7

Esa noche, una vez más me aposté cerca de The Strand, donde la marquesina anunciaba ¡MAÑANA GRAN ESTRENO! ¡CAMINO DE ODIO (MITCHUM) Y LOS VIKINGOS (DOUGLAS)! Otra ración de ACCIÓN EXPLOSIVA en perspectiva para los cinéfilos de Derry.

Dunning, una vez más, cruzó hasta la parada del autobús y montó a bordo. En esta ocasión no le seguí. No había necesidad; sabía adonde iba. Regresé andando a mi nuevo apartamento, buscando de vez en cuando con la mirada a Sin Tirantes. No había rastro de él, y me dije que el hecho de verle frente a la tienda de artículos deportivos no había sido más que una coincidencia. Nada especial. Después de todo, el Dólar de Plata Soñoliento era su antro favorito. Como las fábricas de Derry operaban seis días a la semana, los trabajadores tenían días de descanso rotativos. El jueves podría haber sido el día en que libraba ese tipo, y la próxima semana quizá le encontrara haraganeando por allí el viernes. O el martes.

A la noche siguiente ocupé de nuevo mi puesto en The Strand fingiendo estudiar el cartel de Camino de odio (¡Robert Mitchum a toda carrera por la autopista más caliente de la tierra!), principalmente porque no tenía otro sitio adonde ir; aún quedaban seis semanas para Halloween, y yo parecía haberme adentrado en la fase de matar el tiempo de nuestro programa. Esta vez, sin embargo, Frank Dunning no cruzó hacia la parada del autobús, sino que caminó hasta la triple intersección de las calles Center, Kansas y Witcham y se quedó allí parado, como indeciso. De nuevo, lucía un aspecto impecable, con pantalones oscuros, camisa blanca, corbata azul y chaqueta de cuadros de color gris claro. Llevaba el sombrero echado hacia atrás. Por un momento pensé que se dirigiría al cine a inspeccionar la autopista más caliente de la tierra, en cuyo caso me alejaría paseando de forma casual hacia Canal Street. Pero giró a la izquierda, hacia Witcham. Le oí silbar. Silbaba bien.

No tenía necesidad de seguirle; no iba a cometer ningún asesinato a martillazos el 19 de septiembre. Pero sentía curiosidad y no tenía nada mejor que hacer. Entró en un restaurante llamado El Farolero, no tan de clase alta como el bar del Town House, pero tampoco se acercaba ni de lejos a los antros de Canal Street. En toda ciudad pequeña hay uno o dos locales fronterizos donde obreros y oficinistas se tratan como iguales, y este parecía esa clase de lugar. Por lo general, el menú ofrecía alguna delicatessen local que hacía que los forasteros se rascaran la cabeza con asombro. La especialidad de El Farolero era algo denominado Migas de Langosta Frita.

Pasé por delante de los amplios ventanales delanteros, holgazaneando más que andando, y vi que Dunning se abría camino por la sala entre saludos. Estrechó manos; palmeó mejillas; cogió el sombrero de un hombre y se lo lanzó a un tipo en la máquina de bolos, quien lo atrapó al vuelo con destreza, provocando la hilaridad general. Un hombre simpático. Siempre gastando bromas. «Ríe y el mundo entero reirá contigo», esa clase de cosas.

Vi que se sentaba a una mesa cercana a la máquina de bolos, y a punto estuve de seguir caminando. Pero me moría de sed. Una cerveza me vendría estupendamente, y una sala abarrotada de gente separaba la barra de El Farolero de la mesa grande donde Dunning se había unido a un grupo exclusivamente formado por hombres. Él no me vería, pero yo podría echarle un ojo por el espejo. Y no aspiraba a presenciar algo demasiado alarmante.

Además, si yo iba a permanecer allí otras seis semanas, era hora de empezar a pertenecer a esa ciudad. Por tanto, di media vuelta y me adentré en el sonido de voces joviales y risas ebrias y Dean Martin cantando «That’s Amore». Las camareras circulaban con jarras de cerveza y bandejas colmadas de lo que debían de ser Migas de Langosta Frita. Por supuesto, no faltaban las columnas ascendentes de humo azulado.

En 1958, siempre hay humo.