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A las cinco y veinte de aquella tarde aparqué mi Sunliner en el solar contiguo a la iglesia baptista de Witcham Street. Tenía multitud de compañía; según el tablón de anuncios, el templo albergaba una reunión de AA desde las cinco. En el maletero del Ford guardaba todas las posesiones que había reunido durante mis siete semanas como residente en la ciudad que ya denominaba la Villa Singular. Los únicos artículos indispensables estaban en el maletín Lord Buxton que Al me había dado: sus notas, las mías, el manuscrito fragmentario en el que estaba trabajando y el dinero que me quedaba. Gracias a Dios conservaba la mayoría en una forma fácilmente transportable.

En el asiento a mi lado estaba la bolsa de papel que contenía el frasco de Kaopectate —ahora tres cuartas partes vacío— y los calzones para la incontinencia. Afortunadamente, no creía que fuera a necesitarlos, el estómago y los intestinos parecían haberse asentado y ya no me temblaban las manos. En la guantera, media docena de chocolatinas Payday cubrían mi .38 Especial de la policía. Añadí estos artículos a la bolsa. Más tarde, cuando me hallara en posición entre el garaje y el seto del 202 de Wyemore Lane, cargaría la pistola y me la colgaría del cinturón. Como un criminal de pacotilla en una película de serie B de esas que se exhibían en The Strand.

Quedaba otro artículo más en la guantera: un número de TV Guide que mostraba a Fred Astaire y Barrie Chase en la portada. Por enésima vez desde que compré la revista en el quiosco de Main Street, comprobé la programación del viernes:

20.00, Canal 2: Las Nuevas Aventuras de Elleny Queen. George Nader, Les Tremayne. «Tan rica, tan hermosa, tan muerta». Un maquinador corredor bursátil (Whit Bissell) acecha a una acaudalada heredera (Eva Gabor). Ellery y su padre investigarán el caso.

Metí la revista en la bolsa con el resto de las cosas —como amuleto, principalmente—, después salí del coche, cerré con llave, y partí hacia Wyemore Lane. Pasé al lado de varios padres y madres que habían salido al truco o trato con niños demasiado pequeños para ir solos. Calabazas talladas sonreían alegremente desde numerosos porches, y un par de peleles de paja me miraron fijamente con ojos inexpresivos.

En Wyemore Lane, caminaba por el centro de la acera como si tuviera todo el derecho a estar allí. Un adulto venía hacia mí, sujetando de la mano a una niña que iba disfrazada con unos pendientes de aro de gitana, el pintalabios rojo de mamá y grandes orejas negras de plástico a modo de diadema sobre una peluca de pelo rizado. Cuando se acercaron, saludé al padre levantándome el sombrero y me agaché a la altura de la niña, que llevaba su propia bolsa de papel.

—¿Y quién eres, cielo?

—Annette Funichelo —respondió ella—. Es la Mouseketeer más guapa.

—Igual de guapa que tú —señalé—. ¿Y ahora qué se dice?

Puso cara de perplejidad, por lo que su padre se inclinó sobre ella y le susurró algo al oído. El rostro de la niña se iluminó con una sonrisa.

—¡Trugoo trato!

—Correcto —dije—. Pero nada de trucos esta noche. —Excepto el que yo esperaba ejecutar con el hombre del martillo.

Saqué una chocolatina de mi bolsa (tuve que hurgar por debajo de la pistola para cogerla), y se la tendí. Ella abrió la bolsa y la dejé caer dentro. Yo no era más que un tipo en la calle, un perfecto extraño en una ciudad que habría sido acosada por una serie de crímenes terribles no mucho tiempo atrás, pero percibí la misma confianza ingenua en el rostro del padre y de la hija. Los días de los caramelos adulterados con LSD pertenecían a un futuro lejano (como también los días de las advertencias de NO USAR SI EL PRECINTO ESTÁ ROTO).

El padre volvió a susurrarle algo a la niña.

—Muchas gracias, señor —dijo Annette Funichelo.

—Muchas de nadas. —Le guiñé un ojo al padre—. Que disfruten de la noche.

—Mañana por la mañana le dolerá el estómago —dijo el padre, pero sonrió—. Vamos, Calabacita.

—¡Soy Annette! —exclamó ella.

—Lo siento, lo siento. Vamos, Annette. —Me dirigió una sonrisa, se despidió levantando su propio sombrero, y partieron de nuevo en busca del botín.

