8

—Veo que se está fijando en aquella mesa de allí —dijo una voz a la altura de mi codo. Llevaba en El Farolero tiempo suficiente para haber pedido mi segunda cerveza y una «fuente júnior» de Migas de Langosta. Pensé que al menos debería probarlas, si no siempre me acosaría la duda.

Miré alrededor y vi a un hombrecillo con el cabello engominado peinado hacia atrás, cara redonda y vivarachos ojos negros. Parecía una alegre ardilla. Me sonrió abiertamente y me tendió una mano pequeña como la de un niño. En su antebrazo, una sirena de pechos desnudos agitaba su cola de pez y guiñaba un ojo.

—Charles Frati. Pero puede llamarme Chaz. Todo el mundo lo hace.

Le estreché la mano.

—George Amberson, pero puede llamarme George. También lo hace todo el mundo.

Rio y yo le imité. Se considera de mala educación reírse de los chistes propios (especialmente de los cortos), pero algunas personas son tan simpáticas que nunca tienen que reír solas. Chaz Frati encajaba en esta categoría. La camarera le sirvió una cerveza, y él la alzó.

—Va por usted, George.

—Brindo por eso —dije, y entrechoqué el borde de mi vaso contra el suyo.

—¿Alguien que usted conozca? —preguntó, mirando la mesa grande del fondo por el espejo de detrás de la barra.

—No. —Me limpié la espuma del labio superior—. Es solo que parecen estar pasándoselo mejor que cualquiera de los que estamos aquí, eso es todo.

Chaz sonrió.

—Es la mesa de Tony Tracker. Bien podría tener su nombre grabado en ella. Tony y su hermano Phil son propietarios de una empresa de transporte de mercancías. También poseen más hectáreas de tierra en esta ciudad y alrededores que píldoras para el hígado tiene Cárter. Phil no viene mucho por aquí, está la mayor parte del tiempo en la carretera, pero Tony se pierde muy pocas noches de viernes o sábado. Además, tiene un montón de amigos. Siempre se lo pasan bien, pero nadie anima una fiesta igual que Frankie Dunning. Es el cuentachistes. A todo el mundo le gusta el viejo Tones, pero a Frankie le adoran.

—Da la impresión de conocerlos a todos.

—Desde hace años. Conozco a la mayoría de la gente de Derry, pero usted no me suena.

—Eso es porque acabo de llegar. Me dedico a los bienes raíces.

—Para usos comerciales, entiendo.

—Correcto. —La camarera me sirvió las Migas de Langosta y se alejó apresuradamente. El contenido de la fuente tenía aspecto de haberle pasado un camión por encima, pero desprendía un olor delicioso y sabía aún mejor. Cada bocado probablemente equivalía a un billón de gramos de colesterol, pero en 1958 a nadie le preocupaba eso, lo cual supone un gran alivio.

—Ayúdeme con esto —dije.

—No, es todo suyo. ¿Viene de Boston? ¿Nueva York? Me encogí de hombros y él rio.

—No suelta prenda, ¿eh? Pues no le culpo. Labios sellados hunden barcos. Pero tengo una idea bastante aproximada de en qué está metido.

Me detuve con un tenedor lleno de Migas de Langosta a medio camino de la boca. Hacía calor en El Farolero, pero de repente se me congeló la sangre.

—¿De verdad?

Se inclinó hacia mí. Percibí el olor a gomina Vitalis en su cabello alisado y a refrescante bucal Sen-Sen en su aliento.

—Si dijera «posible construcción de una galería comercial», ¿cantaría un bingo?

Sentí una oleada de alivio. La idea de estar en Derry buscando un emplazamiento para levantar un centro comercial nunca se me había pasado por la cabeza, pero era buena. Guiñé un ojo a Chaz Frati.

—No puedo decirlo.

—No, no, por supuesto. Los negocios son los negocios, siempre lo digo. Dejaremos el tema. Pero si alguna vez se plantea hablar con algún palurdo local sobre un buen asunto, le escucharé encantado. Y para demostrarle que mi corazón alberga buenas intenciones, le daré un pequeño consejo. Si todavía no ha inspeccionado la vieja fundición Kitchener, debería hacerlo. Es un sitio perfecto. Y en cuanto a las galerías comerciales, ¿sabe lo que son, hijo mío?

—La ola del futuro —dije.

Me apuntó con un dedo a modo de pistola y guiñó un ojo. Volví a reír; sencillamente, no pude evitarlo. En parte se debía al mero alivio de descubrir que no todos los adultos de Derry habían olvidado cómo mostrarse cordiales con los extraños.

—Hoyo en uno.

—¿Y a quién pertenecen los terrenos donde se ubica la vieja fundición Kitchener, Chaz? A los hermanos Tracker, supongo.

