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El viernes, mi segundo día completo en Derry, bajé al mercado de Center Street. Esperé hasta las cinco de la tarde porque pensé que a esa hora el lugar estaría más concurrido; al fin y al cabo, el viernes es día de paga, y para muchas personas (y con esto me estoy refiriendo a las mujeres; una de las reglas de la vida en 1958 es «Los hombres no compran comestibles») eso significa día de compra. Una aglomeración de compradores facilitaría mi integración. Para que me fuera más fácil, fui a W. T. Grant’s y completé mi guardarropa con varios pantalones chinos y camisas de trabajo azules. Acordándome de Sin Tirantes y sus amigos del Dólar de Plata Soñoliento, también compré un par de botas Wolverine. De camino al mercado, fui dando patadas contra los bordillos repetidamente hasta dejar las puntas raspadas.

El lugar estaba tan concurrido como había esperado, con colas en las tres cajas registradoras y los pasillos llenos de mujeres empujando carritos de compra. Los pocos hombres que vi solo portaban cestas, así que yo también cogí una. En la mía metí una bolsa de manzanas (prácticamente regalada) y una bolsa de naranjas (casi tan cara como en 2011). Bajo mis pies, el suelo de madera encerada crujía.

¿Qué hacía el señor Dunning en el mercado de Center Street? Bevvie-la-del-ferry no lo había mencionado. No era el encargado; un vistazo a la oficina acristalada más allá de la sección de productos agrícolas mostró a un caballero canoso que podría haber reclamado a Ellen Dunning como su nieta, tal vez, pero no como su hija.

Y la placa en su escritorio decía SEÑOR CURRIE.

Mientras andaba hacia la parte trasera de la tienda, pasando frente al refrigerador de lácteos (me hizo gracia un cartel que rezaba ¿HAS PROBADO EL «YOGUR»? SI LA RESPUESTA ES NO, TE ENCANTARÁ CUANDO LO HAGAS), empecé a oír risas. Risas femeninas de la variedad inmediatamente identificable oh-menudo-granuja. Giré hacia el pasillo del otro extremo y divisé a un enjambre de mujeres, vestidas con un estilo muy similar al de las señoras de la frutería Kennebec, que se arromolinaban en torno al mostrador de la carne, CARNICERÍA, decía el rótulo de madera artesanal que colgaba de decorativas cadenas de cromo, CORTE AL ESTILO CASERO.

Y en la parte inferior: FRANK DUNNING, CARNICERO JEFE.

A veces la vida escupe coincidencias que ningún escritor de ficción se atrevería a copiar.

Era Frank Dunning quien hacía reír a las señoras. El parecido con el conserje que había asistido a mi curso de lengua era tan cercano que resultaba estremecedor. Era la viva encarnación de Harry, excepto que esta versión tenía el cabello casi completamente negro en lugar de casi todo gris, y la sonrisa dulce, ligeramente perpleja, había sido reemplazada por una mueca disoluta y bulliciosa. No era de extrañar que todas las señoras estuvieran alborotadas. Incluso Bevvie-la-del-ferry le consideraba la mar de gracioso, ¿y por qué no? Debía de tener solo doce o trece años, pero no dejaba de ser una fémina, y Frank Dunning seducía con su encanto. Y además lo sabía. Debían de existir buenas razones para que la flor y nata de la femineidad gastara la paga de sus maridos en el mercado del centro en lugar de ir al A & P, ligeramente más barato, y una de esas razones se encontraba ahí mismo. El señor Dunning era atractivo, el señor Dunning vestía de un blanco limpio, casi impoluto (salvo por unas tenues manchas de sangre en los puños, pero era carnicero, después de todo), el señor Dunning llevaba un sugestivo sombrero blanco que semejaba un cruce entre la toca de un chef y la boina de un artista. Le caía justo a ras de la ceja. Toda una declaración de estilo, por Dios.

En síntesis, el señor Frank Dunning, con sus sonrosadas mejillas bien afeitadas y su cabello negro inmaculadamente cortado, era un regalo de Dios para las Mujercitas. Mientras me acercaba con aire despreocupado, ató un paquete de carne con un trozo de cuerda de un rollo metido en un huso junto a la balanza y escribió el precio con una floritura de su rotulador negro. Se lo entregó a una dama de unas cincuenta primaveras que llevaba un vestido con florecientes rosas rosadas, medias de nailon con costura y rubor de colegiala.

—Aquí tiene, señora Levesque, medio kilo de Bologna alemana en lonchas finas. —Se inclinó confidencialmente sobre el mostrador, lo bastante cerca para que la señora Levesque (y las demás señoras) fuera capaz de oler el cautivador aroma de su colonia. ¿Era Aqua Velva, la marca de Fred Toomey? Creía que no. Pensé que un seductor como Frank Dunning elegiría algo un poco más caro—. ¿Sabe cuál es el problema con las salchichas de Bologna alemanas?

—No —respondió la mujer, arrastrando la vocal de modo que se convirtió en un Noo-oo. Las demás señoras empezaron a gorjear, expectantes.

Los ojos de Dunning se desviaron brevemente hacia mí y no vieron nada que les interesase. Cuando volvieron a mirar a la señora Levesque, recuperaron su patentado centelleo.

—Una hora después de comerlas, uno se siente ávido de poder.

No estoy seguro de que todas las señoras lo pillaran, pero todas ellas rieron escandalosamente. Dunning despidió a la señora Levesque, que prosiguió alegre su camino, y mientras yo pasaba de largo, él centraba su atención en una tal señora Bowie. La cual estaría, no me cupo duda, igualmente alegre de recibirla.

«Es un hombre simpático. Siempre está contando chistes y esas cosas».

Pero el hombre simpático poseía ojos fríos. Mientras interactuaba con su embelesado harén, habían sido azules. Sin embargo, cuando volvió su atención hacia mí —si bien brevemente—, podría haber jurado que se tornaron grises, del color del agua bajo un cielo del que pronto caería la nieve.