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Para cuando desempaqueté mis nuevas pertenencias (guardé parte del dinero en la cartera y escondí el resto dentro del forro de la maleta) me sentía bien y hambriento, pero antes de bajar a cenar, examiné la guía telefónica. Lo que encontré hizo que se me hundiera el corazón. El señor Sin Tirantes podría no haber sido muy hospitalario, pero estaba en lo cierto respecto a que los Dunning se vendían baratos en Derry y en las cuatro o cinco aldeas circundantes que se incluían también en el directorio. Ocupaban casi una página entera. No era de extrañar, porque en las ciudades pequeñas ciertos nombres parecen germinar como los dientes de león en junio. En mis últimos cinco años en el instituto, debía de haber dado clase a dos docenas de Starbirds y Lemkes; algunos eran hermanos; la mayoría, primos carnales, segundos, o terceros, que se casaban entre ellos y engendraban más.

Antes de partir hacia el pasado debería haberme tomado un momento para llamar a Harry Dunning y preguntarle el nombre de pila de su padre; habría sido muy sencillo. Sin duda lo habría hecho si no hubiera estado tan completa y absolutamente estupefacto por todo cuanto Al me había revelado y por lo que me pedía que hiciera. Sin embargo, pensé, ¿qué dificultad puede entrañar? Seguramente no se requeriría la presencia de un Sherlock Holmes para localizar a una familia cuyos hijos se llamaran Troy, Arthur (alias Tugga), Ellen y Harry.

Animado por este pensamiento, bajé al restaurante del hotel y pedí una cena marinera, compuesta por almejas y una langosta de aproximadamente el tamaño de un motor fueraborda. Me salté el postre en beneficio de una cerveza en el bar. En las novelas de detectives que leía, los taberneros constituían a menudo una excelente fuente de información. Evidentemente, si el que trabajaba en la barra del Town House era como las demás personas que había conocido hasta el momento en este lúgubre pueblucho, no llegaría lejos.

No lo era. El hombre que abandonó sus obligaciones como abrillantador de vasos para servirme era joven y achaparrado, con una jovial luna llena por rostro bajo un corte de pelo estilo portaaviones.

—¿Qué puedo ofrecerle, amigo?

La palabra con «a» me sonó bien, y le devolví la sonrisa con entusiasmo.

—Una Miller Lite. Me miró perplejo.

—Nunca he oído hablar de esa cerveza, pero tengo High Life.

Por supuesto; no podía conocer la Miller Lite porque aún no se había inventado.

—Perfecto. Supongo que olvidé por un segundo que estaba en la Costa Este.

—¿De dónde es usted? —Usó un abridor para quitar con destreza el tapón de una botella y me puso delante un vaso helado. En el 58 son muy dados a la cristalería escarchada.

—De Wisconsin, pero me quedaré aquí una temporada. —Aunque nos hallábamos solos, bajé la voz. Parecía inspirar confianza—. Un asunto inmobiliario. Tengo que echar un vistazo por los alrededores.

Asintió respetuosamente y me sirvió la cerveza en el vaso antes de que pudiera hacerlo yo.

—Buena suerte. Dios sabe que hay cantidad de propiedades en venta por estos lares, y la mayoría a bajo precio. Pero yo me voy. A finales de mes. Tiraré hacia algún sitio donde las cosas estén menos crispadas.

—Cierto que la gente no parece muy hospitalaria —dije—, pero creí que era la típica actitud yanqui. En Wisconsin somos más sociables, y como prueba de ello, le invitaré a una cerveza.

—Nunca bebo alcohol en el trabajo, pero me tomaría una Coca-Cola.

—Adelante.

—Muchas gracias. Es agradable tener a un caballero en una noche floja. —Observé cómo se preparaba la Coca-Cola, vertiendo sirope en un vaso, añadiendo agua carbonatada y luego agitando. Tomó un sorbo y se relamió los labios—. Me gusta dulce.

A juzgar por la tripa que estaba echando, no me sorprendió.

—De todas formas, eso de que los yanquis se muestran fríos y distantes son patrañas —dijo—. Crecí en Fort Kent, y es el pueblecito más sociable que uno podría visitar jamás. Vaya, cuando los turistas se bajan del tren de Boston y Maine allá arriba, casi les damos un beso de bienvenida. Fui a la escuela de hostelería allí, y luego tiré al sur en busca de fortuna. Éste parecía un buen sitio para empezar, y la paga no es mala, pero… —Miró en derredor, no vio a nadie, y aun así bajó la voz—. ¿Quiere la verdad, Jackson? Esta ciudad apesta.

