Algo andaba mal en esa ciudad, y creo que lo supe desde el primer momento.
Tomé la Ruta 7 cuando la Autovía Milla Por Minuto quedó reducida a dos meros carriles asfaltados, y a unos treinta kilómetros de Newport superé una elevación del terreno y divisé Derry irguiéndose amenazadoramente en la orilla oeste del Kenduskeag bajo una nube de polución proveniente de Dios sabía cuántas fábricas textiles y papeleras, todas funcionando a pleno rendimiento. Una arteria de verdor atravesaba el centro de la ciudad. Desde la distancia era como una cicatriz. La ciudad alrededor de este irregular cinturón verde parecía erigirse exclusivamente en bloques negros y gris hollín bajo un cielo manchado de amarillo orín por las sustancias que surgían en oleadas de todas aquellas chimeneas.
Pasé por delante de varios puestos de carretera donde aquellos que los atendían (o que simplemente permanecían de pie en la cuneta y me miraban boquiabiertos) se parecían más a los paletos endogámicos de Defensa que a los granjeros de Maine. Al pasar por delante del último, PRODUCTOS DE CARRETERA BOWERS, un chucho de gran tamaño salió corriendo de detrás de varias cestas de tomates amontonadas y me persiguió, babeando y con intención de morder los neumáticos traseros del Sunliner. Parecía una especie de bulldog. Antes de perderlo de vista, una mujer flaca y huesuda vestida con un peto se acercó a él y empezó a pegarle con un trozo de madera.
Ésta era la ciudad donde Harry Dunning había crecido, y la odié desde el primer momento. Por ninguna razón en concreto; sencillamente sucedió así. La zona comercial, situada en la base de tres pronunciadas colinas, era claustrofóbica y semejante a una fosa. Mi Ford rojo cereza parecía el objeto más brillante de la calle, una llamativa (y non grata, a juzgar por las miradas que atraía) salpicadura de color entre los Plymouths negros, los Chevrolets marrones y los mugrientos camiones de reparto. Por el centro de la ciudad discurría un canal cuyas negras aguas llegaban casi hasta arriba de los muros de contención de cemento musgoso.
Encontré una zona de estacionamiento en Canal Street. Cinco centavos en el parquímetro sirvieron para proporcionarme una hora de tiempo. Había olvidado comprar un sombrero en Lisbon Falls, y dos o tres escaparates más arriba divisé una tienda llamada Trajes & Ropa de Diario Derry, «la moda para caballeros más refinada de Maine Central». Dudaba que hubiera mucha competencia en ese ámbito.
Había aparcado frente a la farmacia, y me detuve a examinar el cartel en el escaparate. De algún modo resumía mis sentimientos hacia Derry —la agria desconfianza, la sensación de violencia apenas contenida— mejor que cualquier otra cosa, a pesar de que permanecí en la ciudad durante casi dos meses y (con la posible excepción de unas cuantas personas que por casualidad conocí) me desagradaba todo de ella. El cartel decía:
¡EL HURTO NO ES UNA «DIVERSIÓN» NI UNA «AVENTURA»
NI UNA «TRAVESURA»!
¡EL HURTO ES UN DELITO PERSEGUIDO POR LA JUSTICIA!
NORBERT KEENE
PROPIETARIO Y GERENTE
Y el hombre delgado de los anteojos y la bata blanca que me observaba debía de ser precisamente el señor Keene. Su expresión no decía «Entre, forastero, fisgonee y compre algo. A lo mejor le apetece una gaseosa con helado». Sus ojos duros y su boca torcida hacia abajo decían «Váyase, aquí no hay nada para los de su clase». Una parte de mí lo interpretó como una fantasía; la mayor parte de mí sabía que no lo imaginaba. En plan experimento, levanté una mano a modo de saludo.
El hombre de la bata blanca no me devolvió el gesto.
Me di cuenta de que el canal que había visto debía de discurrir directamente por debajo de ese peculiar centro hundido y que yo me encontraba justo encima. Sentí en los pies el agua oculta, rasgueando y aporreando rítmicamente la acera. Era una sensación vagamente desagradable, como si esa pequeña porción del mundo se hubiera vuelto blanda.
