Había un pequeño merendero al final de la destartalada valla, entre la acera de Kansas Street y la caída hacia los Barrens. Contaba con una barbacoa de piedra y dos mesas de picnic separadas por un oxidado cubo de basura. Un tocadiscos portátil descansaba en una de las mesas, y un formidable disco de vinilo giraba a 78 rpm en el plato.
En la hierba, un muchacho larguirucho con gafas remendadas con cinta adhesiva y una preciosa chica pelirroja bailaban. En el instituto nos referíamos a los novatos de primer año como «niñolescentes», y estos chavales se encasillaban en esa categoría, si acaso. Pero se movían con gracilidad adulta. No seguían un ritmo de bugui-bugui, tampoco; bailaban al compás del swing. Yo miraba hechizado, pero también estaba… ¿qué? ¿Asustado? Un poco, quizá. Estuve asustado casi todo el tiempo que pasé en Derry. Pero también había algo más, algo más grande. Una especie de sobrecogimiento, como si hubiera agarrado el borde de un vasto conocimiento. O atisbado (viendo por espejo, oscuramente, ya me entendéis) los auténticos engranajes del universo.
Porque, veréis, yo había conocido a Christy en una clase de swing en Lewiston, y ese era uno de los temas que habíamos aprendido a bailar. Más tarde, en nuestro mejor año —los seis meses anteriores a la boda y los seis meses siguientes—, habíamos participado en concursos, y en una ocasión ganamos el cuarto premio (también conocido como «el primero de los perdedores», al decir de Christy) en el Concurso de Baile Swing de Nueva Inglaterra. Nuestra canción fue una versión dance ligeramente ralentizada de «Boogie Shoes», de KC y la Sunshine Band.
Esto no es una coincidencia, pensé mientras los observaba. El muchacho llevaba puesto unos vaqueros azules y una camiseta de cuello redondo; ella vestía una blusa blanca con los faldones colgando sobre unos pantalones pirata de un rojo desteñido. Se recogía su asombroso pelo en una impúdica y atractiva cola de caballo idéntica a la que Christy siempre llevaba cuando participábamos en alguna competición. Junto con sus calcetines cortos y su clásica falda de caniche, por supuesto.
Esto no puede ser una coincidencia.
Ejecutaban una variación lindy que yo conocía como hellzapoppin. Se supone que es un baile rápido —a la velocidad del rayo, si uno posee el vigor físico y la gracia corporal necesaria para conseguirlo—, pero ellos bailaban lento porque aún estaban aprendiendo los pasos. Podía ver con detalle cada movimiento. Los conocía todos, aunque en realidad no había practicado ninguno de ellos desde hacía cinco años o más. Se arriman, asidos de las manos. Él se encorva un poco y levanta la pierna izquierda mientras ella hace lo propio, ambos contoneando las caderas de modo que parezca que van en direcciones opuestas. Se separan, sin soltarse, después ella se gira, primero a la izquierda y luego a la derecha…
Pero la fastidiaron en el giro de retorno y ella cayó de culo en la hierba.
—Jesús, Richie, ¡nunca te saldrá bien! Argh, ¡eres un inútil! —Reía, sin embargo. Se desplomó de espaldas y se quedó mirando el cielo.
—¡Lo siento, s’ita Esca’lata! —exclamó el muchacho con una chillona voz de negrito que en el políticamente correcto siglo veintiuno habría sentado como un puñetazo en el estómago—. Soy un zagal poblerino, eso 'tá claro, pero ¡pienso aprender este baile anque me mate!
—Lo más seguro es que sea yo la que te mate —dijo ella—. Pon el disco otra vez antes de que pierda la… —Entonces ambos me vieron.
Fue un momento extraño. Existía como un velo en Derry, uno que llegué a conocer tan bien que casi era capaz de verlo. Los lugareños se posicionaban a un lado; la gente de fuera (como Fred Toomey, como yo mismo) estaba en el otro. A veces los lugareños se asomaban, como cuando la señora Starrett, la bibliotecaria, había expresado su irritación por la pérdida de los archivos del censo, pero si hacías demasiadas preguntas —y ciertamente si se sentían alarmados—, se retiraban de nuevo tras él.
