Si alguna vez habéis actuado en una compañía de teatro amateur —o dirigido una función estudiantil, cosa que hice en varias ocasiones durante mi época en el instituto—, sabréis cómo fueron los días previos a Halloween para mí. Al principio, en los ensayos se disfruta de un ambiente distendido. Abundan las improvisaciones, los chistes, las payasadas, los flirteos, estos especialmente numerosos mientras terminan de establecerse las polaridades sexuales. En esos primeros ensayos, si alguien la pifia en una frase o pierde su pie de entrada, proporciona una ocasión para reírse. Si un actor se retrasa quince minutos, puede que se gane una suave reprimenda, pero probablemente nada más.
Luego la noche del estreno empieza a parecer una posibilidad real en lugar de un sueño ridículo. Las improvisaciones se reducen, al igual que las payasadas, y aunque los chistes se mantienen, las risas con que son recibidos evidencian una tensión nerviosa de la que carecían antes. Las pifias y las entradas a destiempo empiezan a parecer más exasperantes que divertidas. Cuando los decorados están montados y faltan pocos días para el estreno, un actor que se presente tarde a un ensayo tiene todas las papeletas para ganarse un serio rapapolvo del director.
Llega la noche del estreno. Los actores se visten y se maquillan. Algunos están absolutamente aterrorizados; ninguno se siente preparado del todo. Pronto habrán de enfrentarse a una sala llena de gente que ha venido a ver cómo se pavonean. Por fin ha llegado lo que parecía imposiblemente lejano en los días cuando los movimientos en escena se planificaban en un escenario desnudo. Y antes de que se alce el telón, Hamlet, Willie Loman o Blanche Du-Bois se precipitará al cuarto del baño más cercano y vomitará. Nunca falla.
Creedme en lo referente a los vómitos. Lo sé.