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El señor Keene, propietario de la farmacia de Center Street, atendía el mostrador cuando entré aquella tarde de viernes. Un ventilador de madera en el techo levantaba lo que le quedaba de pelo en una danza temblorosa: telarañas en una brisa de verano. Su simple visión bastó para que mi castigado estómago diera otro bandazo de advertencia. A pesar de la bata blanca de algodón, se notaba que era un hombre flacucho, con aspecto casi demacrado, y cuando me vio, sus labios pálidos se arrugaron en una sonrisa.

—Parece usted un poco pachucho, amigo.

—Antidiarreico Kaopectate —pedí con una voz ronca que no sonaba como la mía—. ¿Tiene?

Me pregunté si lo habrían inventado ya.

—¿Estamos sufriendo de algún virus en el estómago? —La luz del techo se reflejó en las lentes de sus anteojos pequeños sin montura y resbaló cuando el farmacéutico movió la cabeza. Como mantequilla por una sartén, pensé, y como consecuencia el estomago me dio otra embestida—. Está por toda la ciudad. Me temo que le quedan por delante veinticuatro horas bastante repugnantes. Lo más probable es que sea un germen, pero tal vez utilizó usted un servicio público y olvidó lavarse las manos. Hay muchas personas perezosas a la hora de…

—¿Tiene Kaopectate o no?

—Claro. Segundo pasillo.

—Calzones para la incontinencia. ¿Dónde?

Los finos labios se desplegaron en una amplia sonrisa burlona. Los calzones para la incontinencia son graciosos, no lo niego. A menos, por supuesto, que sea uno mismo quien los necesite.

—Quinto pasillo. Aunque no le harán falta si no se aleja mucho de casa. Por su palidez, señor…, y por cómo suda…, quizá fuera lo más prudente.

—Gracias —dije, y me imaginé propinándole un puñetazo en toda la boca y enviando su dentadura garganta abajo. Chupa un poco de dentífrico, colega.

Hice las compras despacio, pues no deseaba agitar mis licuados intestinos más de lo necesario. Cogí el Kaopectate (¿tamaño económico?, vale) y después los calzones para la incontinencia (¿talla grande de adulto?, vale). Éstos se encontraban en la sección de suministros de ostomía, entre las bolsas de enema y unas amenazadoras mangueras de plástico amarillo cuya función no quería saber. También había pañales para adultos, pero a eso me oponía rotundamente. Rellenaría los calzones con paños de cocina si fuera preciso. Esa imagen me hizo gracia, y pese a mi sufrimiento tuve que hacer esfuerzos para por no reírme. En mi delicado estado, la risa podría acarrear un desastre.

Como si presintiera mi suplicio, el esquelético farmacéutico marcó los artículos en la caja registradora a cámara lenta. A la hora de pagar, le tendí un billete de cinco dólares con una mano que temblaba apreciablemente.

—¿Algo más?

—Solo una cosa. Me siento fatal, usted ve que me siento fatal, entonces ¿por qué cojones se está riendo de mí?

El señor Keene retrocedió un paso, los labios perdiendo su sonrisa.

—No me estoy riendo, se lo aseguro. Espero sinceramente que se mejore.

Mis tripas se retorcieron. Me tambaleé un poco, agarrando la bolsa de papel que contenía mis cosas, y con la mano libre me aferré al mostrador.

—¿Hay cuarto de baño?

La sonrisa reapareció.

—Para los clientes no, me temo. ¿Por qué no prueba en alguno de los… los establecimientos de la acera de enfrente?

—Menudo cabrón está hecho, ¿verdad? Un ciudadano de Derry ejemplar.

Se puso rígido, me dio la espalda y emigró airadamente a la tenebrosa región donde se almacenaban las pastillas, los polvos y los jarabes.

Con andar lento, dejé atrás la fuente de soda y salí por la puerta. Me sentía como un hombre de cristal. El día era frío, la temperatura no superaba los siete grados, pero notaba la piel ardiendo por el sol. Y pegajosa. Mis tripas volvieron a retorcerse y permanecí inmóvil durante un momento con la cabeza gacha, un pie en la acera y otro en la alcantarilla. El retortijón pasó. Crucé la calle sin fijarme en el tráfico y alguien tocó una bocina. Refrené el impulsó de hacer un corte de mangas al que había pitado, pero solo porque ya tenía suficientes problemas. No podía arriesgarme a enzarzarme en una pelea; ya estaba metido en una.

El retortijón atacó de nuevo, un cuchillo de doble filo en el bajo vientre. Eché a correr. El bar más cercano era el Dólar de Plata Soñoliento, así que abrí su puerta de un tirón y empujé mi desdichado cuerpo hacia la semioscuridad y hacia el olor a levadura y cerveza. En la rockola, Conway Twitty cantaba con un gemido que solo era una fantasía. Ojalá hubiera sido cierto.

El lugar se encontraba desierto a excepción de por un solitario cliente, sentado a una mesa vacía, que me miraba con ojos sorprendidos, y el tabernero reclinado sobre la barra, que hacía el crucigrama del periódico. Éste alzó la vista.

—Baño —dije—. Deprisa.

Apuntó con el dedo la parte de atrás y esprinté hacia las puertas señaladas como CHICOS y CHICAS. Empujé la primera con el brazo estirado, como un defensa en busca de campo abierto para correr. El lugar apestaba a mierda, humo de cigarrillos y cloro, que escocía en los ojos. El único váter no tenía puerta, lo que probablemente fue una suerte. Me despojé de los pantalones como Superman llegando tarde al atraco de un banco, giré sobre los talones y me dejé caer.

Justo a tiempo.

Cuando la última de las agonías hubo pasado, saqué de la bolsa el frasco gigante de Kaopectate y bebí tres tragos largos con avidez. El estómago se revolvió y contraataqué para mantenerlo en su sitio. Cuando estuve seguro de que retendría la primera dosis, me tomé una segunda, eructé, y lentamente volví a enroscar el tapón. A mi izquierda, vi que en la pared alguien había dibujado un pene y unos testículos. Los testículos estaban rajados y chorreaban sangre. Debajo de esta encantadora imagen, el artista había escrito: HENRY CATONGUA LA PRÓXIMA VEZ QUE TE FOLLES A MI MUJER ESTO ES LO QUE TE LLEVARÁS.

Cerré los ojos y, al hacerlo, vi al sorprendido cliente que había presenciado mi carga hacia el cuarto de baño. Pero ¿se trataba de un cliente? No había nada en su mesa; simplemente estaba allí sentado. Con los ojos cerrados, pude ver claramente su rostro. Era un rostro que conocía.

Cuando regresé al bar, Ferlin Husky había relevado a Conway Twitty, y Sin Tirantes no estaba. Me acerqué al tabernero y dije:

—Había un tipo ahí sentado cuando entré. ¿Quién era?

Levantó los ojos del crucigrama.

—Yo no he visto a nadie.

Saqué la cartera, extraje un billete de cinco, y lo deposité en la barra al lado de un posavasos de cerveza Narragansett.

—El nombre.

El tabernero mantuvo una breve y silenciosa conversación consigo mismo, echó un vistazo al tarro de las propinas que estaba junto a otro que contenía huevos encurtidos, no vio nada salvo una solitaria moneda de diez centavos, e hizo desaparecer el billete.

—Era Bill Turcotte.

El nombre no significaba nada para mí. La mesa vacía tampoco podría significar nada, aunque por otro lado…

Puse sobre la barra al hermano gemelo de Abe el Honesto.

—¿Vino aquí para vigilarme?

Si la respuesta era afirmativa, significaba que me había estado siguiendo. Y quizá no solo ese día. Pero ¿por qué?

El tabernero apartó el billete.

—Lo único que sé es que suele venir por aquí a beber cerveza, y mucha.

—Entonces, ¿por qué se ha marchado sin tomarse una?

—Tal vez miró en su cartera y no encontró nada más que su carnet de la biblioteca. ¿Me parezco a la bruja Bridey Murphy o qué? Ahora que ya me ha dejado un cuarto de baño apestoso, ¿por qué no pide algo o se larga?

—Ya apestaba de lo lindo antes de que yo entrara, amigo.

No valía mucho como frase de mutis, pero fue lo mejor que se me ocurrió dadas las circunstancias. Salí y me quedé parado en la acera buscando a Turcotte. No había rastro de él, pero Norbert Keene estaba asomado a la ventana de su farmacia, con las manos entrelazadas a la espalda, observándome. Su sonrisa se había esfumado.