Sin embargo, aunque había sobresaltado a esos chicos, no se retiraron tras el velo. En lugar de cerrarse, sus rostros mantenían una expresión abierta, llenos de curiosidad e interés.
—Perdón, perdón —dije—. No pretendía sorprenderos, pero oí la música y entonces os vi bailando el lindy-hop.
—Intentándolo, es lo que usted quiere decir —matizó el muchacho. Ayudó a la chica a ponerse en pie y saludó con una reverencia—. Richie Tozier, a su servicio. Todos mis amigos dicen «Richie-Richie, que vive en un nichi», pero ¿qué sabrán ellos?
—Encantado de conocerte —dije—. George Amberson. —Y luego se me ocurrió de repente—: Todos mis amigos dicen «Georgie-Georgie, que lava su ropa en Norgie», pero ellos tampoco saben nada.
La chica se dejó caer en uno de los bancos, entre risitas. El muchacho elevó las manos al aire y simuló tocar una corneta.
—¡Un adulto forastero suelta una buena! ¡Uau, uau, uau! ¡Deee-licioso! Ed McMahon, ¿qué tenemos para este portentoso tipo? Bien, Johnny, los premios de hoy en En quién confías son la colección completa de la Enciclopedia Británica y una aspiradora Electrolux para chupar…
—Bip-bip, Richie —dijo la chica. Se frotaba el contorno de los ojos.
Esto provocó un desafortunado regreso a la voz chillona de negrito.
—Lo siento, s’ita Esca’lata, pero ¡no m’azote! ¡Toavía tengo cicatrices de la última ve’!
—¿Quién eres tú, señorita? —pregunté.
—Bevvie-Bevvie, yo vivo en el ferry —respondió, y volvió a reír tontamente—. Lo siento, Richie es idiota, pero yo no tengo excusa. Beverly Marsh. Usted no es de por aquí, ¿verdad?
Algo que todo el mundo parecía notar de inmediato.
—No, y vosotros dos tampoco parecéis de aquí. Sois los dos primeros habitantes de Derry que conozco que no parecéis… gruñones.
—Ahí le ha dado; Derry es una ciudad de gruñones cagones —dijo Richie, y levantó el brazo del tocadiscos. La aguja se había empeñado en chocar una y otra vez contra el último surco del vinilo.
—Entiendo que la gente está especialmente preocupada por sus hijos —dije—. Fijaos en que guardo la distancia. Vosotros, chicos, en la hierba; yo, en la acera.
—Pues cuando se cometían los asesinatos, a nadie le importaba lo más mínimo —rezongó Richie—. ¿Sabe lo de los asesinatos?
Asentí con la cabeza.
—Me alojo en el Town House. Una persona que trabaja allí me lo contó.
—Sí, ahora que ya acabaron, la gente está muy preocupada por los niños. —Se sentó al lado de Bevvie, aquella que vivía en el ferry—. Pero cuando estaban pasando, nadie abría la boca.
—Richie —dijo ella—. Bip-bip.
Esta vez el muchacho probó con una imitación realmente atroz de Humphrey Bogart.
—Bueno, es cierto, muñeca. Y tú lo sabes.
—Eso ya pasó —aseguró Bevvie. Estaba tan seria como un asesor de la Cámara de Comercio—. Solo que ellos todavía no lo saben.
—¿Con ellos te refieres a la gente del pueblo o solo a los adultos en general?
Se encogió de hombros, como diciendo «¿Cuál es la diferencia?».
—Pero vosotros lo sabéis.
—A decir verdad, sí —dijo Richie. Me miraba con aire desafiante, pero detrás de las gafas remendadas aquel destello de humor maníaco persistía en sus ojos. Intuía que nunca los abandonaba del todo.
Di unos pasos hasta la hierba. Ninguno de los dos chicos huyó gritando. De hecho, Beverly se deslizó en el banco (propinándole un codazo a Richie para que la imitara) y me hizo sitio. O eran muy valientes o muy estúpidos, y no parecían estúpidos.
Entonces la chica dijo algo que me dejó estupefacto.
—¿Le conozco? ¿Le conocemos?
Richie habló antes de que pudiera contestar.
—No, no es eso. Es… no sé. ¿Busca algo, señor Amberson? ¿Es eso?
