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Canjeé dos de los dólares antiguos de Al por una maleta de cuero, la dejé detrás del mostrador del beatnik, y luego eché a andar por Main Street con el maletín rebotando en mi pierna. Miré al interior del frente verde y vi al dependiente sentado junto a la caja registradora y leyendo el periódico. Ni rastro de mi colega del abrigo negro.

Habría resultado difícil perderse en el distrito comercial; ocupaba solo una manzana. Tres o cuatro tiendas más arriba de la frutería Kennebec llegué a la Barbería de Baumer. Un poste rojo y blanco giraba en el escaparate. A su lado había un cartel político que mostraba a Edmund Muskie. Lo recordaba como un anciano cansado y de hombros caídos, pero en esta versión parecía casi demasiado joven para votar, y no digamos para ser elegido como representante de nada. El cartel rezaba: MANDA A ED MUSKIE AL SENADO DE ESTADOS UNIDOS, ¡VOTA A LOS DEMÓCRATAS! Alguien había colocado una banda blanca brillante en la parte inferior. Escrito a mano se leía: DECÍAN QUE NO PODRÍA HACERSE EN MAINE, PERO LO HICIMOS, EL SIGUIENTE: ¡HUMPHREY EN 1960!

Dentro, dos parroquianos de edad estaban sentados contra la pared mientras a un tercer parroquiano igual de viejo le rasuraban la coronilla. Los dos hombres que esperaban fumaban como chimeneas. También el barbero (Baumer, supuse), que, mientras cortaba, entrecerraba el ojo para protegerse del humo ascendente. Los cuatro me estudiaron de una manera con la que ya estaba familiarizado: la no-del-todo-recelosa mirada que Christy llamó en una ocasión El Repaso Yanqui. Me complacía saber que algunas cosas nunca cambiaban.

—Vengo de fuera de la ciudad pero soy un amigo —les dije—. He votado por el programa demócrata toda mi vida. —Alcé una mano en un gesto de «y que Dios me ayude».

Baumer resopló divertido y cayó ceniza de su cigarrillo. La barrió con aire ausente de la bata al suelo, donde había varias colillas aplastadas entre el pelo cortado.

—Ahí Harold es republicano. Tenga cuidado no vaya a morderle.

—Ya no le quedan dientes para hacerlo —dijo uno de los otros, y todos rieron socarronamente.

—¿De dónde es usted, señor? —preguntó Harold el Republicano.

—De Wisconsin. —Cogí un ejemplar del Man’s Adventure para eludir cualquier conversación. En la portada, un infrahumano caballero asiático con un látigo en una mano enguantada se aproximaba a una belleza rubia atada a un poste. El reportaje que la acompañaba se titulaba ESCLAVAS SEXUALES JAPONESAS EN EL PACIFICO. El olor de la barbería era una dulce y absolutamente maravillosa mezcla de polvos de talco, pomada y humo de cigarrillos. Cuando Baumer me hizo una seña para que me sentara en la silla, yo estaba inmerso en la historia de las esclavas sexuales. No era tan excitante como la portada.

—¿De viaje, señor Wisconsin? —me preguntó mientras me colocaba una tela de rayón blanco sobre el pecho y la ceñía a la garganta con un cuello de papel.

—Sí, y bastante largo —dije sinceramente.

—Bueno, ahora ya está en el país de Dios. ¿Cómo lo quiere de corto?

—Lo necesario para no parecer… —«Un hippy», estuve a punto de concluir, pero Baumer no lo habría entendido— un beatnik.

—Me figuro que se le descontroló un poco. —Empezó a cortar—. Si se lo dejara crecer un poco más, se parecería a ese maricón que regenta El Alegre Elefante Blanco.

—Eso no me gustaría —convine.

—No, señor, menudo mamarracho el tipo ese. —El tipéese.

Cuando Baumer terminó, me empolvó la nuca, me preguntó si quería algún fijador, como Vitalis, Brylcreem o Wildroot, y me cobró cuarenta centavos.

A eso lo llamo yo un buen negocio.