Un maniquí de hombre vestido con un esmoquin posaba en el escaparate de Trajes & Ropa de Diario Derry. Tenía un monóculo en un ojo, y en una mano de plástico sujetaba un banderín escolar donde se leía ¡LOS TIGRES DE DERRY MASACRARÁN A LOS CARNEROS DE BANGOR! Pese a que yo mismo alentaba el espíritu escolar, me dio la impresión de que se pasaba un poco de la raya. Derrotar a los Carneros de Bangor, por supuesto…, pero ¿masacrarlos?
Es solo una forma de hablar, me dije, y entré.
Un dependiente con una cinta métrica alrededor del cuello se aproximó. Su ropa era mucho más bonita que la mía, pero las opacas bombillas del techo le conferían una complexión amarillenta. Sentí la absurda necesidad de preguntar: «¿Puede venderme un sombrero de paja elegante o me voy directamente a tomar por culo?». Entonces sonrió, preguntó en qué podía ayudarme, y todo pareció casi normal. Tenía el artículo requerido, y tomé posesión de él por solo tres dólares y setenta centavos.
—Es una lástima que disponga de tan poco tiempo para ponérselo antes de que llegue el frío —dijo.
Me calé el sombrero y me lo ajusté en el espejo junto al mostrador.
—Quizá disfrutemos de un veranillo de San Martín largo.
El dependiente, con delicadeza y un considerable aire de disculpa, me inclinó el sombrero hacia el otro lado. Fueron cinco centímetros o menos, pero dejé de parecerme a un patán de visita en la gran ciudad y empecé a parecerme… bueno… al viajero en el tiempo más refinado de Maine Central. Le di las gracias.
—No hay de qué, señor…
—Amberson —dije, y le tendí la mano. Su apretón fue breve, flojo y empolvado por alguna clase de talco. Contuve el impulso de restregarme la mano en la chaqueta una vez que la hubo soltado.
—¿Está en Derry por negocios?
—Sí. ¿Usted es de aquí?
—Residente de toda la vida —dijo, y suspiró como si eso constituyera una carga. Basándome en mis primeras impresiones, supuse que quizá lo fuera—. ¿Cuál es su campo, señor Amberson, si me permite la pregunta?
—Inmobiliario. Pero ya que estoy aquí, se me ocurrió buscar a un antiguo compañero del ejército. Se llama Dunning. No me acuerdo de su nombre de pila, solíamos llamarle Skip. —Esto último me lo había inventado, pero era cierto que no conocía el nombre de pila del padre de Harry Dunning. El conserje había nombrado a sus hermanos y a su hermana en la redacción, pero siempre se refirió al hombre del martillo como «mi padre» o «papá».
—Me temo que no puedo ayudarle, señor. —Ahora sonaba distante. El negocio se había completado, y aunque en la tienda no había otros clientes, el hombre me quería fuera.
—Bueno, quizá pueda ayudarme con otra cosa. ¿Cuál es el mejor hotel de la ciudad?
—El Derry Town House. Vuelva a Kenduskeag Avenue, gire a la derecha, y suba por Up-Mile Hill hasta Main Street. Busque los faroles de carruaje delante de la fachada.
—¿Up-Mile Hill?
—Así lo llamamos, señor, sí. Si no se le ofrece nada más, tengo varios arreglos que atender.
—Nada más. Ha sido usted de gran ayuda.
Cuando salí, la luz comenzaba a desvanecerse del cielo. Una cosa que recuerdo vividamente del tiempo que pasé en Derry durante septiembre y octubre de 1958 es que la noche siempre parecía sobrevenir muy temprano.
Un escaparate por debajo de Trajes & Ropa de Diario Derry estaba Artículos Deportivos Machen’s, donde las REBAJAS OTOÑALES EN ARMAS DE FUEGO ya habían arrancado. En el interior, vi a dos hombres inspeccionando rifles de caza mientras un dependiente de edad con una corbata de lazo (y un cuello fibroso a juego) observaba con aprobación. En el otro lado del canal parecían alinearse bares de obreros, el tipo de bar donde podrías conseguir una cerveza y un lingotazo por cincuenta centavos y donde toda la música de la rockola sería country. Estaban el Rincón Feliz, el Pozo de los Deseos (que los habituales llamaban El Cubo de Sangre, de eso me enteré más adelante), el Dos Hermanos, el Lengua Dorada y el Dólar de Plata Soñoliento.
