Bevvie-la-del-ferry había dicho que los malos tiempos en Derry habían terminado, pero cuanto más veía (y cuanto más sentía, principalmente), más me inclinaba a creer que Derry no era como otros lugares. Derry no estaba bien. Al principio traté de convencerme de que era yo y no la ciudad. Yo era un hombre dislocado, un beduino temporal, y cualquier lugar me habría parecido extraño, un poco distorsionado, como una ciudad de pesadilla sacada de esas peculiares novelas de Paul Bowles. Al principio resultaba convincente, pero a medida que transcurrían los días y continuaba explorando mi nuevo hábitat, la idea perdía fuerza. Empecé incluso a cuestionar la aseveración de Beverly Marsh de que los malos tiempos habían terminado, y sospechaba (las noches en que no podía dormir, y no fueron pocas) que ella misma lo cuestionaba. ¿No había vislumbrado en sus ojos una semilla de duda? ¿La mirada de quien no cree del todo pero quiere creer? ¿Quizá incluso que necesita creer?
Algo malo, algo pernicioso.
Ciertas casas vacías que parecían mirar como los rostros de las personas que sufren una terrible enfermedad mental. Un granero vacío en las afueras de la ciudad, la puerta del pajar que oscilaba sobre oxidados goznes, abriéndose y cerrándose lentamente, primero revelando oscuridad, luego ocultándola, luego revelándola. Una valla astillada en Kossuth Street, a solo una manzana de la casa donde vivían la señora Dunning y sus hijos. Aquella valla me daba la impresión de que algo —o alguien— se había abalanzado sobre ella hacia los Barrens. Un parque de recreo vacío con un tiovivo que giraba lentamente aun cuando no había niños que lo empujaran ni viento apreciable para moverlo. Sus cojinetes ocultos chirriaban al moverse. Un día divisé una figura de Jesucristo toscamente tallada que bajaba flotando por el canal y se introducía en el túnel que discurría bajo la calle. Tenía un metro de longitud. Los dientes asomaban de unos labios cuarteados en un mohín de desagrado. Una corona de espinas, torcida de modo desenfadado, cercaba la frente; lágrimas de sangre pintadas caían de los extraños ojos blancos de la efigie. Parecía un fetiche de poder mágico. En el denominado Puente de los Besos, en el parque Bassey, entre declaraciones de espíritu escolar y amor imperecedero, alguien había grabado las palabras MATARÉ A MI MADRE PRONTO, y alguien había añadido debajo: NO LO BASTANTE LA ENFERMEDAD YA LA DEBORA. Una tarde, mientras paseaba por el margen este de los Barrens, oí un terrible quejido y al levantar la mirada divisé la silueta de un hombre delgado en el puente del ferrocarril Great Southern & Western Maine, a no mucha distancia. En la mano blandía una vara arriba y abajo, como si estuviera golpeando algo. El gemido cesó y pensé: Era un perro y ha acabado con él. Lo llevó allí con una correa de cuerda y lo mató a palos. No había forma de que pudiera saber eso, por supuesto… pero lo sabía. Estuve seguro entonces, y lo estoy ahora.
Algo malo.
Algo pernicioso.
¿Alguno de estos sucesos guarda relación con la historia que estoy narrando? ¿La historia sobre el padre del conserje y sobre Lee Harvey Oswald (aquel de la sonrisita satisfecha que decía «conozco un secreto» y los peculiares ojos grises que nunca llegaban a encontrarse con los tuyos)? No lo sé con certeza, pero puedo contaros una cosa más: había algo dentro de aquella chimenea derrumbada en la fundición Kitchener. No sé qué era, y no quiero saberlo, pero en la boca del armatoste advertí un cúmulo de huesos roídos y un diminuto collar mordisqueado con un cascabel. Un collar que seguramente había pertenecido al querido gatito de algún niño. Y en el interior del conducto —en las profundidades de aquel descomunal agujero— algo se movía y se arrastraba.
«Entra a ver —parecía susurrar ese algo en mi cabeza—. Olvídate de todo lo demás, Jake. Entra a ver. Entra a visitarme. El tiempo aquí no importa; aquí, el tiempo flota. Sabes que quieres hacerlo, sabes que sientes curiosidad. A lo mejor es otra madriguera de conejo. Otro portal».
Quizá lo fuera, pero no lo creía. Creo que ahí dentro habitaba Derry, todo lo que andaba mal en ella, todo lo que estaba torcido, escondida en el conducto. Hibernando. Dejando que la gente pensara que los malos tiempos se habían acabado, aguardando a que se relajaran y olvidaran incluso que en una ocasión existieron malos tiempos.
Me marché a toda prisa, y nunca más regresé a aquella parte de Derry.