—En realidad, sí. Información. Pero ¿cómo lo habéis sabido? ¿Y cómo sabéis que no soy peligroso?
Se miraron mutuamente y algo ocurrió entre ellos. Era imposible discernir qué, aunque estuve seguro de dos cosas: habían presentido algo en mí que iba más allá del hecho de que era un forastero en la ciudad… pero, a diferencia de Míster Tarjeta Amarilla, a ellos eso no les daba miedo. Todo lo contrario; les fascinaba. Pensé que esos dos intrépidos y atractivos muchachos podrían haberme contado algunas historias si hubieran querido. Siempre me ha quedado la curiosidad de saber qué tipo de historias sabían.
—Pues porque no lo es —dijo Richie, y cuando miró a la chica, esta asintió.
—¿Y estáis seguros de que… los malos tiempos… se han terminado?
—En su mayor parte —dijo Beverly—. Las cosas mejorarán. Creo que en Derry los malos tiempos han terminado, señor Amberson; aunque es un lugar complicado en muchos sentidos.
—Suponed que os cuento, solo hipotéticamente, que aún hay una cosa mala en el horizonte. Algo como lo que le sucedió a un niño llamado Dorsey Corcoran.
Parpadearon como si hubiera pellizcado una zona donde los nervios casi afloraban a la superficie. Beverly se inclinó sobre Richie y le susurró algo al oído. No estoy muy seguro de lo que dijo, habló rápido y bajo, pero pudo haber sido «No fue el payaso». Después se volvió a mirarme.
—¿Qué cosa mala? ¿Como cuando el padre de Dorsey…?
—Da igual. No hace falta que lo sepáis. —Era hora de dar el salto. Éstos eran los elegidos. No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía—. ¿Conocéis a unos chicos de apellido Dunning? —Los enumeré con los dedos—. Troy, Arthur, Harry y Ellen. Aunque a Arthur le llaman…
—Tugga —dijo Beverly con la mayor naturalidad—. Claro que lo conocemos, va a nuestro colegio. Estamos practicando el lindy para el concurso de talentos, que es justo antes de Acción de Gracias…
—La s’ita Esca’lata es partidaria de empezáa pronto con los ensa’ios —dijo Richie.
Beverly Marsh no le prestó atención.
—Tugga también se ha apuntado al concurso. Va a cantar «Splish Splash» en playback. —Puso los ojos en blanco. La chica era buena.
—¿Dónde vive? ¿Lo sabéis?
Lo sabían, estaba claro, pero ninguno de los dos contestó. Y si no les proporcionaba algo más, no lo harían. Lo percibía en sus rostros.
—Suponed que os cuento que existe una alta probabilidad de que Tugga nunca llegue a participar en el concurso de talentos a menos de que alguien cuide de él. Y también de sus hermanos y su hermana. ¿Creeríais algo así?
Los chicos volvieron a mirarse, conversando con los ojos. Duró mucho tiempo, diez segundos, quizá. Era la clase de mirada prolongada que los amantes consienten, pero estos niñolescentes no podían ser amantes. Aunque sí amigos, por supuesto. Amigos íntimos que habían pasado por algo juntos.
—Tugga y su familia viven en Cossut Street —dijo finalmente Richie. O al menos es lo que me pareció oír.
—¿Cossut?
—Así es como lo dice la gente de por aquí —aclaró Beverly—. K-O-S-S-U-T-H. Cossut.
—Entendido. —Ahora el único interrogante era cuánto iban a divulgar estos chicos de nuestra extraña conversión al borde los Barrens.
Beverly me observaba con mirada seria y preocupada.
—Pero, señor Amberson, yo conozco al papá de Tugga. Trabaja en el mercado de Center Street. Es un hombre simpático. Siempre está sonriendo y…
—El hombre simpático ya no vive en casa —la interrumpió Richie—. Su mujer le dio la patada.
Ella se volvió a mirarle con los ojos como platos.
—¿Eso te lo ha contado Tug?
—No. Ben Hanscom. Tug se lo contó a él.
—Sigue siendo un hombre simpático —dijo Beverly con un hilo de voz—. Siempre está contando chistes y esas cosas, pero nunca de mal gusto.
