3

El mercado cerraba a las seis, y cuando me marché con los pocos artículos que había comprado eran solo las cinco y veinte. Había un U-Needa-Lunch en Witcham Street, justo a la vuelta de la esquina. Pedí una hamburguesa, una Coca-Cola y una porción de tarta de chocolate que tenía un sabor delicioso: a chocolate y crema de verdad. Me llenaba la boca del mismo modo que lo había hecho la zarzaparrilla de Frank Anicetti. Me entretuve allí todo el tiempo posible, y luego paseé hasta el canal, donde había varios bancos. Además, ofrecía una panorámica —estrecha, pero adecuada— del mercado de Center Street. Me sentía saciado pero de todas formas me comí una de las naranjas, arrojando trozos de piel por encima del muro de contención y viendo cómo se los llevaba el agua.

A las seis en punto las luces de los ventanales frontales del mercado se apagaron. Transcurrido un cuarto de hora, las últimas mujeres en salir empujaban sus carritos cuesta arriba por Up-Mile Hill o se apiñaban en uno de aquellos postes telefónicos con una raya blanca pintada. Apareció un autobús que indicaba CIRCULAR TARIFA ÚNICA y las recogió. A la siete menos cuarto, los empleados del mercado empezaron a marcharse. Los dos últimos en salir fueron el señor Currie, el encargado, y Dunning. Se dieron un apretón de manos y se separaron, Currie por el callejón entre el mercado y la zapatería contigua, probablemente en busca de su coche, y Dunning hacia la parada del autobús.

Para entonces solo había un par de personas allí, y no quise unirme a ellas. Gracias al modelo de tráfico unidireccional en la Ciudad Baja, no me hizo falta. Caminé hasta otro poste pintado de blanco, este próximo al The Strand (donde Machine-Gun Kelly y Reformatorio femenino componían la doble sesión; la marquesina prometía ACCIÓN EXPLOSIVA), y esperé con unos obreros que hablaban sobre los posibles emparejamientos en la Serie Mundial de béisbol. Podría haberles contado mucho respecto a ese tema, pero mantuve la boca cerrada.

Llegó un autobús urbano y paró frente al mercado de Center Street. Dunning subió. Terminó de descender la colina y se detuvo en la parada del cine. Dejé que los obreros entraran delante de mí, con el fin de ver cuánto dinero metían en el receptáculo de monedas instalado en la barra junto al asiento del conductor. Me sentía como un alienígena en una película de ciencia ficción, uno que intenta camuflarse como un terrícola. Era una estupidez —quería montar en un autobús urbano, no volar la Casa Blanca con un rayo mortal—, pero eso no cambiaba la sensación.

Uno de los tipos que subieron delante de mí enseñó fugazmente un pase de autobús de color amarillo canario que invocó un recuerdo efímero de Míster Tarjeta Amarilla. Los otros introdujeron en el receptáculo quince centavos, que chasquearon y repicaron. Hice lo mismo, aunque tardé un poco más porque la moneda de diez se me pegó en la palma sudorosa. Tuve la impresión de que todos los ojos se clavaban en mí, pero cuando alcé la vista los demás pasajeros leían el periódico o miraban por las ventanillas con expresión ausente. La atmósfera dentro del autobús estaba viciada de humo gris azulado.

Frank Dunning se encontraba hacia la mitad del vehículo, a la derecha, y vestía unos pantalones grises de confección, camisa blanca y corbata azul oscuro. Elegante. Estaba ocupado encendiendo un cigarrillo y ni siquiera me miró cuando pasé a su lado y tomé asiento cerca de la parte trasera. El autobús reanudó con un gruñido su ruta por las calles de un solo sentido de la Ciudad Baja y luego ascendió Up-Mile Hill por Witcham. Una vez que alcanzó la zona residencial del lado occidental, los pasajeros empezaron a bajar. Todos eran hombres; las mujeres, presumiblemente, ya estaban de vuelta en casa, guardando las compras o preparando la mesa para la cena. A medida que el autobús se vaciaba, Frank Dunning continuaba sentado en la misma posición, fumando su cigarrillo, y temí que termináramos siendo los dos últimos pasajeros.

