1

Caminé a lo largo del costado del secadero, como la vez anterior. Me agaché bajo la cadena de la que colgaba el letrero PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO, como la vez anterior. Doblé la esquina del enorme cubo pintado de verde que era la nave de secado, como la vez anterior, y entonces algo me arrolló. No soy especialmente pesado para mi altura, pero tengo algo de carne en los huesos. «Nunca saldrás volando en un vendaval», solía decir mi padre, y aun así Míster Tarjeta Amarilla casi me derribó. Fue como si me atacara un abrigo negro lleno de pájaros aleteando. El hombre gritaba algo, pero yo estaba demasiado sorprendido (no asustado, exactamente, ocurrió todo demasiado rápido) para hacerme una idea de lo que decía.

Lo aparté con un empujón y trastabilló de espaldas contra el secadero; el abrigo se le enredó entre las piernas. Se oyó un ruido resonante cuando la nuca chocó contra el metal, y su mugriento fedora cayó al suelo. Luego cayó él, aunque más que una caída pareció una especie de acordeón plegándose sobre sí mismo. Me arrepentí de mi reacción antes incluso de que mi corazón tuviera la ocasión de recuperar un ritmo más normal, y lo sentí todavía más cuando el tipo recogió el sombrero y empezó a sacudirlo con una mano roñosa. El sombrero nunca volvería a estar limpio, y, con toda probabilidad, él tampoco.

—¿Se encuentra bien? —pregunté, pero cuando me arrodillé para tocarle el hombro, se escurrió a lo largo de la pared del secadero, impulsándose con las manos y deslizándose sobre el trasero. Diría que parecía una araña lisiada, pero no. Parecía ser exactamente lo que era: un borrachín con el cerebro licuado. Un hombre que podría hallarse igual de cerca de la muerte que Al Templeton, porque en esta versión de América de hacía más de cincuenta años probablemente no existían refugios caritativos ni centros de desintoxicación para tipos como él. El departamento de Asuntos de Veteranos podría acogerle si alguna vez vistió el uniforme, pero ¿quién le llevaría hasta allí? Probablemente nadie, aunque a lo mejor alguien —lo más seguro un trabajador de la fábrica— llamaría a la policía para que se lo llevaran. Le meterían en la celda de los borrachos durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Si no moría por las convulsiones provocadas por el delírium trémens mientras lo tuvieran encerrado, le liberarían y daría comienzo el siguiente ciclo. Me encontré deseando que mi mujer estuviera allí; ella podría localizar una reunión de AA y llevarle. Solo que Christy aún tardaría otros veintiún años en nacer.

Me coloqué el maletín entre las piernas y extendí las manos para mostrarle que estaban vacías, pero se encogió aún más contra la pared del secadero. La saliva relucía en su barbilla regordeta. Miré en derredor para asegurarme de que no atraíamos la atención, vi que disponíamos de esta sección de la fábrica para nosotros solos, y volví a intentarlo.

—Solo te empujé porque me asustaste.

—¿Quién cojones eres? —preguntó, su voz quebrada osciló a través de cinco registros diferentes.

Si no hubiera oído la pregunta en mi anterior visita, ni siquiera habría tenido una vaga idea de lo que preguntaba… y aunque la manera de arrastrar las palabras era idéntica, ¿no parecía esta vez la inflexión un poco distinta? No estaba seguro, pero así lo creía. «Es inofensivo, pero no se parece a los demás —había dicho Al—. Es como si supiera algo». Al pensaba que se debía a que casualmente a las 11.58 de la mañana del 9 de septiembre de 1958 se hallaba tomando el sol cerca de la madriguera de conejo, y que era susceptible a su influencia. De la misma manera que uno puede producir interferencias en la pantalla de un televisor si enciende una batidora cerca. Quizá fuera eso. O, diablos, quizá fuera simplemente el efecto del alcohol.

—Nadie importante —dije con mi voz más tranquilizadora—. Nadie de quien tengas que preocuparte. Me llamo George. ¿Y tú?

—¡Follamadres! —gruñó, y se apartó arrastrándose aún más. Si se llamaba así, ciertamente tenía un nombre bastante inusual—. ¡Tú no deberías estar aquí!