—Los payasos también gastan bromas a todas horas —comenté. Ambos pegaron un salto, como si hubiera vuelto a pellizcar aquel vulnerable haz de nervios—. Pero eso no los convierte en simpáticos.
—Lo sabemos —musitó Beverly. Se miraba las manos. Entonces alzó los ojos hacia mí—. ¿Conoce a la Tortuga? —pronunció la palabra tortuga de tal forma que la hizo sonar como un nombre propio.
Pensé en decir «Conozco a las Tortugas Ninja», pero no lo hice. Faltaban muchas décadas para Leonardo, Donatello, Raphael y Michelangelo. De modo que negué con la cabeza.
La chica miró dubitativamente a Richie. Éste me miró a mí, y después de nuevo a ella.
—Pero él es bueno. Estoy bastante segura de que es bueno. —La chica me tocó la muñeca. Tenía los dedos fríos—. El señor Dunning es un hombre amable. Y solo porque ya no viva en su casa no significa que no lo sea.
Aquello dio en la diana. Mi esposa me había dejado, pero no porque yo no fuera amable.
—Lo sé. —Me levanté—. Voy a estar por Derry una temporada, y me convendría no llamar mucho la atención. ¿Podríais guardar silencio sobre esto? Sé que es mucho pedir, pero…
Se miraron el uno al otro y estallaron en carcajadas.
Cuando pudo hablar, Beverly dijo:
—Sabemos guardar un secreto.
Asentí con la cabeza.
—Estoy seguro. Apuesto a que guardáis unos cuantos de este verano.
No replicaron.
Levanté un pulgar señalando a los Barrens.
—¿Alguna vez jugáis ahí abajo?
—En otra época, sí —dijo Richie—, pero ya no. —Se levantó y se sacudió el trasero de sus vaqueros azules—. Ha sido agradable hablar con usted, señor Amberson. No coja indios de madera. —Vaciló—. Y tenga cuidado en Derry. Ahora está mejor, pero creo que nunca estará, ya sabe, bien del todo.
—Gracias. Gracias a los dos. Quizá algún día la familia Dunning también tendrá algo que agradeceros, pero si las cosas se desarrollan de la manera que yo espero, ellos…
—… ellos nunca sabrán nada —concluyó Beverly por mí.
—Exacto. —Entonces, recordando algo que había dicho Fred Toomey—: Con plumas Eversharp siempre acertarás. Vosotros dos, cuidaos.
—Lo haremos —dijo Beverly, y entonces volvió a soltar una risita—. Siga lavando esas ropas en Norgie, Georgie.
Arranqué un saludo del ala de mi nuevo sombrero y empecé a alejarme. Entonces tuve una idea y volví a donde se encontraban.
—¿Ese tocadiscos reproduce a treinta y tres y un tercio?
—¿Como en los LP? —preguntó Richie—. No. El equipo hi-fi que tenemos en casa sí, pero el de Bevvie es un bebé que funciona a pilas.
—Cuidado con lo que dices de mi tocadiscos, Tozier —dijo Beverly—. Lo compré con mis ahorros. —Luego, dirigiéndose a mí—: Solo reproduce a setenta y ocho y a cuarenta y cinco. Aunque he perdido la pieza de plástico para el agujero de los de cuarenta y cinco, así que ahora ya solo reproduce los de setenta y ocho.
—A cuarenta y cinco debería valer —dije—. Pon el disco otra vez, pero reprodúcelo a esa velocidad. —Ralentizar el tempo mientras se le cogía el tranquillo a los pasos del swing era un truco que Christy y yo habíamos aprendido en nuestras clases.
—Chachi, papi —dijo Richie. Movió la palanca del control de velocidad junto al plato y volvió a poner el disco al principio. Esta vez sonó como si todos los miembros de la banda de Glenn Miller hubieran ingerido metacualona.
—Vale. —Extendí las manos hacia Beverly—. Tú observa, Richie.
La chica tomó mis manos con absoluta confianza, mirándome con grandes y divertidos ojos azules. Me pregunté dónde estaba y quién era ella en 2011. Siempre y cuando siguiera viva. Suponiendo que sí, ¿recordaría que una vez un extraño que hacía preguntas extrañas había bailado con ella una lánguida versión de «In the Mood» durante una soleada tarde de septiembre?
