El taxista era un hombre corpulento que llevaba un maltrecho sombrero con una insignia en la que se leía VEHÍCULO CON LICENCIA.
Fumaba un Lucky tras otro, y tenía la radio sintonizada en la WJAB. Escuchamos «Sugartime», de las McGuire Sisters, «Bird Dog», de los Everly Brothers, y «Purple People Eater», de cierta criatura llamada Sheb Wooley. Habría podido vivir sin esta última. Después de cada tema, un trío de jovencitas cantaba desafinando: «Catorce cuarenta, WJA-beee… ¡el Súper Jab!». Me enteré de que Romanow’s celebraba las explosivas rebajas anuales de final de verano, y que F. W. Woolworth’s acababa de recibir un nuevo pedido de hula-hops, que vendía a uno treinta y nueve la unidad, un robo.
—Esos malditos trastos no sirven para otra cosa que para enseñar a los críos a menear las caderas —comentó el taxista, y dejó que el deflector triangular de la ventanilla se tragara la ceniza del extremo de su cigarrillo. Fue su único intento por entablar una conversación en todo el trayecto entre Titus Chevron y el Moto Hotel Tamarack.
Bajé la ventanilla de mi lado para escapar un poco de la niebla tóxica del cigarrillo y ver pasar un mundo diferente. La expansión urbana descontrolada entre Lisbon Falls y el límite municipal de Lewiston no existía. Aparte de por unas cuantas gasolineras, el Hi-Hat y el cine al aire libre (la marquesina anunciaba una doble sesión compuesta por Vértigo y El largo y cálido verano, ambas en CinemaScope y Technicolor), circulábamos por una región rural de Maine en estado puro. Divisé más vacas que personas.
El moto hotel estaba ubicado a cierta distancia de la carretera, a la sombra no de alerces sino de enormes y majestuosos olmos. No fue como ver una manada de dinosaurios, pero casi. Los contemplé embobado mientras Don Vehículo Con Licencia encendía otro pitillo.
—¿Necesita una mano con sus maletas, señor?
—No, está bien. —El importe que marcaba el taxímetro no poseía la majestuosidad de los olmos, pero aun así se ganó una segunda mirada de incredulidad. Le entregué al tipo dos dólares y le pedí cincuenta centavos de vuelta. Pareció satisfecho; después de todo, la propina era suficiente para comprar un paquete de Lucky.