—No te preocupes, ya me voy —dije. Recogí el maletín para demostrar mi sinceridad, y alzó sus delgados hombros hasta enterrar las orejas, como si temiera que fuera a arrojárselo. Era como un perro que ha sido apaleado tan a menudo que no espera que lo traten de otro modo—. No hay pena sin delito, ¿vale?

—¡Lárgate, hijueputa! ¡Vuélvete al lugar del que hayas venido y déjame en paz!

—Trato hecho. —Aún me estaba recuperando del susto que me había dado, y lo que me quedaba de adrenalina se mezclaba de un modo terrible con la compasión que sentía, por no mencionar la exasperación. La misma exasperación que sentía hacia Christy cuando llegaba a casa y la descubría otra vez borracha y camino de la inconsciencia pese a todas sus promesas de enderezarse, alzar el vuelo y abandonar la bebida de una vez por todas. La combinación de emociones sumada al calor de ese mediodía de finales de verano me revolvió un poco el estómago. Probablemente no sea la mejor manera de iniciar una misión de rescate.

Me acordé de la frutería Kennebec y del delicioso sabor de la cerveza de raíces; pude ver la bocanada de vapor exhalada por la nevera de los helados cuando Frank Anicetti Sénior sacó la jarra. Además, recordé que se estaba increíblemente fresco allí dentro. Me encaminé en esa dirección sin más preámbulos, con mi maletín nuevo (pero cuidadosamente envejecido en los bordes) rebotando contra mi rodilla.

—¡Eh! ¡Eh, tú, caraculo!

Me volví. El borrachín intentaba ponerse en pie usando la pared del secadero como apoyo. Había echado mano al sombrero y lo estrujaba contra el abdomen. Enseguida empezó a hurgar en él.

—Tengo una tarjeta amarilla del frente verde, así que dame un pavo, cabrón. Hoy se paga doble.

Volvíamos a ceñirnos al guión, lo cual resultaba reconfortante. No obstante, tomé la precaución de no arrimarme demasiado. No quería asustarle otra vez o provocar un nuevo ataque. Me detuve a unos dos metros de distancia y extendí la mano. La moneda que Al me había entregado relucía en la palma.

—No me sobra un dólar para dártelo, pero ahí va media piedra.

Vaciló, sujetando ahora el sombrero en la mano izquierda.

—Más te vale que no quieras una mamada.

—Creo que podré resistir la tentación.

—¿Eh?

De la moneda de cincuenta centavos dirigió la mirada a mi rostro y luego volvió a posarla en la moneda. Levantó la mano derecha para secarse la saliva de la barbilla, y me percaté de otra diferencia con respecto a la vez anterior. Nada devastador, pero suficiente para que me cuestionara la solidez de la afirmación de Al de que cada viaje era un reinicio completo.

—No me importa si la coges o la dejas, pero decídete —dije—. Tengo cosas que hacer.

Me arrebató la moneda y volvió a encogerse de espaldas contra el secadero. Tenía los ojos grandes y húmedos. La capa de saliva había reaparecido en la barbilla. No existe realmente nada en el mundo que pueda equipararse al glamour de un alcohólico terminal; no entiendo por qué Jim Beam, Seagrams y Mike’s Hard Lemonade no los emplean para sus anuncios de las revistas. Bebe Beam y descubre una nueva clase de bichos.

—¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?

—Un trabajo, espero. Escucha, ¿has probado asistir a AA por ese problemilla que tienes con la beb…?

—¡A tomar por culo, Jimla!

No tenía la menor idea de qué significaba «jimla», pero recibí la primera parte del mensaje alta y clara. Me dirigí hacia la verja, esperando que siguiera soltando una retahíla de preguntas detrás de mí. La vez anterior no lo hizo, pero este encuentro estaba siendo considerablemente distinto.

Porque este hombre no era Míster Tarjeta Amarilla; esta vez no. Cuando alzó la mano para enjugarse la barbilla, la tarjeta que apresaba entre los dedos había mudado de color.

Esta vez era de un sucio pero brillante naranja.