—Entiendo lo que dice. Todas esas fábricas.

—Es mucho más que eso. Eche un vistazo alrededor. ¿Qué ve?

Hice lo que me pedía. En un rincón había un tipo con pinta de vendedor bebiendo un cóctel de whisky y zumo de limón, pero eso era todo.

—No mucho —dije.

—Así son las cosas toda la semana. La paga es buena porque no hay propinas. Los tugurios del centro hacen buena caja, y nosotros tenemos algo más de clientela los viernes y sábados por la noche, pero por lo demás, eso es prácticamente todo. Supongo que la gente que tiene dinero se pilla las borracheras en casa. —Bajó la voz aún más. Pronto hablaría en susurros—. Hemos tenido un mal verano, amigo mío. Los lugareños guardan silencio, ni siquiera los periódicos le dan repercusión, pero han ocurrido cosas feas. Asesinatos. Media docena, por lo menos. De niños. Encontraron uno en los Barrens hace muy poco. Patrick Hockstetter, se llamaba. Totalmente descompuesto.

—¿Los Barrens?

—Sí, es esa franja pantanosa que atraviesa justo el centro de la ciudad. Seguramente la vio desde el avión.

Había llegado en coche, pero aun así supe a qué se refería. Los ojos del camarero se ensancharon.

—No será ese el terreno en el que está usted interesado, ¿verdad?

—No puedo hablar de ello —le contesté—. Si se corriera la voz, tendría que buscarme un nuevo empleo.

—Entendido, entendido. —Se bebió la mitad de la Coca-Cola y ahogó un eructo con el dorso de la mano—. Pero espero que lo sea. Deberían pavimentar esa maldita ciénaga. Allí no hay más que agua fétida y mosquitos. Le haría un favor a esta ciudad. La endulzaría un poco.

—¿Encontraron a más críos allí? —pregunté. Un asesino en serie de niños explicaría en gran medida la sombría sensación que había percibido desde el mismo momento en que crucé los límites de la ciudad.

—No que yo sepa, pero la gente dice que allí es donde iban algunos de los desaparecidos, porque es donde están todas las estaciones de bombeo de aguas residuales. He escuchado a la gente decir que hay tantas alcantarillas bajo Derry (la mayoría construidas en la Gran Depresión) que nadie conoce la localización de todas ellas. Y ya sabe cómo son los críos.

—Aventureros.

Asintió enérgicamente.

—Como dicen en la radio, «con plumas Eversharp siempre acertarás». Hay gente que dice que fue un vagabundo que desde entonces ha seguido su camino. Otros dicen que fue un lugareño que se disfrazaba de payaso para evitar que lo reconocieran. A la primera de las víctimas (esto ocurrió el año pasado, antes de que yo viniera) la encontraron en la intersección de Witcham y Jackson; le habían arrancado el brazo limpiamente. Denbrough se llamaba, George Denbrough. Pobre chiquillo. —Me dirigió una mirada elocuente—. Y lo encontraron justo al lado de una boca de tormenta. De las que vierten en los Barrens.

—Jesús.

—Sí.

—He notado que habla en pasado.

Me disponía a explicarle a qué me refería, pero este tipo, por lo visto, había estado tan atento en las clases de lengua como en la escuela de hostelería.

—Parece que han cesado, toquemos madera. —Golpeó con los nudillos en la barra—. Tal vez quienquiera que lo hiciera empaquetó sus cosas y siguió su camino. O a lo mejor el hijo de puta se suicidó, a veces pasa. Eso estaría bien. De todas formas, no fue ningún maníaco homicida vestido de payaso el que mató al pequeño de los Corcoran. El payaso que cometió ese asesinato fue el propio padre del chico, ¿puede creerlo?

Aquello se acercaba demasiado a la razón que me había llevado hasta allí como para pensar que se trataba de una coincidencia. Di un prudente sorbo a mi cerveza.

—¿En serio?

—Puede apostar a que sí. Dorsey Corcoran, así se llamaba el crío. Solo tenía cuatro años, y ¿sabe lo que hizo su maldito padre? Lo mató a golpes con un martillo sin retroceso.

Un martillo. Lo hizo con un martillo. Mantuve mi expresión de educado interés —o eso esperaba, al menos—, pero sentí que se me ponía la carne de gallina en los brazos.

—Qué horror.

—Sí, y eso no es lo pe… —Se interrumpió y miró por encima de mi hombro—. ¿Le sirvo otra, señor? Era el comerciante.