—He dicho que ellos son los propietarios de la mayoría de las tierras por estos lares, pero no de todas. —Bajó la vista a la sirena—. Milly, ¿debería contarle a George quién es el dueño de ese excelente terreno calificado como suelo comercial a solo tres kilómetros del centro de esta metrópolis?

Milly meneó su cola escamosa y sacudió sus pechos, moldeados como tazas de té. Chaz Frati no apretó el puño para conseguir que ocurriera; los músculos de su antebrazo parecieron moverse por sí solos. Era un buen truco. Me pregunté si también sacaba conejos de chisteras.

—De acuerdo, querida. —Alzó de nuevo la vista hacia mí—. En realidad pertenecen a un servidor. Yo compro lo mejor y dejo el resto para los hermanos Tracker. Los negocios son los negocios. ¿Puedo entregarle mi tarjeta, George?

—Desde luego.

Así lo hizo. La tarjeta decía simplemente CHARLES «CHAZ» FRATI COMPRO-VENDO-CAMBIO. La guardé en el bolsillo de la camisa.

—Si conoce a toda esa gente y ellos le conocen a usted, ¿por qué no está allí en lugar de sentado en la barra con el chico nuevo del barrio? —pregunté.

Chaz Frati primero se mostró sorprendido y luego divertido de nuevo.

—¿Nació en un circo y después le arrojaron de un tren en marcha, o qué?

—Simplemente soy nuevo en la ciudad y aún no estoy enterado de lo que se cuece por aquí. No me lo tenga en cuenta.

—Jamás. Hacen negocios conmigo porque poseo la mitad de los moto hoteles de esta ciudad, los dos cines del centro y el auto-cine, aparte de un banco y todas las casas de empeño del este y el centro de Maine. Pero no comen ni beben conmigo, ni me invitan a sus casas ni al club de campo porque no soy miembro de la tribu.

—No le sigo.

—Pues que soy judío.

Se fijó en mi expresión y sonrió.

—Usted no lo sabía. Ni aun cuando rehusé comer de su langosta lo sabía. Estoy conmovido.

—Intento comprender por qué debería suponer alguna diferencia —dije.

Se echó a reír como si fuera el mejor chiste que había oído en todo el año.

—Entonces usted no nació en un circo sino en otro planeta.

En el espejo, Frank Dunning estaba hablando. Tony Tracker y sus amigos escuchaban con amplias sonrisas en el rostro. Cuando estallaron en carcajadas como toros mugiendo, me pregunté si habría contado el chiste de los tres negratas atrapados en el ascensor, o quizá uno todavía más divertido y satírico…, sobre tres judíos en un campo de golf, quizá.

Chaz se percató de mi mirada.

—Frank sabe cómo animar una fiesta, desde luego. ¿Sabe dónde trabaja? No, claro, es nuevo en la ciudad, me olvidé. En el mercado de Center Street. Es el carnicero jefe, y también es medio propietario, aunque no lo pregona. ¿Sabe qué? Él es en gran medida la razón de que ese lugar siga en pie y obteniendo beneficios. Atrae a las mujeres como la miel a las abejas.

—¿Sí? Vaya.

—Sí, y también cae bien a los hombres. No siempre se da el caso. A los tíos no siempre les gustan los donjuanes.

Eso me hizo recordar la feroz fijación de mi ex mujer por Johnny Depp.

—Pero ya no es como en los viejos tiempos, cuando se quedaba a beber con ellos hasta la hora de cierre y luego se iban a jugar al póquer a la terminal de carga hasta rayar el alba. Estos días se toma una cerveza o dos y luego sale por la puerta. Usted observe.

Era un patrón de comportamiento que yo conocía de primera mano gracias a los esporádicos esfuerzos de Christy por controlar, que no eliminar, su ingesta de alcohol. Funcionaba durante una temporada, pero tarde o temprano siempre terminaba hundiéndose en el pozo.

—¿Problemas con la bebida? —pregunté.

—No lo sé, pero lo que sí tiene seguro es un problema de mal genio. —Bajó la vista al tatuaje del antebrazo—. Milly, ¿alguna vez te has fijado en cuántos tipos divertidos esconden una vena malvada?

Milly volteó la cola. Chaz me miró con solemnidad.

—¿Ve? Las mujeres siempre lo saben. —Cogió con disimulo una Miga de Langosta y movió cómicamente los ojos de lado a lado. Era un tipo muy divertido, y en ningún momento se me pasó por la cabeza que no fuera quien afirmaba ser. Pero, como el propio Chaz había insinuado, yo estaba en cierto modo en el bando de los ingenuos—. No se lo cuente al rabino Snoresalot.

—Su secreto está a salvo conmigo.

Por la forma en que los hombres de la mesa de Tracker se inclinaban hacia Frank, este se había lanzado con otro chiste. Era la clase de hombre que gesticulaba mucho con las manos. Unas manos grandes. Era fácil imaginar una de ellas empuñando un martillo.