Continué hacia el 202 sin demasiada prisa. Habría silbado si no hubiera tenido los labios tan secos. En el camino de entrada a la casa arriesgué una rápida mirada en derredor. Divisé a unos cuantos chavales haciendo truco o trato al otro lado de la calle, pero ninguno me prestaba la más mínima atención. Excelente. Recorrí con paso enérgico la entrada. Una vez que estuve detrás de la casa, exhalé un suspiro de alivio tan profundo que parecía ascender desde los talones. Me aposté en el rincón derecho al fondo del patio, oculto en un lugar seguro, entre el garaje y el seto. O así lo creía.

Espié el patio trasero de los Dunning. Las bicicletas no estaban. La mayoría de los juguetes seguían allí —un arco de niño y algunas flechas con ventosas en las puntas, un bate de béisbol con la empuñadura envuelta con cinta aislante, un hula-hop verde—, pero faltaba el rifle Daisy. Harry lo habría metido en la casa, pues pretendía utilizarlo como parte de su disfraz de Buffalo Bob cuando saliera al truco o trato.

¿Tugga le habría llamado ya «tonto del culo»? ¿Su madre habría dicho ya «llévalo si quieres, no es un arma de verdad»? Si no, lo harían pronto. Su texto ya estaba escrito. Un calambre me atenazó el estómago, aunque en esta ocasión no se debió al virus de veinticuatro horas que circulaba por ahí, sino a que finalmente me había alcanzado la comprensión absoluta —de la clase que sientes en las entrañas— en toda su descarnada gloria. Esto iba a suceder realmente. De hecho, ya estaba sucediendo. La función había comenzado.

Miré el reloj. Tenía la impresión de que había dejado el coche en el aparcamiento de la iglesia hacía una hora, pero solo eran las seis menos cuarto. En la casa de los Dunning, la familia estaría sentándose a cenar…, aunque, conociendo a los niños, los más pequeños estarían demasiado nerviosos para comer, y Ellen ya se habría vestido con su traje de Princesa Summerfall Winterspring. Probablemente había saltado dentro de él en cuanto llegó del colegio, y estaría volviendo loca a su madre pidiéndole que la ayudara con las pinturas de guerra.

Me senté con la espalda apoyada contra la pared trasera del garaje, rebusqué en la bolsa y saqué una chocolatina. La sostuve en alto y pensé en el pobre J. Alfred Prufrock. Yo no era muy diferente, no estaba seguro de que me atreviera a comer esa chocolatina. Por otra parte, me aguardaba mucho trabajo en las siguientes tres horas, y mi estómago vacío retumbaba.

A tomar por culo, pensé, y arranqué el envoltorio de la chocolatina. Era una maravilla: dulce, salada y masticable. Engullí casi todo en dos bocados. Me preparaba para echarme el resto a la boca (mientras me preguntaba por qué en el nombre de Dios no había incluido en el paquete un sandwich y una botella de Coca-Cola), cuando capté un movimiento con el rabillo del ojo izquierdo. Empecé a girarme al tiempo que alargaba la mano en busca de la pistola, pero fue demasiado tarde. Algo frío y afilado apareció en la concavidad de mi sien izquierda.

—Saca la mano de esa bolsa.

Reconocí aquella voz de inmediato. «Mejor que espere sentado hasta que los cerdos vuelen», me había contestado su dueño cuando pregunté si él o sus amigos conocían a un tipo llamado Dunning. Había dicho que Derry estaba llena de Dunnings, algo que yo mismo verifiqué no mucho después, pero desde el principio él ya se había formado una idea bastante acertada de a quién me refería, ¿verdad? Y ahí estaba la prueba.

La punta de la hoja se hundió un poco más, y sentí que un hilo de sangre me resbalaba por el costado de la cara. Su calidez contrastaba con la frialdad de mi piel. Casi ardía.

—Sácala ahora mismo, amigo. Imagino lo que hay dentro, y como no tengas la mano vacía, el trato de Halloween va a ser cuarenta y cinco centímetros de acero japo. Este juguete está muy afilado. Te atravesará la cabeza de lado a lado.

Saqué la mano de la bolsa, vacía, y me volví a mirar a Sin Tirantes. El pelo le caía sobre las orejas y la frente en mechones grasientos. Los ojos oscuros nadaban en su rostro pálido y sin afeitar. Me invadió una consternación tan inmensa que casi rayaba en la desesperación. Casi… pero no del todo. Aun cuando signifique mi muerte, pensé de nuevo. Incluso así.

