Desayuné a la mañana siguiente en el restaurante Riverview del hotel, que se hallaba desierto a excepción de mí y el vendedor de maquinaria de la noche anterior. Éste enterraba el rostro en el periódico local, que apresé en cuanto lo dejó en la mesa. No me interesaba la primera página, dedicada a otro alarde de belicismo en las Filipinas (aunque me pregunté brevemente si Lee Oswald se encontraría en las proximidades). Lo que quería ver era la sección local. En 2011, yo había sido un lector asiduo del Sun Journal de Lewiston, y la última página de la sección B siempre estaba encabezada por el titular «Actividades Escolares». En ella, los orgullosos padres podían ver impresos los nombres de sus hijos si estos habían ganado un premio, salido a una excursión de clase o participado en un proyecto de limpieza de la comunidad. Si el Daily News de Derry contaba con un apartado similar, no era imposible que alguno de los hermanos Dunning apareciera en la lista.
Sin embargo, la última página del News solo contenía esquelas.
Lo intenté en las páginas deportivas, donde leí acerca del gran partido de fútbol que se avecinaba para el fin de semana: los Tigres de Derry contra los Carneros de Bangor. Según la redacción del conserje, Troy Dunning tenía quince años. Un chaval de esa edad fácilmente podía formar parte del equipo, aunque probablemente no jugaría de titular.
No encontré su nombre, y aunque leí palabra por palabra un artículo más breve sobre el equipo de fútbol infantil de la ciudad (los Cachorros de Tigre), tampoco encontré a ningún Arthur «Tugga» Dunning.
Pagué el desayuno y subí de vuelta a mi habitación con el periódico prestado bajo el brazo, pensando que como detective sería pésimo. Tras contar cuántos Dunning había en la guía de teléfonos (noventa y seis), se me ocurrió otra cosa: me había quedado cojo, tal vez incluso lisiado, por culpa de una sociedad donde internet lo dominaba todo, una sociedad de la que había llegado a depender y que daba por garantizada. ¿Qué dificultad habría entrañado localizar a la familia Dunning correcta en 2011? Probablemente habría bastado con introducir Tugga Dunning y Derry en mi motor de búsqueda favorito para obrar el milagro; pulsar intro y dejar que Google, ese Gran Hermano del siglo veintiuno, se ocupara del resto.
En la Derry de 1958, la computadora más moderna tenía el tamaño de una pequeña urbanización, y el periódico local no servía de nada. ¿Qué me quedaba entonces? Me acordé de un profesor de sociología que tuve en la facultad —un viejo cabrón sarcástico—, quien solía decir: «Cuando todo lo demás falle, ríndete y acude a una biblioteca».
Allí me dirigí.