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Esa tarde, frustradas las esperanzas (al menos por el momento), subí despacio por Up-Mile Hill, deteniéndome brevemente en la intersección de Jackson y Witcham para inspeccionar la boca de tormenta donde un niño llamado George Denbrough había perdido el brazo y la vida (al menos según Fred Toomey). Para cuando alcancé la cima de la colina, el corazón me latía con fuerza y yo jadeaba. La causa no era que estuviera en baja forma; la causa era el hedor de las fábricas.

Me sentía desanimado y un poco asustado. Era cierto que aún disponía de mucho tiempo para localizar a la familia Dunning correcta, y tenía plena confianza en que lo conseguiría —si hacía falta llamar a todos los Dunning de la guía de teléfonos, así lo haría, aun a riesgo de alertar a la bomba de relojería que era el padre de Harry—, pero estaba empezando a sentir lo que Al había sentido: una fuerza actuando en mi contra.

Caminé por Kansas Street, tan absorto en mis pensamientos que al principio no noté que a mi derecha ya no había más casas. El terreno ahora se desplomaba abruptamente hacia la embrollada profusión verde de suelo pantanoso que Toomey había llamado los Barrens. Solo una destartalada valla blanca separaba la acera de la caída. Planté las manos encima y clavé la mirada en el indisciplinado crecimiento de abajo. Divisé destellos de agua turbia estancada, bancales de juncos tan altos que parecían prehistóricos, y marañas de zarzas que brotaban en oleadas. Los árboles serían raquíticos allí abajo, en constante lucha por la luz del sol. Habría hiedra venenosa, basura desparramada y muy posiblemente algún esporádico asentamiento de vagabundos. También existirían senderos que solo algunos niños de la localidad conocerían. Los aventureros.

Permanecí allí parado, mirando sin ver, consciente pero sin apenas percatarme de la débil cadencia de la música, algo con trompetas. Estaba pensando en lo poco que había logrado esa mañana. «Tú puedes cambiar el pasado —me había dicho Al—, pero no es tan fácil como parece».

¿Qué era esa música? Algo alegre, con cierto tempo vivo. Me hizo pensar en Christy, en los primeros días, cuando estaba loco por ella. Cuando estábamos locos el uno por el otro. Bah-dah-dah… bah-dah-da-dee-dum… ¿Glenn Miller, quizá?

Había ido a la biblioteca con la esperanza de poder consultar los archivos del censo. El último a nivel nacional se habría realizado ocho años antes, en 1950, y habría listado a tres de los niños Dunning: Troy, Arthur y Harold. Solo Ellen, que en la época de los asesinatos tenía siete años, no estaba presente para ser contabilizada en 1950. Habría una dirección. Cierto que la familia podía haberse mudado en los ocho años de intervalo, pero en ese caso alguno de los vecinos podría indicarme dónde habían ido. Se trataba de una ciudad pequeña.

Solo que los archivos del censo no se encontraban allí. La bibliotecaria, una agradable mujer llamada señora Starrett, me dijo que en su opinión esos archivos pertenecían sin duda a la biblioteca, pero el concejo, por alguna razón, había decidido que pertenecían al ayuntamiento. Los habían trasladado allí en 1954, dijo.

—No parece prometedor —dije, sonriendo—. Ya sabe lo que dicen; es inútil luchar contra el ayuntamiento.

La señora Starrett no me devolvió la sonrisa. Era una persona atenta, encantadora incluso, pero mostraba la misma reserva vigilante que el resto de las personas que había conocido en ese extraño lugar (Fred Toomey era la excepción que confirmaba la regla).

—No sea tonto, señor Amberson. No hay nada confidencial en el censo de Estados Unidos. Diríjase allí ahora mismo y dígale a la funcionaria del registro que Regina Starrett le envía. Se llama Marcia Guay. Ella le ayudará, aunque probablemente los hayan guardado en el sótano, que no es donde deberían estar. Es húmedo y no me sorprendería que hubiera ratones. Si tiene algún problema, cualquier tipo de problema, venga a verme otra vez.

Así que fui al ayuntamiento, donde un póster en el vestíbulo decía PADRES, RECORDAD A VUESTROS HIJOS QUE NO HABLEN CON EXTRAÑOS Y QUE SIEMPRE JUEGUEN CON AMIGOS. Varias personas hacían cola en las diversas ventanillas. (La mayoría fumando. Por supuesto). Marcia Guay me saludó con una sonrisa avergonzada. La señora Starrett se había adelantado y había telefoneado en mi nombre, y se sintió debidamente horrorizada cuando la señorita Guay le contó lo que ahora me contaba a mí: los archivos del censo de 1950 habían desaparecido, junto con casi la totalidad de los documentos que se almacenaban en el sótano del ayuntamiento.

—Tuvimos unas lluvias terribles el año pasado —explicó—. Duraron una semana entera. El canal se desbordó, y todo en la Ciudad Baja (así es como llaman los más viejos al centro de la ciudad, señor Amberson), todo en la Ciudad Baja quedó inundado. Nuestro sótano pareció el Gran Canal de Venecia durante casi un mes. La señora Starrett tenía razón, esos archivos nunca debieron trasladarse, y nadie parece saber por qué se hizo ni quién lo autorizó. Lo siento en el alma.

Era imposible no experimentar la sensación que Al había experimentado mientras intentaba salvar a Carolyn Poulin: que me hallaba encerrado en una especie de prisión con paredes flexibles. Tendría que abrirme camino, pero ¿cómo? ¿Se suponía que debía merodear por las escuelas locales con la esperanza de divisar a un chico que se pareciera al conserje de más de sesenta años que acababa de jubilarse? ¿Buscar a una niña de siete años cuyos compañeros de clase estuvieran continuamente tronchándose de risa? ¿Prestar atención por si algún chaval gritaba: «Eh, Tugga, espérame»?

Correcto. Un recién llegado merodeando por los colegios en una ciudad donde lo primero que uno veía en el ayuntamiento era un póster alertando a los padres sobre el peligro de los desconocidos. Si existía algo semejante a ponerse directamente en el punto de mira del radar, sería eso.

Una cosa estaba clara; tenía que dejar el Derry Town House. Con los precios de 1958, bien podría permitirme alojarme allí las siguientes siete semanas, pero eso desataría las habladurías. Decidí mirar los anuncios clasificados y buscarme una habitación que pudiera alquilar por meses. Me volví en dirección a la Ciudad Baja, pero entonces me detuve.

Bah-dah-dah… bah-dah-da-dee-dum…

Eso era de Glenn Miller. Era «In the Mood», una melodía que yo tenía motivos para conocer bien. Lleno de curiosidad, eché a andar hacia el sonido de la música.