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El martes siguiente alquilé un apartamento que se anunciaba en el Derry News como «semiamueblado, buen vecindario», y el miércoles, 17 de septiembre, el señor George Amberson se mudó. Adiós, Derry Town House; hola, Harris Avenue. Llevaba poco más de una semana viviendo en 1958 y empezaba a sentirme cómodo, aunque no exactamente un nativo.

El semiamueblado consistía en una cama (que incluía un colchón ligeramente manchado pero sin sábanas), un sofá, una mesa de cocina con una pata que había que calzar para que no se tambaleara, y una silla solitaria con un asiento de plástico amarillo que emitía un extraño sonido, semejante a un «smuac», cada vez que, a regañadientes, liberaba mis pantalones de sus garras. Contaba con un horno y un traqueteante frigorífico. En la despensa descubrí la unidad de aire acondicionado del apartamento: un ventilador General Electric con un enchufe pelado con aspecto absolutamente letal.

Pagar sesenta y cinco dólares mensuales por ese apartamento, que se encontraba justo debajo de la trayectoria de aproximación de los aviones que aterrizaban en el aeropuerto de Derry, me parecía exagerado, pero accedí porque la señora Joplin, la casera, estaba dispuesta a pasar por alto la falta de referencias del señor Amberson. También ayudó el hecho de que le ofreciera en efectivo tres meses por adelantado. Ella, no obstante, insistió en copiar los datos de mi permiso de conducir. Si le resultó raro que un agente inmobiliario de Wisconsin portara una licencia de Maine, no lo mencionó.

Me alegraba de que Al me hubiera entregado tanto efectivo. El dinero es un bálsamo para los extraños.

Además, en el 58 alcanza para mucho más. Por apenas trescientos dólares, fui capaz de transformar el apartamento en una vivienda completamente amueblada. Invertí noventa y tres pavos en un televisor RCA de segunda mano, modelo de mesa. Aquella noche vi El show de Steve Allen en un hermoso blanco y negro; luego apagué la tele y me senté a la mesa de la cocina, oyendo un avión que se posaba en tierra entre el clamor de las hélices. Del bolsillo trasero saqué una libreta Blue Horse que había comprado en la farmacia de la Ciudad Baja (aquella en la que el hurto no era una diversión, ni una aventura, ni una travesura). La abrí por la primera página y apreté el pulsador de mi igualmente nuevo bolígrafo Parker. Me quedé sentado así durante tal vez quince minutos, tiempo suficiente para que aterrizara otro avión entre traqueteos, aparentemente tan cerca que casi esperaba sentir el coletazo de las ruedas arañando el tejado.

La página continuaba en blanco. También mi mente. Cada vez que intentaba ponerla a carburar, el único pensamiento coherente que conseguía elaborar era el pasado no quiere ser cambiado.

Nada provechoso.

Finalmente me levanté, cogí el ventilador del estante de la despensa, y lo coloqué en la encimera. No estaba seguro de si funcionaría, pero lo hizo, y el zumbido del motor me brindó una extraña relajación. Además, enmascaraba el irritante estruendo del frigorífico.

Cuando volví a sentarme, tenía la mente más despejada, y esta vez llegaron las palabras.

OPCIONES

1. Denunciar a la policía

2. Llamada anónima al carnicero (Decir «Te estoy vigilando, hijo de puta, y si haces algo, lo contaré»).

3. Inculpar al carnicero de algo

4. Incapacitar al carnicero de alguna forma

Ahí me detuve. El ruido del frigorífico cesó. Ni aviones descendiendo ni tráfico en Harris Avenue. Por el momento solo estábamos mi ventilador, mi lista incompleta y yo. Finalmente, escribí el último punto:

5. Matar al carnicero

Entonces arrugué la hoja, abrí la caja de cerillas que utilizaba para encender los quemadores y el horno, y raspé una. El ventilador la apagó al momento, y volví a pensar en lo difícil que resultaba cambiar algunas cosas. Desconecté el ventilador, encendí otra cerilla, y acerqué la llama a la pelota de papel. Cuando prendió, la dejé caer en el fregadero, esperé a que se consumiera, y luego el agua arrastró las cenizas por el sumidero.

Después de eso el señor George Amberson se fue a la cama.

Pero tardó mucho tiempo en conciliar el sueño.