—En la bolsa no hay nada, solo chocolatinas —dije con suavidad—. Si quiere una, señor Turcotte, basta con que me la pida y se la regalaré.

Me arrebató la bolsa antes de que pudiera alcanzarla. Usó la mano que no empuñaba el arma, la cual resultó ser una bayoneta. No sé si era japonesa o no, pero por los destellos que emitía bajo la menguante luz del ocaso, era capaz de asegurar que estaba muy afilada.

Rebuscó en el interior y sacó mi .38 Especial.

—Solo chocolatinas, ¿eh? A mí esto no me parece un caramelo, señor Amberson.

—Necesito eso.

—Ya, y la gente en el infierno necesita agua con hielo, pero no se la dan.

—Baje la voz —dije.

Se colocó la pistola en el cinturón —exactamente en el mismo sitio donde yo había imaginado que me la pondría en cuanto me abriera camino a través del seto hacia el patio de los Dunning— y a continuación me apuntó con la bayoneta entre los ojos. Se requería mucha fuerza de voluntad para permanecer inmóvil sin pestañear.

—No me digas lo que… —Se tambaleó sobre sus pies. Se frotó primero el estómago, después el pecho, después la áspera columna que tenía por garganta, como si algo se hubiera quedado atascado allí. Oí una especie de chasquido cuando tragó saliva.

—¿Señor Turcotte? ¿Se encuentra bien?

—¿Cómo sabes mi nombre? —Y entonces, sin esperar respuesta—: Fue Pete, ¿no? Te lo dijo el tabernero del Dólar.

—Sí. Ahora tengo yo una pregunta. ¿Cuánto tiempo hace que me sigues? ¿Y por qué?

Forzó una mueca burlona que dejó a la vista la ausencia de un par de dientes.

—Eso son dos preguntas.

—Contéstalas.

—Actúas como… —Otra vez se le crispó el rostro por el dolor, volvió a tragar, y se apoyó contra la pared trasera del garaje—. Como si aquí mandaras tú.

Calibré la palidez y el sufrimiento de Turcotte. El señor Keene podía ser un cabrón con una vena sádica, pero pensé que diagnosticar no se le daba demasiado mal. Al fin y al cabo, ¿quién es más apto que el farmacéutico de la localidad para saber lo que ronda por ahí? Estaba bastante seguro de que yo no iba a necesitar el resto del Kaopectate, pero era probable que Bill Turcotte sí. Por no mencionar los calzones para la incontinencia una vez que el virus empezara a afectarle de verdad.

Esto podría ser muy bueno o muy malo, pensé. Pero eso era una memez. Aquello no tenía nada de bueno.

Da igual. Que siga hablando. Y cuando se ponga a vomitar, suponiendo que lo haga antes de cortarme el cuello o dispararme con mi propia pistola, le saltas encima.

—Dímelo —insistí—. Creo que tengo derecho a saberlo, puesto que yo no te he hecho nada.

—Pensabas hacerle algo a él, es lo que creo. Todas esas historias sobre negocios inmobiliarios que no has parado de contar por toda la ciudad… una mierda. Viniste a buscarle a él. —Inclinó la cabeza hacia la casa que había al otro lado del seto—. Lo supe en el mismo instante en que pronunciaste su nombre.

—¿Cómo? Esta ciudad está llena de Dunnings, tú mismo lo dijiste.

—Sí, pero solo hay uno que me interese. —Levantó la mano que empuñaba la bayoneta y se enjugó el sudor de la frente con la manga. Calculo que podría haberle quitado el arma justo entonces, pero temí que el ruido de una refriega atrajera la atención. Y si la pistola se disparaba, probablemente sería yo quien recibiera la bala.

Además, sentía curiosidad.

—Debe de haberte hecho un favor de la hostia en algún punto del camino para que te hayas convertido en su ángel de la guarda —dije.

Profirió un ladrido de risa carente de humor.

—Ésa sí que es buena, compadre, aunque en cierto sentido es verdad. Supongo que soy una especie de ángel de la guarda. Por ahora.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que él es mío, Amberson. Ese hijo de puta mató a mi hermana pequeña, y si alguien va a meterle una bala… o una puñalada… —Blandió la bayoneta ante su rostro pálido y adusto—, seré yo.