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Seguí mi camino a través del aparcamiento de la fábrica y una vez más di varias palmadas en el maletero del Plymouth Fury rojo y blanco para invocar a la buena suerte. Ciertamente, iba a necesitar toda la que pudiera reunir. Atravesé las vías y una vez más oí el wuf-chuf de un tren, salvo que en esta ocasión sonaba un poco distante, porque en esta ocasión mi encuentro con Míster Tarjeta Amarilla —que ahora era Míster Tarjeta Naranja— había durado más tiempo. El aire apestaba a los efluvios de la fábrica, igual que antes. El mismo autobús interurbano pasó roncando. A causa del retraso, en esta ocasión no pude leer el rótulo frontal, pero recordaba qué línea era: LEWISTON EXPRESS. Me pregunté distraídamente cuántas veces habría visto Al ese mismo autobús, con los mismos pasajeros mirando por las mismas ventanillas.

Me apresuré a cruzar la calle, esparciendo con la mano lo mejor que pude la nube azulada de los gases de combustión. El rebelde rockabilly seguía en su puesto fuera de la puerta, y me pregunté brevemente cómo reaccionaría si le robara su frase. Pero en cierto modo eso sería tan ruin como aterrorizar al borrachín del secadero a propósito. Si te apropias del lenguaje secreto de los chavales como ése, a ellos no les queda nada. Éste ni siquiera podría desahogarse con la Xbox. Por tanto, me limité a inclinar la cabeza.

El chico me devolvió el saludo.

—¿Qué hay, papaíto?

Entré. La campanilla tintineó. Pasé junto a los tebeos rebajados y fui directo hacia la fuente de refrescos donde se hallaba Frank Anicetti Sénior.

—¿En qué puedo ayudarle, amigo mío?

Eso me dejó momentáneamente perplejo, pues no se correspondía con lo que había dicho en mi anterior visita. Entonces comprendí que no tenía por qué. La vez anterior yo había cogido un periódico del expositor. Esta vez no. Quizá cada viaje a 1958 reiniciara el cuentakilómetros a cero (con la excepción de Míster Tarjeta Amarilla), pero en el instante en que se alteraba cualquier detalle, las cartas se barajaban de nuevo. La idea era al mismo tiempo espeluznante y liberadora.

—No me vendría mal una zarzaparrilla —dije.

—Y a mí no me vienen mal los clientes, así que tenemos consenso entre las partes. ¿De cinco o de diez centavos?

—De diez, supongo.

—De acuerdo, creo que supone bien.

La jarra cubierta de escarcha emergió del congelador. Usó el mango de la cuchara de madera para retirar la espuma. La rellenó hasta arriba y la depositó delante de mí. Todo exactamente igual que antes.

—Pues son diez centavos, más uno para el gobernador.

Le entregué uno de los dólares antiguos de Al, y mientras Frank 1.0 contaba el cambio, miré por encima del hombro y vi al otrora Míster Tarjeta Amarilla balanceándose de lado a lado en el exterior de la licorería, el frente verde. Me recordó a un faquir hindú que había visto en alguna película antigua tocando una flauta para hechizar a una cobra y hacerla salir de una cesta de mimbre. Y, andando por la acera, de acuerdo al programa previsto, venía Anicetti el Joven.

Retorné a mi zarzaparrilla, le di un sorbo, y lancé un suspiro.

—Ah, sabe a gloria.

—Sí, nada como una cerveza fría en un día caluroso. Usted no es de por aquí, ¿verdad?

—No. De Wisconsin. —Le tendí la mano—. George Amberson.

La estrechó en medio del tintineo de la campanilla sobre la puerta.

—Frank Anicetti. Y aquí llega mi chico, Frank Júnior. Saluda al señor Amberson de Wisconsin, Frankie.

—Hola, señor. —Me dirigió una sonrisa y una inclinación de cabeza; acto seguido se volvió hacia su padre—. Titus ha subido el camión en el elevador. Dice que estará listo para las cinco.

—Bien, eso es estupendo. —Esperé a que Anicetti 1.0 se encendiera un cigarrillo, y no me defraudó. Inhaló y se centró de nuevo en mí—. ¿Viaja por negocios o por placer?

Por un instante no supe qué contestar, pero no porque me hubiera quedado en blanco. Lo que me desconcertaba era la manera en que esta escena se empeñaba en divergir del guión original para luego retornar a él. En cualquier caso, Anicetti no pareció notarlo.

—Sea como fuere, ha elegido la mejor época para venir. La mayoría de los veraneantes se han ido y, cuando eso ocurre, todos nos relajamos. ¿Le gustaría una cucharada de helado de vainilla en su refresco? Habitualmente son cinco centavos más, pero los martes reduzco el precio a un níquel.

—Llevas diez años repitiendo eso, papá —dijo Frank Júnior afablemente.

—Gracias, pero así está bien —contesté—. La verdad es que vengo por negocios. Una operación inmobiliaria en… ¿Sabattus? Creo que se llama así. ¿Conoce esa ciudad?

