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Crucé de nuevo hacia Titus Chevron, balanceando la maleta recién cargada en una mano y el maletín en la otra. Era solo media mañana en el mundo de 2011 del que procedía, pero me sentía exhausto. Supongo que estaba sufriendo una versión del jet-lag propia de En los límites de la realidad. Había una cabina telefónica entre la estación de servicio y el concesionario adyacente. Entré, cerré la puerta, y leí el cartel escrito a mano sobre el anticuado aparato: RECUERDE: LLAMADAS AHORA A DIEZ CENTAVOS, CORTESÍA DE «MAMÁ» BELL.

Hojeé las Páginas Amarillas de la localidad y encontré la compañía Lisbon Taxi. El anuncio mostraba el dibujo de un coche con ojos por faros y una gran sonrisa en la rejilla del radiador. Prometía un SERVICIO RÁPIDO Y CORTÉS. A mí me valía. Escarbé en los bolsillos en busca de cambio, pero lo primero que encontré fue algo que debería haber dejado atrás: mi teléfono móvil Nokia. Era una antigualla para los estándares del año del que procedía —me había propuesto cambiarlo por un iPhone—, pero aquí no pintaba nada. Si alguien lo veía, me haría un centenar de preguntas a las que no podría responder. Lo sepulté en el maletín. Por el momento bastaría con eso, supuse, pero tarde o temprano tendría que deshacerme de él. Conservarlo sería como pasearse con una bomba sin detonar.

Encontré una moneda de diez, la inserté en la ranura, y fue a parar directamente al cajetín de devolución. La recuperé y me bastó un solo vistazo para localizar el problema. Al igual que mi Nokia, la moneda provenía del futuro; era un sandwich de cobre, no más que un penique con pretensiones. Saqué toda la calderilla, la removí, y di con diez centavos de 1953 que probablemente formaban parte del cambio de la zarzaparrilla que había tomado en la frutería Kennebec. Me disponía a introducir la moneda cuando me asaltó un pensamiento que me heló la sangre. ¿Y si mis diez centavos de 2002 se hubieran quedado atascados en la garganta del teléfono en lugar de caer al cajetín de devolución? ¿Y si el operario de AT&T que hacía el mantenimiento de las cabinas en Lisbon Falls los hubiera encontrado?

Habría pensado que se trataba de una broma, eso es todo. Alguna clase de elaborada travesura.

Tenía mis dudas; la moneda era demasiado perfecta. La habría enseñado por ahí; tarde o temprano incluso podría llegar a publicarse un artículo al respecto en el periódico. En esta ocasión había tenido suerte, pero quizá la próxima vez no fuera tan afortunado. Debía andarme con más cuidado. Con creciente desasosiego, pensé de nuevo en mi teléfono móvil. Después inserté los diez centavos de 1953 en la ranura y fui recompensado con el tono de marcado. Realicé la llamada lenta y cuidadosamente, tratando de recordar si alguna vez había utilizado un teléfono con disco rotatorio. Creía que no. Cada vez que lo soltaba, el teléfono emitía un extraño cloqueo mientras el disco retrocedía a su posición inicial.

—Lisbon Taxi —contestó una mujer—, donde el kilometraje es un feliz viaje. ¿En qué podemos ayudarle?