—A mí no —dijo, y le entregó un billete de dólar—. Me voy a la cama, y mañana saldré pitando de esta maldita casa de empeños. Espero que en Waterville y en Augusta se acuerden de cómo se hace un pedido de maquinaria, porque aquí seguro que no. Quédate el cambio, hijo, y cómprate un DeSoto. —Se marchó con pasos lentos y pesados y la cabeza gacha.

—¿Ve? Un ejemplo perfecto de lo que viene a este oasis. —El barman observó con tristeza la partida de su cliente—. Un trago y a la cama, y al día siguiente hasta luego cocodrilo, no te olvides de escribir. Si esto sigue así, esta ciudad de mala muerte se va a convertir en un pueblo fantasma. —Se enderezó y trató de cuadrar los hombros, una tarea imposible porque eran tan redondos como el resto de su cuerpo—. Pero ¿a quién le importa un comino? Si viene usted el 1 de octubre, ya no estaré. Carretera y manta. Que le vaya bien, hasta que nos volvamos a encontrar.

—El padre de ese niño, Dorsey…, ¿no mató a nadie más?

—No, tenía coartada para los otros. Creo que era el padrastro del niño, ahora que lo pienso. Dicky Macklin. Johnny Keeson, de recepción (probablemente fue él quien le registró a usted en el hotel), me contó que a veces venía a beber aquí, hasta que le prohibieron la entrada por intentar ligarse a una camarera y ponerse desagradable cuando ella le mandó a la porra. Después de aquello, supongo que iba a beber al Lengua o al Cubo. En esos sitios admiten a cualquiera.

Se inclinó hacia mí y se acercó tanto que olí el Aqua Velva de sus mejillas.

—¿Quiere saber lo peor?

No quería, pero pensé que estaba obligado a saberlo. Asentí con la cabeza.

—Había un hermano mayor en esa familia destrozada. Eddie. Desapareció el pasado junio. ¡Zas!, se esfumó sin dejar dirección, ¿capta lo que le digo? Algunas personas creen que se fugó para escapar de Macklin, pero cualquiera con un poco de sentido común sabe que en ese caso habría aparecido en Portland o en Castle Rock o en Portsmouth; un chaval de diez años no puede permanecer tanto tiempo ilocalizable. Créame, Eddie Corcoran pasó por el martillo, igual que su hermano pequeño, aunque Macklin no confesará. —Sonrió abiertamente, una repentina y radiente sonrisa que casi consiguió que su cara de luna pareciera atractiva—. ¿Le he disuadido de adquirir propiedades en Derry, señor?

—Eso no depende de mí —dije—. Para entonces ya volaba con el piloto automático. ¿No había escuchado o leído algo sobre una serie de asesinatos de niños en esta parte de Maine? ¿O quizá lo había visto en televisión, con solo una cuarta parte de mi cerebro pendiente mientras el resto esperaba a oír los pasos —o las eses— de mi problemática mujer volviendo a casa tras otra «noche de chicas»? Creía que sí, pero lo único que recordaba con certeza acerca de Derry era que a mediados de los ochenta se iba a producir una inundación que destruiría la mitad de la ciudad.

—¿No?

—No, solo soy el intermediario.

—Pues buena suerte. Esta ciudad no está tan mal como antes (el pasado julio, la gente estaba más tensa que el cinturón de castidad de Doris Day), pero todavía se halla lejos de estar bien. Yo soy un tipo amigable, y me gustan las personas amigables. Así que me largo.

—Buena suerte, también —dije, y deposité dos dólares en la barra.

—Caray, señor, ¡eso es demasiado!

—Siempre dejo propina por una buena conversación. —En realidad, la propina era por un rostro amigo. La conversación había sido perturbadora.

—¡Pues gracias! —Se le iluminó el rostro, y entonces extendió la mano—. No he llegado a presentarme. Fred Toomey.

—Encantado de conocerle, Fred. Yo soy George Amberson. —Tenía un buen apretón. Sin rastro de polvos de talco.

—¿Quiere un pequeño consejo?

—Claro.

—Mientras esté en la ciudad, cuídese de hablar con niños. Después del último verano, un extraño hablando con un crío es el candidato ideal para recibir una visita de la policía. O para que le den una paliza. Desde luego, no sería algo impensable.

—Aun sin el traje de payaso, ¿eh?

—Bueno, ese es el objetivo de disfrazarse, ¿verdad? —Su sonrisa se había evaporado. Ahora tenía un semblante pálido y adusto. En otras palabras, como todos los demás habitantes de Derry—. Cuando te pones un traje de payaso y una nariz de goma, nadie tiene ni idea de quién se esconde debajo.