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Se trataba de una caja de latón. Me la tendió y me pidió que la llevara a la cocina. Dijo que sería más fácil desplegar su contenido encima de la mesa. Cuando estuvimos sentados, la abrió con una llave que llevaba colgada al cuello. La primera cosa que sacó fue un abultado sobre de manila. Levantó la solapa y con una sacudida hizo salir un gran y desordenado fajo de billetes. Cogí un billete y lo inspeccioné maravillado. Era de veinte dólares, pero en lugar del rostro de Andrew Jackson en el anverso, vi a Grover Cleveland, a quien probablemente nadie incluiría en su lista de los diez mejores presidentes de Estados Unidos. En el reverso, bajo las palabras BILLETE DE LA RESERVA FEDERAL, había una locomotora y un barco de vapor que parecían condenados a colisionar.

—Es como dinero del Monopoly.

—No lo es. Y hay menos de lo que seguramente calculas, porque no manejo billetes mayores de veinte. En estos días, en que te cuesta treinta o treinta y cinco dólares llenar el depósito, un billete de cincuenta no despierta suspicacias, ni siquiera en una tienda veinticuatro horas. En aquella época es diferente, y no querrás que la gente te mire arqueando las cejas.

—¿Éstas son tus ganancias en el juego?

—Una parte. Son mis ahorros, principalmente. Trabajé de cocinero entre el 58 y el 62, igual que aquí, y un hombre que vive solo puede ahorrar mucho, sobre todo si no anda con mujeres de gustos caros. Cosa que no hice. Tampoco con las de gustos baratos, para el caso. Me comporté amistosamente con todo el mundo y no intimé con nadie. Te aconsejo que hagas lo mismo, tanto en Derry como en Dallas, si es que te decides a ir. —Removió el dinero con un dedo escuálido—. Hay poco más de nueve mil dólares, hasta donde puedo recordar. Te alcanza para comprar lo mismo que comprarías hoy en día con sesenta mil.

Contemplé el dinero.

—El dinero vuelve. Permanece, independientemente del número de veces que utilices la madriguera de conejo. —Ya habíamos pasado por ese punto, pero seguía intentando asimilarlo.

—Sí, aunque también sigue en el pasado; un reinicio completo, ¿recuerdas?

—¿Eso no es una paradoja?

Me miró, demacrado, con la paciencia casi agotada.

—No lo sé. Hacer preguntas que no tienen respuesta es una pérdida de tiempo, y a mí no me queda mucho.

—Lo siento, lo siento. ¿Qué más tienes ahí dentro?

—No demasiado. Pero lo bueno es que no necesitas mucho. Era una época muy diferente, Jake. Puedes leer acerca de ella en los libros de historia, pero no la comprenderás del todo hasta que hayas vivido allí una temporada. —Me pasó una tarjeta de la Seguridad Social. El número era 005-52-0223; el nombre, George T. Amberson. Al sacó un bolígrafo de la caja y me lo tendió—. Fírmala.

Cogí el bolígrafo, un regalo de propaganda. Escrito en el lateral se leía CONFÍE SU VEHÍCULO AL HOMBRE QUE PORTE LA ESTRELLA TEXACO. Sintiéndome un poco como Daniel Webster sellando su pacto con el diablo, firmé la tarjeta. Cuando intenté devolvérsela, negó con la cabeza.

El siguiente artículo consistía en un permiso de conducir de Maine, a nombre de George T. