A las doce y media, cuando el último avión de la noche pasó rozando el tejado, seguía despierto y pensando en la lista. Hablar con la policía quedaba descartado. Puede que funcionara con Oswald, quien declararía su amor eterno por Fidel Castro tanto en Dallas como en Nueva Orleans, pero Dunning constituía un caso distinto. Dunning era un miembro de la comunidad querido y respetado. ¿Quién era yo? El nuevo en una ciudad que detestaba a los forasteros. Aquella tarde, al salir de la farmacia, había visto una vez más al señor Sin Tirantes y a su tropa en la puerta del Dólar de Plata Soñoliento. A pesar de que me había puesto mi ropa de obrero, me dirigieron la misma mirada de quién cojones eres.
De todos modos, incluso aunque llevara viviendo ocho años en Derry en lugar de ocho días, ¿qué le diría a la policía? ¿Que había tenido una visión de Frank Dunning matando a su familia en la noche de Halloween? Seguro que les parecería concluyente.
Me gustaba un poco más la idea de hacer una llamada anónima al carnicero, pero era una opción que asustaba. Una vez que telefoneara a Frank Dunning —bien al trabajo, bien a la pensión de Edna Price, donde sin duda atendería la llamada desde el teléfono del vestíbulo—, modificaría los acontecimientos. Quizá esa llamada impidiera que matara a su familia, pero creía igual de probable que causara el efecto contrario, que lo derribara del precario filo de cordura por el que debía de estar moviéndose tras su afable sonrisa de George Clooney. En lugar de evitar los asesinatos, quizá solo conseguiría que ocurrieran antes. Tal como estaban las cosas, conocía el dónde y el cuándo. Si le ponía sobre aviso, todas las apuestas quedarían canceladas.
¿Inculparle de algo? A lo mejor funcionaría en una novela de espías, pero yo no era un agente de la CIA; era un simple profesor de lengua.
El siguiente punto de la lista, «Incapacitar al carnicero». Vale, pero ¿cómo? ¿Atropellándole con el Sunliner, quizá mientras fuera caminando desde Charity Avenue a Kossuth Street con un martillo en la mano y el asesinato en la mente? A menos que tuviera una suerte extraordinaria, me apresarían y encarcelarían. Además, había otra cosa: la gente incapacitada habitualmente mejora. Y en cuanto eso sucediera, podría volver a intentarlo. Mientras yacía en la oscuridad, ese escenario se me antojó demasiado plausible. Porque el pasado no quiere ser cambiado. El pasado es obstinado.
La única forma segura era seguirle, esperar hasta que se encontrara solo, y entonces matarlo. Simplifica, idiota.
Sin embargo, ahí también había problemas. El mayor lo planteaba la incertidumbre de si podría llevarlo a cabo. Creía que sería capaz a sangre caliente —para protegerme a mí mismo o a otra persona—, pero ¿a sangre fría? ¿Incluso aunque supiera que mi potencial víctima iba a matar a su mujer y a sus hijos si no se lo impedía?
Además… ¿y si lo hacía y me atrapaban antes de poder huir al futuro, donde yo era Jake Epping en lugar de George Amberson? Sería juzgado, declarado culpable, enviado a la prisión estatal de Shawshank. Y allí me encontraría el día que John F. Kennedy sería asesinado en Dallas.
Pero ni siquiera eso abordaba el fondo de la cuestión. Me levanté, atravesé la cocina con paso lento hacia la cabina telefónica que tenía por baño, entré, y me senté en la tapa del váter con la frente apoyada en las palmas de la mano. Había asumido como cierta la redacción de Harry. Igual que Al. Probablemente lo era, porque Harry se adentraba dos o tres grados en la penumbra de la normalidad, y las personas así son menos propensas a hacer pasar la fantasía del asesinato de una familia entera por la realidad. Pero de todos modos…
«Un noventa y cinco por ciento de probabilidades no es el cien por cien», había dicho Al, y eso hablando de Oswald, prácticamente la única persona que podría haber sido el asesino, una vez que se dejaba de lado todo el parloteo conspiratorio. Y, sin embargo, en Al aún persistían aquellas últimas dudas.
En ningún momento verifiqué la historia de Harry. Habría sido fácil en el computerizado mundo de 2011, pero nunca se me ocurrió. E incluso aunque fuera completamente cierta, tal vez existieran detalles cruciales que él podría haber equivocado o no mencionado en absoluto. Cosas que podrían ponerme la zancadilla. ¿Y si, en lugar de cabalgar al rescate como sir Galahad, lo único que conseguía era que me matara a mí también? Eso cambiaría el futuro en toda una serie de interesantes aspectos, pero yo no estaría por allí para descubrir en qué consistían.
Una nueva idea irrumpió en mi cabeza, una idea que poseía un alocado atractivo. Podría apostarme frente al 379 de Kossuth en la noche de Halloween… y simplemente observar. Cerciorarme de que realmente sucedía, sí, pero también anotar todos los detalles que se le hubieran escapado al único testigo superviviente, un niño traumatizado. Después, conducir de regreso a Lisbon Falls, ascender por la madriguera de conejo, y regresar inmediatamente a la mañana del 9 de septiembre de 1958. Volvería a comprar el Sunliner y me trasladaría a Derry de nuevo, esta vez cargado de información. Cierto que ya había gastado buena cantidad del dinero de Al, pero quedaba más que suficiente para subsistir.
La idea salió con ímpetu pero se tambaleó antes incluso de doblar la primera curva. El propósito fundamental de este viaje había sido averiguar cómo afectaría al futuro salvar a la familia del conserje, y si permitía que Frank Dunning cometiera los asesinatos, no lo descubriría. Y yo ya me enfrentaba al hecho de tener que volver a pasar por aquello, porque se produciría uno de esos reinicios cuando —si— regresara por la madriguera de conejo para detener a Oswald. Una vez era malo. Dos veces sería peor. Tres veces, inconcebible.
Y otra cosa. La familia de Harry Dunning ya había muerto una vez. ¿Iba yo a condenarles a morir una segunda vez? ¿Incluso aunque cada vez fuera un reinicio y no lo supieran? ¿Y quién era yo para decir que en algún nivel profundo ellos no lo recordarían?
El dolor. La sangre. Pequeña Zanahoria yaciendo en el suelo bajo la mecedora. Harry tratando de ahuyentar al lunático con el rifle Daisy de aire comprimido: «No me toques, papá, o te pegaré un tiro».
Crucé la cocina de camino al dormitorio, arrastrando los pies, y me detuve un instante para mirar la silla de la cocina con el asiento de plástico amarillo.
—Te odio, silla —le dije; luego me volví a la cama.
Esta vez caí dormido casi inmediatamente. Cuando desperté al día siguiente, el sol de las nueve de la mañana irradiaba a través de la ventana aún sin cortinas del dormitorio, los pájaros gorjeaban vanidosamente, y yo creí saber lo que debía hacer. Simplifica, idiota.