—Chicos, antes estabais haciéndolo despacio, y de esta forma iréis más lentos todavía, pero podréis llevar el compás —dije—. Hay tiempo de sobra para cada paso.
Tiempo. Tiempo de sobra. Pon el disco otra vez pero reduce la velocidad.
Asidos de las manos, la atraje hacia mí y luego dejé que retrocediera. Los dos nos arqueamos como personas sumergidas en agua y lanzamos una patada a la izquierda mientras la orquesta de Glenn Miller tocaba bahhhhh… dahhh… dahhh… bahhhh… dahhhh… daaaa… deee… dumrnrnrnmm. A esa misma velocidad pausada, como un juguete de cuerda cuyo muelle ya casi se ha desenrollado, ella dio una vuelta hacia la izquierda bajo mis manos levantadas.
—¡Para! —dije, y se quedó inmóvil, de espaldas a mí y con nuestras manos aún enlazadas—. Ahora apriétame la mano derecha para recordarme lo que viene a continuación.
Apretó y luego rotó suavemente de vuelta a la posición inicial y hacia la derecha.
—¡Bárbaro! —exclamó—. Ahora se supone que paso por debajo, entonces usted tira de mí hacia fuera y yo doy una voltereta. Por eso estábamos ensayando en la hierba, para no desnucarme si la fastidiaba.
—Os dejaré esa parte a vosotros —dije—. Soy demasiado viejo para voltear otra cosa que no sea una hamburguesa.
Una vez más, Richie levantó las manos a ambos lados de la cara.
—¡Uau, uau, uau! El forastero ha soltado otra…
—Bip-bip, Richie —le corté, y eso le provocó una carcajada—. Inténtalo tú ahora. Y practicad las señales de manos para los movimientos que van más allá del clásico bugui-bugui de dos pasos que se baila en la heladería del pueblo. De ese modo, aunque no ganéis el concurso de talentos, pareceréis buenos.
Richie agarró las manos de Beverly y lo intentaron. Dentro y fuera, lado a lado, vuelta a la izquierda, vuelta a la derecha. Perfecto. Ella se deslizó con los pies por delante entre las piernas extendidas de Richie, ágil como una liebre, y el muchacho la levantó. La chica terminó con una llamativa voltereta que la devolvió sobre sus pies. Richie le cogió las manos y lo repitieron entero. La segunda vez salió todavía mejor.
—Hemos perdido el compás en el abajo-y-afuera —se quejó Richie.
—Lo haréis bien cuando el disco suene a la velocidad normal. Confiad en mí.
—Me gusta —dijo Beverly—. Es como tenerlo todo bajo un cristal. —Giró sobre las puntas de sus zapatillas—. Me siento como Loretta Young al principio de su programa, cuando sale con un vestido de vuelo.
—Me llaman Arthur Murray, y soy de Mis-UUU-ri —dijo Richie. También parecía complacido.
—Voy a aumentar la velocidad —dije—. Recordad vuestras señas. Y marcad los tiempos. Es todo cuestión de ritmo.
Glenn Miller tocó aquella dulce melodía, y los chicos bailaron. Sobre la hierba, sus sombras bailaban junto a ellos. Fuera… dentro… inclinación… patada… giro a la izquierda… giro a la derecha… por debajo… emersión… y voltereta. Esta vez no fue perfecto, y mezclarían los pasos muchas veces antes de clavarlos (si lo conseguían alguna vez), pero no lo hacían mal.
Oh, al infierno. Eran una maravilla. Por primera vez desde que superé la elevación de la Ruta 7 y divisé Derry erigida como una mole en la orilla oeste del Kenduskeag, me sentí feliz. Era una buena sensación para seguir adelante, así que me alejé de ellos tratando de hacer caso del viejo consejo: no mires atrás, nunca mires atrás. ¿Con cuánta frecuencia la gente se dice eso mismo después de una experiencia excepcionalmente buena (o excepcionalmente mala)? Muy a menudo, supongo. Y, por lo general, no hacen caso del consejo. Los humanos fuimos construidos para mirar atrás, por eso poseemos una articulación giratoria en el cuello.
Recorrí media manzana y luego, pensando que me estarían mirando, me di la vuelta. Pero me equivocaba. Seguían bailando. Y eso era bueno.