A la mañana siguiente me recogió otra vez el taxista que fumaba como un carretero y cuando me dejó en Titus Chevron el descapotable seguía allí. Contaba con ello, pero aun así suponía un alivio. Llevaba puesta una indescriptible chaqueta de color gris que había comprado en Mason’s Menswear. Mi nueva cartera de avestruz se hallaba segura en el bolsillo interior, escoltada por quinientos dólares que procedían del dinero de Al. Titus se acercó mientras yo admiraba el Ford; se frotaba las manos con lo que parecía ser el mismo trapo que había usado el día anterior.
—Lo he consultado con la almohada y quiero comprarlo —dije.
—Eso está bien —dijo él, y luego asumió un aire de arrepentimiento—. Pero yo también lo he meditado, señor Amberson, y supongo que le mentí cuando dije que habría espacio para el regateo. ¿Sabe lo que dijo mi mujer esta mañana mientras desayunábamos nuestras tortitas? Dijo: «Bill, serías un condenado idiota si vendieras ese Sunliner por menos de tres cincuenta». De hecho, dijo que ya era un condenado idiota por haberle puesto un precio tan bajo.
Asentí con la cabeza, como si no hubiera esperado otra cosa.
—De acuerdo —dije.
Puso cara de sorpresa.
—Éstas son mis opciones, señor Titus. Puedo extenderle un cheque por trescientos cincuenta (un cheque válido, del Hometown Trust, puede telefonearles y comprobarlo), o bien darle trescientos en efectivo ahora mismo, directamente de mi cartera. Menos papeleo si lo hacemos así. ¿Qué me dice?
Sonrió, revelando una dentadura de un blanco reluciente.
—Digo que allá en Wisconsin saben negociar bien. Si sube a tres veinte, le pondré una pegatina de matrícula de catorce días y a correr.
—Tres diez.
—Oh, no me haga sufrir —dijo Titus, pero no sufría; estaba disfrutando—. Súmele otros cinco y trato hecho.
Le tendí la mano.
—Tres quince. Por mí, vale.
—Aleluya. —Ésta vez sí me estrechó la mano, la grasa no importaba. Después señaló la cabina de ventas. Hoy la monada de la cola de caballo leía el Confidential—. Tendrá que pagar a esa jovencita, que casualmente es mi hija. Ella anotará la venta. Cuando acaben, venga por aquí y le pondré esa pegatina. Y además le llenaré el depósito gratis.
Cuarenta minutos más tarde, sentado al volante de un Ford descapotable de 1958 que ahora me pertenecía, circulaba hacia el norte rumbo a Derry. Había aprendido a conducir con cambio de marchas manual, así que no tuve problema, pero esta era la primera vez que manejaba un coche con el cambio de marchas en la columna de dirección. Al principio fue raro, pero en cuanto me acostumbré (también tendría que acostumbrarme a accionar el conmutador de las luces con el pie izquierdo), me gustó. Y Bill Titus había estado en lo cierto respecto a la segunda marcha; en segunda, el Sunliner corría como un hijo de su madre. En Augusta, me detuve el tiempo justo para plegar la capota. En Waterville, tomé un estupendo pan de carne que costaba noventa y cinco centavos, pastel de manzana a la mode incluido. Logró que la Granburguesa pareciera excesivamente cara. Canté acompañando a los Skyliners, los Coasters, los Del Vikings, los Elegants. El sol era cálido, la brisa me alborotaba el nuevo corte de pelo, y disponía de la autopista (apodada «Autovía Milla Por Minuto», según las vallas publicitarias) prácticamente para mí solo. Tuve la sensación de haberme quitado de encima las dudas de la noche anterior, hundidas en la charca de las vacas junto al teléfono móvil y la calderilla futurista. Me sentía bien.
Hasta que vi Derry.