En las horas previas al amanecer del día de Halloween, me encontré a mí mismo no en Derry sino en el océano. Un océano tormentoso. Me aferraba a la barandilla de una embarcación grande —un yate, creo— que estaba a punto de naufragar. Ráfagas huracanadas impulsaban sábanas de lluvia que me azotaban el rostro. Olas enormes, negras en la base, de un verde cuajado y espumoso en la cresta, se abalanzaron sobre mí. El yate se elevó, viró, y luego cayó a plomo con un violento movimiento en espiral.
Desperté de ese sueño con el corazón desbocado y las manos aún curvadas por intentar aferrarse a la barandilla que mi cerebro había inventado. Salvo que no se trataba solo de mi cerebro, porque la cama aún subía y bajaba. Mi estómago parecía haber soltado las amarras de los músculos que debían mantenerlo en su sitio.
En momentos así, el cuerpo casi siempre se muestra más sabio que el cerebro. Aparté la manta y esprinté hacia el cuarto de baño, derribando de una patada la odiosa silla amarilla al cruzar la cocina a la carrera. Más tarde me dolerían los dedos de los pies, pero en ese momento apenas lo noté. Intenté cerrar la garganta, pero solo logré una victoria parcial. Percibí un extraño sonido que se filtraba hacia la boca. Ulk-ulk-urp-ulk, algo similar. Mi estómago era el yate, elevándose primero y desplomándose luego en una horrible espiral. Caí de rodillas delante del inodoro y expulsé la cena. Después vino el almuerzo y el desayuno del día anterior: oh, cielos, huevos con jamón. Solo con pensar en toda aquella grasa reluciente regresaron las náuseas. Hubo una pausa, y entonces me sentí como si cada comida ingerida durante la última semana estuviera abandonando el edificio.
Justo cuando empezaba a creer que ya había pasado, mis tripas se retorcieron con un terrible espasmo líquido. Me puse en pie trastabillando, bajé la tapa del inodoro de un manotazo, y me las arreglé para sentarme antes de expulsarlo todo con un acuoso plaf.
Pero no. Eso no fue todo, todavía no. Mi estómago se montó en otro mareante sube y baja justo cuando los intestinos volvían a la carga. Solo quedaba una cosa que pudiera hacer, y la hice: me incliné hacia delante y vomité en el lavabo.
Así continuó hasta el mediodía del día de Halloween. Para entonces, mis dos puertos de eyección no producían nada salvo gachas caldosas. Cada vez que devolvía, cada vez que sufría retortijones, pensaba lo mismo: El pasado no quiere ser cambiado. El pasado es obstinado.
Pero cuando Frank Dunning apareciera esa noche, tenía la firme intención de estar allí. Aun cuando siguiera echando las entrañas y cagando lodo, tenía la firme intención de estar allí. Aun cuando significara mi muerte, tenía la firme intención de estar allí.