
Me senté y levanté la mirada mientras él se apoyaba contra el garaje. Sus labios habían adquirido una sombra azulada que yo no asociaba con buena salud.
—¿Qué quieres de él? —preguntó Turcotte—. Eso es lo que quiero saber. Eso es lo que tengo que saber antes de decidir qué hago contigo.
Medité cuidadosamente la respuesta. Como si mi vida dependiera de ello, y quizá así fuera. No le veía capaz de un asesinato a sangre fría, independientemente de lo que él pensara, o en caso contrario Frank Dunning ya llevaría mucho tiempo criando malvas junto a sus padres. Pero Turcotte tenía mi pistola, y era un hombre enfermo. Podría apretar el gatillo por accidente. Cabía incluso la posibilidad de que recibiera la ayuda de cualquiera que fuese la fuerza que quería conservar las cosas intactas.
Si se lo contaba de manera apropiada —en otras palabras, omitiendo los detalles fantasiosos—, a lo mejor me creía. Debido a lo que él ya sospechaba, a lo que su corazón ya sabía.
—Va a hacerlo otra vez.
Empezó a preguntar a qué me refería, pero no necesitó terminar. Se le dilataron los ojos.
—¿Te refieres a… ella?
Miró hacia el seto. Hasta ese momento yo ni siquiera estaba seguro de que él supiera lo que había al otro lado.
—No solo a ella.
—¿También a uno de los niños?
—No a uno, a todos. Ahora mismo está bebiendo en algún sitio, Turcotte, despertando otro de sus ataques de furia ciega. Sabes bien de qué hablo, ¿verdad? Solo que esta vez no habrá ningún encubrimiento posterior, y tampoco le importa. Esto lleva fraguándose desde su última juerga, cuando Doris finalmente se hartó de recibir palos. Ella le enseñó la puerta, ¿estabas enterado?
—Todo el mundo se enteró. Está viviendo en una pensión en Charity Avenue.
—Ha intentado congraciarse de nuevo con ella, pero su papel de encantador ya no funciona. Doris quiere el divorcio, y como él finalmente ha entendido que no podrá disuadirla, va a concedérselo con un martillo. Después se divorciará de sus hijos de la misma manera.
Me miró con el ceño fruncido. La bayoneta en una mano, la pistola en la otra. «Saldrías volando en una ventolera», le había dicho su hermana muchos años atrás, pero esa noche bastaría con una brisa.
—¿Cómo es posible que sepas eso?
—No tengo tiempo para explicártelo, pero lo sé, ¿vale? Estoy aquí para detenerle. Así que devuélveme la pistola y deja que lo haga. Por tu hermana, por tu sobrino. Y porque en el fondo creo que eres un buen tipo. —Sandeces, pero puestos a dar coba, solía decir mi padre, más te vale recargar las tintas al máximo—. ¿Por qué si no impediste que Dunning y sus compinches casi mataran a golpes a Chaz?
Turcotte meditaba. Prácticamente oía girar los engranajes y los chasquidos de las ruedas dentadas. Entonces se encendió una luz en sus ojos. Tal vez solo se trataba de los rescoldos del ocaso, pero yo la veía como las velas que en ese momento estarían parpadeando dentro de los fanales de calabaza por todo Derry. Empezó a sonreír. Lo que dijo a continuación solo podía provenir de un hombre mentalmente enfermo… o de un hombre que ha vivido demasiado tiempo en Derry… o ambas cosas.
—Así que va a ir a por ellos, ¿eh? Muy bien, que lo haga.
—¿Qué?
Me apuntó con el .38.
—Vuelve a sentarte, Amberson. Quítate un peso de encima.
Me senté de mala gana. Ya eran más de las siete y el hombre se estaba transformando en sombra.
—Señor Turcotte… Bill… sé que no te encuentras bien, y por tanto a lo mejor no comprendes completamente la situación. Ahí dentro hay una mujer y cuatro niños. La niña tiene solo siete años, por el amor de Dios.
—Mi sobrino era mucho más pequeño. —Turcotte habló con gravedad, un hombre expresando una gran verdad que lo explica todo y que, además, lo justifica—. Estoy demasiado enfermo para encargarme de él, y tú no tienes las agallas necesarias. Se nota con solo mirarte.
Pensé que se equivocaba. Quizá acertara con respecto al Jake Epping de Lisbon Falls, pero aquella persona había cambiado.
—¿Por qué no me dejas intentarlo? ¿Qué daño te hará?
—Porque aunque mates a ese cerdo, no bastará. Lo entendí de repente. Me vino como… —Chasqueó los dedos—. Como surgido de la nada.
—Lo que dices no tiene lógica.
—Eso es porque tú no has pasado veinte años viendo cómo hombres como Tony y Phil Tracker le trataban como al Rey Mierda. Veinte años viendo cómo las mujeres le hacían ojitos como si fuera Frank Sinatra en vez del puto Frank Dunning. El conduce un Pontiac mientras que yo me he partido el culo en seis fábricas distintas por el salario mínimo, aspirando, tragando tantas fibras de tejido que a duras penas soy capaz de levantarme por la mañana. —Mano en el pecho, masajeando una y otra vez. Su rostro, una pálida mancha en el patio en penumbra del 202 de Wyemore—. La muerte es demasiado buena para ese soplapollas. Lo que necesita son cuarenta años en Shawkshank, donde cuando se le caiga el jabón en la ducha no se atreverá ni una puta vez a agacharse para recogerlo. Donde la única bebida que conseguirá será aguamiel. —Su voz se debilitó—. ¿Y sabes qué más?
—¿Qué? —Sentí frío por todo el cuerpo.
—Cuando esté sobrio, los echará de menos. Lamentará lo que hizo. Deseará poder volver atrás. —Ahora prácticamente susurraba, un sonido ronco y flemático. Así es como los locos irremediablemente perdidos de sitios como Juniper Hill deben de dialogar consigo mismos a altas horas de la madrugada, cuando el efecto de la medicación se ha diluido—. Puede que no se arrepienta mucho por su mujer, pero por los críos, seguro. —Rio, entonces torció el semblante, como si le hubiera dolido—. Probablemente mientes más que hablas, pero ¿sabes qué? Tengo la esperanza de que digas la verdad. Esperaremos a ver.
—Turcotte, esos niños son inocentes.
—También lo era Clara. También lo era el pequeño Mikey. —Sus hombros-sombra subieron y bajaron en un gesto de indiferencia—. Que se jodan.
—Eso no lo dices en seri…
—Cállate. Vamos a esperar.