—Solo desde que nací —respondió Frank. Exhaló humo por la nariz y me dirigió una mirada perspicaz—. Viene de muy lejos para una operación inmobiliaria.

Le devolví una sonrisa que pretendía comunicar «si usted supiera lo que yo sé». Debió de captar el mensaje, porque me respondió con un guiño. La campanilla sobre la puerta tintineó y entraron las compradoras de fruta. El reloj de pared con la leyenda BEBE CAFÉ CHEER-UP marcaba las 12.28. Por lo visto, la parte del guión donde Frank Júnior y yo comentábamos la historia de Shirley Jackson había sido tachada de este borrador. Me terminé la zarzaparrilla en tres largos tragos, y de inmediato un calambre me atenazó el vientre. En las novelas, los personajes raramente han de evacuar, pero en la vida real el estrés mental a menudo provoca una reacción física.

—Perdone, ¿no tendrá por casualidad un aseo de caballeros?

—No, lo siento —dijo Frank Sénior—. Ando con intención de instalar uno, pero en verano hay demasiado trajín y en invierno nunca parece haber suficiente dinero para hacer reformas.

—Puede ir a donde Titus, a la vuelta de la esquina —sugirió Frank Júnior.

Estaba echando helado dentro de un cilindro metálico con intención de prepararse un batido. Antes no lo había hecho, y pensé con cierto desasosiego en el denominado efecto mariposa. Justo ante mis ojos, el lepidóptero desplegaba ahora sus alas. Estábamos cambiando el mundo. Solo en pequeñas pinceladas, infinitesimales, pero sí, lo estábamos cambiando.

—¿Señor?

—Lo siento —dije—. Tuve un momento de senilidad.

Se mostró extrañado al principio, y luego rio.

—Nunca lo había oído, pero es bastante bueno. —Por esta razón, a lo mejor el chico lo repetía la próxima vez que perdiera el hilo de sus pensamientos. Y así, una expresión que de otro modo no entraría en el brillante flujo de la jerga americana hasta la década de los setenta o los ochenta efectuaría un temprano debut. No podría calificarse exactamente de debut prematuro, porque en esta línea temporal aparecería a su hora prevista.

—Titus Chevron está doblando la esquina a la derecha —dijo Anicetti Sénior—. Pero si es… eh… urgente, es bienvenido a usar nuestro cuarto de baño del piso de arriba.

—No, estoy bien —dije, y aunque ya había mirado el reloj de pared, eché un vistazo a mi Bulova con su fardona correa Speidel. Por fortuna, no vieron la esfera, porque había olvidado reajustar el reloj y aún se guiaba por el tiempo de 2011—. Pero he de irme. Debo atender varios recados, y a no ser que tenga mucha suerte, me mantendrán ocupado más de un día. ¿Puede recomendarme un buen motel por aquí?

—¿Quiere decir un moto hotel? —preguntó Anicetti Sénior. Aplastó la colilla de su cigarrillo en uno de los ceniceros con la leyenda WINSTON SABE BIEN que se alineaban en la barra.

—Sí. —Esta vez esbocé una sonrisa que se me antojó estúpida en lugar de bien informada… y los retortijones atacaron de nuevo. Si no solucionaba pronto ese problema, iba a desencadenar una auténtica situación de emergencia—. En Winsconsin los llamamos moteles.

—Bueno, diría el Moto Hotel Tamarack, en la 196, a unos ocho kilómetros en dirección Lewiston —indicó Anicetti Sénior—. Está cerca del autocine.

—Gracias por el consejo —dije, levantándome.

—No hay de qué. Y si quiere ir al barbero antes de alguna de sus reuniones, pruebe la Barbería de Baumer. Hace un trabajo estupendo.

—Gracias. Otro buen consejo.

—Los consejos son gratis, la cerveza se vende en América. Disfrute de su estancia en Maine, señor Amberson. Y Frankie, bébete ese batido y vuelve a la escuela.

—Descuida, papá. —Esta vez fue Júnior quien lanzó un guiño en mi dirección.

—¿Frank? —llamó una de las señoras con el mismo tono de voz que utilizaría para exclamar «yu-ju»—. ¿Estas naranjas son frescas?

—Tan frescas como tu sonrisa, Leola —replicó, y las señoras soltaron un «jiji». No trato de ser cursi; realmente soltaron un «jiji».

Musité un «Señoras» cuando pasé a su lado. La campanilla tintineó y salí al mundo que había existido antes de que yo naciera. Pero esta vez, en lugar de cruzar la calle hacia el patio donde se ubicaba la madriguera de conejo, me adentré en aquel mundo. Al otro lado de la calle, el borrachín del abrigo negro gesticulaba en dirección al dependiente de la bata. Puede que la tarjeta que blandía fuera naranja en lugar de amarilla, pero por lo demás había retornado al guión.

Lo consideré una buena señal.