Me acostumbré a los aviones que pasaban justo por encima de mi cabeza para aterrizar. Contraté el reparto del periódico y la leche: botellas de cristal grueso entregadas en la misma puerta. Al igual que la zarzaparrilla que Frank Anicetti me sirvió en mi primera incursión en 1958, la leche poseía un sabor pleno y delicioso. La nata era aún mejor. Ignoraba si ya se habría inventado la leche en polvo artificial, pero no tenía intención de averiguarlo. ¿Para qué?
Transcurrieron los días. Leí las notas de Al Templeton acerca de Oswald hasta ser capaz de citar largos pasajes de memoria. Visité la biblioteca y leí lo relativo a la plaga de asesinatos y desapariciones que había asolado Derry en 1957 y 1958. Busqué artículos sobre Frank Dunning y su famoso mal genio, pero no encontré ninguno; si alguna vez le arrestaron, la noticia no llegó a la columna Ronda Policial del periódico, una sección de regular tamaño habitualmente, pero que solía ampliarse a una página entera los lunes, cuando recogía un resumen completo de las fechorías del fin de semana (la mayoría de las cuales acontecían después de que los bares cerraran). La única mención que encontré al padre del conserje se refería a una campaña benéfica en 1955. El mercado de Center Street había donado un diez por ciento de sus ganancias de aquel otoño a la Cruz Roja, para ayudar después de que los huracanes Connie y Diane arremetieran contra la Costa Este; como consecuencia, doscientas personas murieron y las inundaciones en Nueva Inglaterra ocasionaron cuantiosos daños. Había una fotografía del padre de Harry entregando un cheque sobredimensionado al director regional de la Cruz Roja. Dunning lucía la sonrisa propia de una estrella de cine.
No fui más de compras al mercado de Center Street, pero hubo dos fines de semana —el último de septiembre y el primero de octubre— que seguí al carnicero favorito de Derry después de finalizar su media jornada de los sábados tras el mostrador de carne. Con tal fin, alquilé anodinos Chevrolets de Hertz en el aeropuerto. El Sunliner se me antojaba excesivamente llamativo para una operación encubierta.
La tarde del primer sábado acudió a un mercadillo de Brewer en un Pontiac que guardaba en un garaje del centro, de renta mensual, y que raramente usaba durante la semana laboral. El domingo siguiente condujo a su casa de Kossuth Street, recogió a sus hijos, y los llevó a una doble sesión de Disney en el Aladdin. Incluso desde la distancia, Troy, el mayor, parecía soberanamente aburrido, tanto a la entrada del cine como a la salida.
Dunning no entró en la casa ni cuando los recogió ni cuando los devolvió. Al llegar, tocó el claxon para avisarles, y cuando regresaron, aparcó junto al bordillo y vigiló hasta que los cuatro estuvieron dentro. Aun entonces, no se marchó inmediatamente, sino que se limitó a permanecer sentado al volante del Boneville, con el motor al ralentí, fumando un cigarrillo, quizá con la esperanza de que la adorable Doris quisiera salir y hablar. Cuando estuvo seguro de que tal cosa no ocurriría, usó el camino de entrada de un vecino para dar la vuelta y aceleró, con un chirrido de neumáticos tan fuerte que despidió pequeños mechones de humo azulado.
Me hundí en el asiento de mi coche de alquiler, pero no tenía por qué haberme molestado. En ningún momento miró en mi dirección, y cuando se halló a una buena distancia, le seguí por Witcham Street. Devolvió el coche al garaje donde lo guardaba, hizo una visita a El Farolero para tomarse una solitaria cerveza en el bar prácticamente desierto, y por último regresó andando penosamente y con la cabeza gacha a la pensión de Edna Price en Charity Avenue.
El sábado siguiente, 4 de octubre, recogió a sus hijos y los llevó al partido de fútbol en la Universidad de Maine, en Orono, a unos cincuenta kilómetros de distancia. Yo aparqué en Stillwater Avenue y aguardé a que terminara el partido. En el camino de vuelta, se detuvieron a cenar en el Ninety-Fiver. Estacioné en el extremo más alejado del aparcamiento y esperé a que salieran, pensando en que la vida de un investigador privado debía de ser un coñazo absoluto, independientemente de lo que las películas nos hicieran creer.