A la puerta de este último, un cuarteto de caballeros currantes tomaba el aire de la tarde y no quitaba ojo a mi descapotable. Estaban pertrechados con jarras de cerveza y cigarrillos. Gorras planas de tweed y algodón ensombrecían sus rostros. Llevaban los pies enfundados en monstruosas botas de trabajo de color indeterminado que mis alumnos de 2011 llamaban «pisamierdas». Tres de los cuatro utilizaban tirantes. Me miraban sin expresión alguna. Por un instante me acordé del chucho que había perseguido mi coche, babeando y con intención de morder, y luego crucé la calle.
—Caballeros —dije—. ¿Qué sirven ahí dentro?
Por un momento ninguno de ellos contestó. Justo cuando pensaba que nadie lo haría, el hombre sans tirantes dijo:
—Bud y Mick, ¿qué si no? ¿Forastero?
—De Wisconsin —dije.
—Bravo por usted —masculló con ironía uno de ellos.
—Ya es tarde para turistas —dijo otro.
—Estoy en la ciudad por negocios, pero se me ocurrió que podría buscar a un viejo compañero del servicio militar mientras estoy aquí. —Nada en respuesta, a menos que se pudiera considerar como tal el que uno de los hombres tirara la colilla a la acera y luego la apagara con un escupitajo mucoso del tamaño de un mejillón pequeño. No obstante, seguí insistiendo—. Skip Dunning, se llama. ¿Alguno de ustedes conoce a algún Dunning?
—Mejor que espere sentado hasta que los cerdos vuelen —dijo Sin Tirantes.
—¿Disculpe?
Puso los ojos en blanco y torció las comisuras de la boca hacia abajo, el gesto de impaciencia de un hombre ante un estúpido para el que no hay esperanza de que algún día se vuelva listo.
—Derry está llena de Dunnings. Busque en la puñetera guía de teléfonos. —Se encaminó hacia dentro y su pandilla le siguió. Sin Tirantes les abrió la puerta y a continuación se volvió hacia mí—. ¿Qué lleva ese Ford? —El mismo acento relajado—. ¿Un V-8?
—Bloque en Y —respondí, con la esperanza de sonar como si supiera qué significaba.
—¿Y va bien?
—No está mal.
—Entonces a lo mejor debería montarse en él y subir la colina cagando leches. Allí arriba tienen varios antros de más categoría. Estos bares son para los trabajadores de las fábricas. —Sin Tirantes me evaluaba con aquella frialdad que llegué a conocer bien en Derry pero a la que nunca me acostumbré—. Aquí será el centro de atención de muchas miradas, y más cuando el turno de once a siete salga de Striar’s y Boutillier’s.
—Gracias. Muy amable por su parte.
La fría evaluación continuó.
—Usted no sabe mucho, ¿verdad? —comentó, y se metió dentro. Caminé de vuelta a mi descapotable. En aquella calle gris, con el olor de los humos industriales impregnando el aire y la tarde desangrándose hacia la noche, el centro de Derry solo parecía marginalmente más encantador que una fulana muerta en el banco de una iglesia. Subí al coche, pisé el embrague, encendí el motor, y me invadió el poderoso impulso de marcharme. Conducir de vuelta a Lisbon Falls, trepar por la madriguera de conejo y decirle a Al Templeton que se buscara a otro. Solo que le sería imposible, ¿verdad? No le quedaban fuerzas y casi no le quedaba tiempo. Yo era, como reza el dicho de Nueva Inglaterra, el último cartucho del trampero.
Conduje hasta Main Street, vi los faroles de carruaje (que se encendieron para la noche justo en el momento en que los divisé), y me detuve en la curva delante del Derry Town House. Cinco minutos más tarde ya me había registrado. Mi etapa en Derry acababa de iniciarse.