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Me registré (sin problemas; puse el dinero encima de la mesa y no me pidieron ninguna identificación) y me eché una prolongada siesta en una habitación donde el aire acondicionado consistía en un ventilador sobre el alféizar de la ventana. Me desperté renovado (algo bueno) y luego por la noche me resultó imposible conciliar el sueño (algo malo). Tras la puesta de sol, el tráfico en la autopista era prácticamente inexistente y la quietud era tan profunda que resultaba inquietante. El televisor era un Zenith modelo de mesa que debía de pesar cincuenta kilos. Sobre él descansaban un par de orejas de conejo. Un cartel apoyado en ellas rezaba AJUSTE LA ANTENA MANUALMENTE ¡NO USE «PAPEL DE PLATA»! GRACIAS DE PARTE DE LA DIRECCIÓN.

Solo había tres cadenas. La filial de la NBC se veía con demasiada nieve independientemente de cuánto toqueteara las orejas de conejo, y en la CBS la imagen bailaba; ajustar el control vertical no surtió ningún efecto. La ABC, que se recibía con total nitidez, emitía La vida y leyenda de Wyatt Earp, protagonizada por Hugh O’Brian. Disparó a varios forajidos y después siguió un anuncio de cigarrillos Viceroy. Steve McQueen explicaba que los Viceroy combinaban el mejor sabor para el hombre fumador con el mejor filtro para el hombre pensador. Mientras el actor encendía uno, me levanté de la cama y apagué la tele.

Entonces solo quedó el sonido de los grillos.

Me desnudé, me tumbé en calzoncillos, y procuré dormir. Mi mente evocó a mi padre y a mi madre. Él tenía en ese momento seis años y vivía en Eau Claire. Ella, de solo cinco, vivía en una granja de Iowa que ardería hasta los cimientos al cabo de tres o cuatro años. Su familia se trasladaría entonces a Wisconsin, acercándose a la intersección de vidas que con el tiempo produciría… mi nacimiento.

Estoy loco, pensé. Estoy loco y sufriendo una alucinación terriblemente enrevesada en algún manicomio de algún sitio. Tal vez un médico escriba sobre mí para una revista de psiquiatría. En lugar de «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero», seré «El hombre que creía estar en 1958».

Entonces deslicé la mano sobre el tejido rústico de la colcha, que aún no había retirado, y supe que todo aquello era real. Pensé en Lee Harvey Oswald, pero Oswald aún pertenecía al futuro, y en la pieza de museo que era aquella habitación de motel, él no me preocupaba.

Me senté en el borde de la cama, abrí el maletín y saqué el teléfono móvil, un artilugio viajero del tiempo que aquí era completamente inútil. No obstante, cedí al impulso de levantar la tapa y pulsar el botón de encendido. En la pantalla apareció un aviso de SIN SERVICIO, por supuesto; ¿qué esperaba? ¿Cinco rayas? ¿Una voz lastimera diciendo «Vuelve a casa, Jake, antes de que provoques algo que no puedas deshacer»? Era una idea estúpida, supersticiosa. Si causaba algún daño, podría deshacerlo, porque cada viaje representaba un reinicio. Podría decirse que el viaje en el tiempo venía con un dispositivo de seguridad integrado.

La idea resultaba reconfortante, pero tener un teléfono como ese en un mundo donde la televisión en color era el mayor adelanto tecnológico en electrónica de consumo no reconfortaba en absoluto. No me quemarían como a una bruja si me descubrían con semejante artilugio, pero la policía local podría arrestarme y retenerme en una celda hasta que algunos de los chicos de J. Edgar Hoover llegaran desde Washington para interrogarme.

Lo dejé encima de la cama y luego saqué toda la calderilla del bolsillo derecho del pantalón. Separé las monedas en dos montones. Las de 1958 y anteriores regresaron al bolsillo. Las que venían del futuro fueron a parar a uno de los sobres que encontré en el cajón del escritorio (junto con una biblia Gideon y un menú para llevar del Hi-Hat). Me vestí, cogí la llave y salí de la habitación.

El canto de los grillos se oía con más intensidad en el exterior. Un fragmento de luna pendía en el cielo. Alejadas de su resplandor, las estrellas jamás habían parecido tan brillantes ni tan próximas. Un camión pasó zumbando y seguidamente la carretera quedó en silencio. Esto era el campo, y el campo dormía. En la distancia, el silbido de un tren de mercancías perforó la noche.

Solo había dos vehículos en el patio, y las unidades a las que pertenecían estaban a oscuras. También la oficina. Sintiéndome como un criminal, me interné en el prado más allá del aparcamiento. La hierba alta relinchaba contra las perneras de mis vaqueros, que al día siguiente reemplazaría por mis nuevos pantalones Ban-Lon.

Una valla de alambre liso marcaba los límites de la propiedad del Tamarack. Más allá había un pequeño estanque, eso que la gente de campo llama charca. Cerca, media docena de vacas dormían en la calidez de la noche. Una de ellas levantó la mirada hacia mí mientras me abría paso por debajo de la valla y caminaba hasta la charca. Luego perdió el interés y bajó de nuevo la cabeza. Ni siquiera volvió a alzarla cuando el Nokia chocó contra la superficie del estanque para sumergirse en él. Sellé el sobre que contenía las monedas y siguió el mismo camino que el teléfono. Después desanduve mis pasos y me detuve brevemente detrás del motel para cerciorarme de que el patio seguía vacío. Nadie a la vista.

Me metí en mi habitación, me desvestí y caí dormido casi al instante.