Cuando Dunning dejó a sus hijos en casa, el crepúsculo reptaba sobre Kossuth Street. Estaba claro que Troy había disfrutado más con el partido de fútbol que con las aventuras de Cenicienta; salió del Pontiac de su padre sonriendo de oreja a oreja y ondeando un banderín de los Osos Negros. Tugga y Harry también blandían sus respectivos banderines y también parecían llenos de vigor. Ellen, no tanto, pues dormía profundamente. Dunning la llevó en brazos hasta la puerta de la casa. Esta vez la señora Dunning hizo una breve aparición, el tiempo justo para tomar a la pequeña en brazos.
Dunning le dijo algo a Doris. La respuesta de ella no pareció complacerle. Mediaba una distancia demasiado grande para leer la expresión en el rostro del carnicero, pero apuntaba a su esposa con un dedo admonitorio mientras hablaba. Ella escuchó, sacudió la cabeza, dio media vuelta y entró en la casa. Él permaneció allí parado un buen rato, luego se quitó el sombrero y lo sacudió contra la pierna.
Todo muy interesante —e instructivo respecto a la relación— pero, por lo demás, de nulo provecho. No era lo que yo buscaba.
Lo conseguí al día siguiente. Había decidido que ese domingo solo efectuaría dos pasadas de reconocimiento, presintiendo que, incluso con un coche de alquiler marrón oscuro que casi se fundía con el paisaje, si hacía más me arriesgaría a delatar mi presencia. No advertí nada en la primera y supuse que probablemente se quedaría bajo techo, y ¿por qué no? Ese domingo había amanecido gris y caía una fina llovizna. Seguramente estaría mirando los deportes en la televisión con el resto de los huéspedes, todos ellos fumando y encapotando el salón con nubes de tormenta.
Pero me equivocaba. Justo cuando enfilaba Witcham para mi segunda pasada, le vi caminando hacia el centro, vestido con unos vaqueros azules, una cazadora y un sombrero impermeable de ala ancha. Le adelanté con el coche y aparqué en Main Street a una manzana más arriba del garaje. Veinte minutos más tarde, le seguía fuera de la ciudad en dirección oeste. El tráfico no era muy denso y me mantuve a cierta distancia.
Su destino resultó ser el cementerio Longview, a unos tres kilómetros más allá del Autocine Derry. Se detuvo junto a un puesto floral que había enfrente y, al pasar, vi que compraba dos cestas de flores otoñales a una anciana que sostuvo en alto un paraguas negro sobre ambos durante la transacción. Observé por el espejo retrovisor que ponía las flores en el asiento del pasajero, montaba en el coche y tomaba la carretera de acceso al cementerio.
Di la vuelta y retorné a Longview. Aunque implicara un riesgo, debía exponerme, porque la situación era tentadora. El aparcamiento estaba vacío a excepción de dos camionetas cargadas con equipo de mantenimiento bajo una lona impermeable y una vieja pala mecánica abollada que parecía un excedente de guerra. Ni rastro del Pontiac de Dunning. Crucé el aparcamiento hacia la pista de grava que se internaba en el mismo cementerio, el cual era enorme y se extendía a lo largo de varias hectáreas de terreno accidentado.
Ya en el camposanto, diversas calles más estrechas se escindían de la vía principal. Jirones de niebla se elevaban de las hondonadas y los valles, y la llovizna empezaba a condensarse en lluvia. No era un buen día para visitar a los difuntos queridos, en definitiva, y Dunning tenía el lugar para él solo. Su Pontiac, aparcado en uno de los ramales a medio camino de la cima de una colina, era fácil de localizar. Estaba colocando los cestos de flores delante de dos tumbas alineadas una al lado de la otra. Sus padres, supuse, pero en realidad no me importaba. Di media vuelta con el coche y le dejé que continuara en privado.
Para cuando estuve de vuelta en mi apartamento de Harris Avenue, aquel primer chaparrón otoñal ya batía contra la ciudad. En el centro, el canal estaría rugiendo, y aquel peculiar zumbido que brotaba del asfalto en la Ciudad Baja se apreciaría más que nunca. El veranillo de San Martín tocaba a su fin. Tampoco me importaba. Abrí mi libreta, pasé las hojas casi hasta el final antes de encontrar una página en blanco, y escribí: «5 de octubre, 15.45 h. Dunning en cement. Longview, pone flores en tumbas de sus padres (?). Llueve».
Tenía cuanto quería.