Mi preocupación resultó infundada. Cuando el autobús torció hacia la parada de la esquina de Witcham Street con Charity Avenue (más tarde me enteré de que Derry también contaba con una avenida Faith y una avenida Hope), Dunning tiró su cigarrillo al suelo, lo aplastó con el zapato y se levantó de su asiento. Avanzó con facilidad por el pasillo, sin utilizar los asideros, pero balanceándose con el movimiento del autobús al frenar. Algunos hombres conservan la gracilidad física de la adolescencia hasta edades relativamente tardías. Dunning parecía ser uno de ellos. Habría sido un excelente bailarín de swing.

Palmoteo el hombro del conductor y empezó a contarle un chiste. Fue breve, y la mayor parte se perdió entre el resoplido neumático de los frenos, pero capté la frase «tres negratas atrapados en un ascensor» y decidí que ese no se lo habría contado a su Harén de Amas de Casa. El conductor estalló en carcajadas, y luego tiró de la larga palanca de cromo que abría la puerta delantera.

—Te veo el lunes, Frank —dijo.

—Si el arroyo no crece —respondió Dunning. Descendió los dos escalones y saltó por encima de la franja de hierba hasta la acera. Noté que los músculos se le tensaban bajo la camisa. ¿Qué posibilidades tendrían una mujer y cuatro niños contra él? No muchas, fue mi primer pensamiento, pero me equivocaba. La respuesta correcta era ninguna.

Al alejarse el autobús, vi a Dunning subir las escaleras del primer edificio desde la esquina de Charity Avenue. Había un grupo de ocho o nueve hombres y mujeres sentados en mecedoras en el amplio porche delantero. Varios saludaron al carnicero, que empezó a estrechar manos como un político de visita. La casa, de estilo victoriano de Nueva Inglaterra, constaba de planta baja y dos pisos; un letrero colgaba del alero del porche. Tuve el tiempo justo para leerlo.

PENSIÓN DE EDNA PRICE

HABITACIONES POR SEMANAS O MESES

COCINA DISPONIBLE

¡NO SE ADMITEN MASCOTAS!

Debajo, colgando de unos ganchos en el letrero, había otro de color naranja que decía COMPLETO.

Bajé del autobús dos paradas más adelante. Le di las gracias al conductor, que profirió un gruñido hosco en respuesta. Esto, según estaba descubriendo, era lo que se consideraba un discurso cortés en Derry, Maine. A no ser, por supuesto, que por casualidad supieras un par de chistes sobre negratas atrapados en un ascensor o sobre la armada polaca.

Caminé lentamente de regreso a la ciudad, desviándome un par de manzanas de mi camino para mantenerme alejado del establecimiento de Edna Price, donde aquellos que allí residían se reunían en el porche después de la cena, como hacía la gente en las historias de Ray Bradbury sobre la bucólica Greentown, Illinois. ¿Y no poseía Frank Dunning cierta semejanza con alguna de esas buenas personas? Sí, sí. Pero también habían existido horrores en la Greentown de Bradbury.

«El hombre simpático ya no vive en casa», había dicho Richie-el-del-nichi, y había dado en el clavo. El hombre simpático vivía en una casa de huéspedes donde todo el mundo parecía considerarle el rey del mambo.

Según mis cálculos, la Pensión de Price se encontraba a no más de cinco manzanas al oeste del 379 de Kossuth Street, quizá más cerca. ¿Se sentaba Frank Dunning en su habitación alquilada, después de que los demás inquilinos se hubieran acostado, de cara al este como un fiel que vuelve la mirada hacia la qibla? De ser así, ¿lo hacía con su sonrisa de «eh, me alegro de verte» en el rostro? Sospechaba que no. ¿Y sus ojos eran azules, o retornaba aquella frialdad y el especulativo color gris? ¿Cómo explicó el hecho de haber dejado su casa y hogar a los tipos que tomaban el aire nocturno en el porche de Edna? ¿Había inventado una historia, una donde su mujer estaba un poco tarada o era la mala indiscutible de la película? Sospechaba que sí. ¿Y la gente le creía? La respuesta a esta pregunta era sencilla. No importa si hablamos de 1958, 1985 o 2011. En Estados Unidos, donde la superficie siempre se ha confundido con la sustancia, la gente siempre ha creído a los tipos como Frank Dunning.