8

Eran las ocho menos cuarto cuando Al abrió la puerta de la caravana plateada que la Famosa Granburguesa llamaba hogar. Los relucientes enseres cromados tras la barra presentaban un aspecto fantasmal. Los taburetes parecían murmurar «nadie volverá a sentarse sobre nosotros». Los anticuados azucareros parecían responder en susurros «nadie volverá a servirse de nosotros; se acabó la fiesta».

—Abran paso a L. L. Bean —dije.

—Así es —repuso Al—. La puta marcha del progreso.

Estaba sin aliento, jadeando, pero no se detuvo a descansar. Me condujo detrás de la barra, hacia la puerta de la despensa. Le seguí, pasando de una mano a otra el maletín que contenía mi nueva vida. Era un modelo antiguo, con hebillas. Si lo llevara a mi aula de clase en el instituto, la mayoría de los chicos se reirían. Puede que unos cuantos —aquellos con un emergente sentido del estilo— aplaudieran su aire retro.

Al abrió la puerta a la fragancia de verduras, especias, café. Una vez más pasó el brazo por encima de mi hombro para encender la luz. Me quedé mirando fijamente el suelo de linóleo gris igual que un hombre miraría una piscina que bien podría estar infestada de tiburones hambrientos, y cuando Al me tocó el hombro, pegué un salto.

—Lo siento —se disculpó—, pero deberías coger esto. —Me tendía una moneda de cincuenta centavos. Media piedra—. Míster Tarjeta Amarilla, ¿te acuerdas?

—Claro. —En realidad, me había olvidado de él. El corazón me latía tan fuerte que sentía como si los globos oculares palpitaran en sus cuencas. La lengua me sabía como un viejo retazo de alfombra, y cuando me entregó la moneda, casi la dejé caer.

Me echó un último vistazo crítico.

—Los vaqueros están bien por ahora, pero deberías pasarte por Mason’s Menswear, al final de Main Street, y comprarte unos pantalones antes de partir hacia el norte. Los de sarga caqui o unos Pendletons son perfectos para diario. Para vestir, unos Ban-Lon.

—¿Ban-Lon?

—Tú pídelos, ellos sabrán. Además, necesitarás algunas camisas de vestir, y con el tiempo, un traje. Y corbatas y un alfiler. Cómprate también un sombrero. No una gorra de béisbol sino un buen sombrero de paja.

Vi que las lágrimas asomaban a sus ojos, lo que me aterró más que cualquier cosa que hubiera dicho.

—¿Al? ¿Qué pasa?

—Estoy asustado, lo mismo que tú. Aunque no hace falta montar una escena sensiblera de despedida. Si vuelves, estarás aquí dentro de dos minutos, da igual cuánto te quedes en el 58. El tiempo justo para poner en marcha la cafetera. Si sale bien, nos tomaremos una taza juntos y me lo contarás todo.

Si. Inmensa palabra.

—También podrías decir una oración. Te dará tiempo de rezar, ¿verdad?

—Claro. Rezaré para que todo transcurra sin complicaciones. No te dejes impresionar por la situación, no sea que olvides que estás tratando con un hombre peligroso, quizá más que Oswald.

—Tendré cuidado.

—Bien. Mantén la boca cerrada todo lo posible hasta que te adaptes al dialecto y a la atmósfera del lugar. Ve despacio. No agites las aguas.

Intenté sonreír, pero no estoy seguro de haberlo conseguido. El maletín parecía muy pesado, como si estuviera lleno de piedras en lugar de dinero y carnets falsos. Pensé que era probable que me desmayara. Y aun así, que Dios me asista, una parte de mí todavía deseaba partir. Estaba impaciente por partir. Deseaba ver Estados Unidos desde mi Chevrolet; América demandaba una visita.

Al extendió una mano delgada y temblorosa.

—Buena suerte, Jake. Que Dios te bendiga.

—Querrás decir George.

—George, claro. Ponte en marcha ya. Como decían entonces, es hora de hacer mutis por el foro.

Me giré y me adentré lentamente en la despensa, avanzando como un hombre que intenta localizar el primer peldaño de una escalera con las luces apagadas.

Al tercer paso, lo encontré.