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Tras recapacitar detenidamente, se me ocurrió que podría haber una ubicación aún mejor para mi operación de vigilancia de la noche de Halloween. Necesitaría una pizca de suerte, pero tal vez no demasiada. «Dios sabe que hay cantidad de propiedades en venta por estos lares», había asegurado Fred Toomey, el barman, en mi primera noche en Derry. Mis exploraciones lo habían confirmado. A raíz de los asesinatos (y la gran inundación del 57, no lo olvidéis), parecía que media ciudad estuviera en venta. En un lugar menos taciturno, a estas alturas un supuesto corredor inmobiliario como yo probablemente ya habría sido galardonado con la llave de la ciudad y un fin de semana salvaje con Miss Derry.

Una calle que no había inspeccionado era Wyemore Lane, a una manzana al sur de Kossuth Street, lo que implicaba que los patios traseros de ambas calles serían colindantes. No perdería nada por comprobarlo.

El 206 de Wyemore, que quedaba directamente detrás de la casa de los Dunning, estaba habitado, pero la casa contigua a la izquierda —el 202— se presentaba como una plegaria atendida. La pintura gris parecía fresca y el tejado de madera era nuevo, pero los postigos estaban cerrados a cal y canto. En el césped rastrillado había un letrero amarillo y verde que había visto por toda la ciudad: EN VENTA POR ESPECIALISTAS INMOBILIARIOS DE DERRY. Éste me invitaba a llamar al especialista Keith Haney para discutir la financiación. No tenía intención de hacerlo, pero aparqué mi Sunliner en el camino de entrada recién asfaltado (alguien estaba poniendo toda la carne en el asador para vender esa casa) y caminé hacia el patio trasero con la cabeza alta, los hombros rectos, grande como el demonio. Había descubierto muchas cosas mientras exploraba mi nuevo hábitat, y una de ellas era que si actuabas como si pertenecieras a cierto sitio, la gente se lo creía.

El césped del patio estaba perfectamente cortado, rastrillado y limpio de hojas para que luciera su aterciopelado verdor. El alero del garaje daba cobijo a un cortacésped manual cuyas cuchillas rotativas estaban protegidas por una lona verde impermeable. Junto a la puerta inclinada del sótano había una caseta con un cartel que mostraba en todo su esplendor al Keith Haney más minucioso: AQUÍ VIVE TU CHUCHO. Dentro, un desplantador de jardín y unas tijeras de podar sujetaban, a modo de pisapapeles, una pila de bolsas sin usar para recoger hojas secas. En 2011, las herramientas se guardaban bajo llave; en 1958, alguien comprobaba que no se encontraban a la intemperie y lo daba por bueno así. No me cabía duda de que la casa estaría cerrada, pero no importaba. No tenía interés en forzar la entrada.

Al fondo del patio del 202 de Wyemore se elevaba un seto de aproximadamente metro ochenta de altura. No tan alto como yo, en otras palabras, y aunque era exuberante, un hombre podría abrirse paso a través de él con facilidad si no le importaban unos pocos arañazos. Lo mejor de todo es que cuando me acerqué al rincón de la derecha, que quedaba detrás del garaje, pude divisar diagonalmente el patio trasero de la casa Dunning. Vi dos bicicletas, una Schwinn de niño, de pie sobre la pata de apoyo, y otra tendida de costado como un poni muerto, la de Ellen Dunning. Las dos ruedecillas eran inconfundibles.

Había, además, un montón de juguetes desparramados. Uno de ellos era el rifle de aire comprimido Daisy de Harry Dunning.