—En el instituto era un mal bicho —dijo Chaz—. Está usted viendo a un tipo que sabe de lo que habla, porque fui con él a la antigua Escuela Consolidada del Condado. Pero mi madre no crio a ningún tonto, así que me mantenía apartado de su camino todo lo posible. Expulsiones a diestro y siniestro, siempre buscando pelea. Se suponía que iría a la Universidad de Maine, pero dejó preñada a una chica y terminó casándose. Uno o dos años más tarde, ella cogió al bebé y se largó. Probablemente fue una decisión inteligente, por la manera de ser de él en aquella época. Frankie era la clase de tipo al que le habría venido bien luchar contra los alemanes o los japos, para sacarse toda aquella furia de dentro, ¿sabe? Pero le declararon no apto para el servicio. Nunca me enteré de por qué. ¿Pies planos? ¿Un soplo en el corazón? ¿Tensión alta? No lo sé. Pero usted no querrá escuchar todos estos chismorreos antiguos.

—Me gustaría —repliqué—. Son interesantes. —Desde luego que sí. Había entrado en El Farolero para remojarme el gaznate y había tropezado con una mina de oro—. Tome otra Miga de Langosta.

—Me ha convencido —dijo, y raudo se echó una a la boca. Mientras masticaba, agitó el pulgar señalando el espejo—. ¿Y por qué no debería? Mire a esos tipos de ahí. La mitad de ellos son católicos y a pesar de todo engullen hamburguesas y bocadillos de beicon y salchichas ¡en viernes! Pero ¿quién se explica la religión, eh?

—Ahí me ha pillado —dije—. Soy metodista no practicante. Supongo que el señor Dunning nunca recibió esa educación universitaria, ¿no?

—No, en la época en que su primera esposa se marchó de casa a la francesa, estaba sacándose el título de troceador de carne, y se le daba bien. Se metió en varios problemas más, y sí, la bebida estuvo de por medio, según he oído; la gente chismorrea una barbaridad, ¿sabe?, y los dueños de las casas de empeños lo oyen todo. El señor Vollander, el propietario del mercado en aquellos días, se sentó con el viejo Frankie y le soltó un sermón. —Chaz meneó la cabeza y pescó otra Miga—. Si Benny Vollander hubiera sabido que Frankie Dunning iba a poseer la mitad del lugar para cuando terminara esa mierda de guerra en Corea, probablemente habría sufrido una hemorragia cerebral. Menos mal que no podemos ver el futuro, ¿verdad?

—Eso complicaría las cosas, está claro.

Chaz se estaba entusiasmando con su historia, y cuando le pedí a la camarera que trajera otro par de cervezas, él no dijo que no.

—Benny Vollander dijo que Frankie era el mejor aprendiz de carnicero que jamás había tenido, pero si volvía a meterse en problemas con la policía (en otras palabras, pelearse cada vez que alguien se tirara un pedo de lado), tendría que echarle. A buen entendedor pocas palabras bastan, dicen, y Frankie se enderezó. Se divorció de esa primera mujer alegando abandono del hogar uno o dos años después de que ella se marchara, y se volvió a casar no mucho más tarde. Para entonces la guerra avanzaba a toda máquina y él podría haber escogido a la mujer que hubiera querido (así de encantador era, ya sabe, y la mayoría de la competencia estaba en ultramar), pero se decidió por Doris McKinney. Era una muchacha adorable.

—Y aún lo es, estoy seguro.

—Absolutamente, vaya. Bonita como un cuadro. Tienen tres o cuatro hijos. Una familia agradable. —Chaz se inclinó de nuevo hacia mí—. Pero Frankie todavía pierde los estribos de vez en cuando, y debió de pagarlo con su mujer la primavera pasada, porque ella apareció en la iglesia con moratones en la cara y una semana después le puso de patitas en la calle. Ahora él vive en una casa de huéspedes, la más cercana a su antiguo hogar que ha podido encontrar. A la espera de que ella le vuelva a aceptar, imagino. Y tarde o temprano lo hará. Él tiene una manera encantadora de… ¡Epa! Mire allá, ¿qué le decía? El tío se marcha.

Dunning se estaba levantando. Los demás hombres clamaban para que volviera a sentarse, pero él sacudió la cabeza y señaló su reloj. Vertió por la garganta el último trago de cerveza y luego se agachó y plantó un beso en la calva de un hombre. Esto provocó un bramido de aprobación que azotó la sala y Dunning cabalgó en la ola hacia la puerta.

Al pasar junto a Chaz, le dio una palmadita en la espalda y dijo:

—Mantén limpia esa nariz, Chazzy; es demasiado larga para que se ensucie.

Y se marchó. Chaz me miró. Me dirigía su alegre sonrisa de ardilla, pero sus ojos no sonreían.

—Qué tipo más salado, ¿verdad?

—Seguro —dije yo.