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Mientras esperaba a que llegara el taxi, pasé el tiempo curioseando por el concesionario de Titus. Quedé especialmente prendado de un Ford descapotable rojo del 54, un Sunliner, según la inscripción bajo el faro cromado del lado del conductor. Tenía neumáticos de banda blanca y una genuina capota de lona que los tíos chulos de La chica de las carreras habrían llamado techo-trapo.

—Ésa no es mala elección, señor —dijo Bill Titus detrás de mí—. Corre como una bala, eso lo puedo asegurar personalmente.

Me volví. Se estaba limpiando las manos con un trapo rojo que parecía casi tan grasiento como sus dedos.

—Hay algo de óxido en los estribos —observé.

—Sí, bueno, es por este clima. —Se encogió de hombros, como diciendo «qué se le va a hacer»—. Lo importante es que el motor funciona como la seda y esos neumáticos están casi nuevos.

—¿V-8?

—Bloque en Y —dijo, y asentí con la cabeza como si lo hubiera entendido a la perfección—. Se lo compré a Arlene Hadley de Durham después de la muerte de su marido. Otra cosa no, pero Bill Hadley sabía cómo cuidar un coche…, pero eso a usted no le dice nada, claro, porque no es de por aquí, ¿verdad?

—No. De Wisconsin. George Amberson. —Le tendí la mano.

Negó con la cabeza, sonriendo levemente.

—Encantado de conocerle, señor Amberson, pero no querría mancharle de grasa. Considérese saludado. ¿Es usted comprador o solo un mirón?

—Todavía no lo sé —dije, aunque fue una respuesta no del todo sincera. El Sunliner me parecía el coche más alucinante que había visto en mi vida. Abrí la boca para preguntar cuánto consumía, pero entonces me di cuenta de que se trataba de una cuestión sin sentido en un mundo donde uno podía llenar el depósito por dos dólares. En cambio, le pregunté si era manual.

—Ah, sí. Pero cuando se mete segunda, más vale estar pendiente de la poli, porque corre como un hijo de su madre. ¿Le gustaría dar una vuelta y probarlo?

—No puedo —dije—. Acabo de llamar a un taxi.

—Ésa no es forma de viajar —dictaminó Titus—. Si comprara este coche, volvería a Wisconsin con estilo y podría olvidarse del tren.

—¿Cuánto pide por él? No hay ningún precio en el parabrisas.

—No, hice la transacción anteayer, pero entre unas cosas y otras no he tenido tiempo. —Sacó el paquete de cigarrillos—. Iba a ponerlo a tres cincuenta, pero ¿sabe qué?, estaría dispuesto a regatear. —Arregateáa.

Apreté los dientes, como si me hubiera puesto un cepo, para evitar que la mandíbula se me cayera al suelo, y contesté que lo pensaría. Si mis planes iban por buen camino, le comuniqué, volvería al día siguiente.

—Será mejor que venga temprano, señor Amberson; este no va a durar mucho.

De nuevo me sentí reconfortado. Tenía monedas que no funcionaban en las cabinas, las operaciones bancarias aún se efectuaban mayoritariamente a mano, y los teléfonos radiaban un raro cloqueo en el oído al marcar, pero algunas cosas nunca cambiaban.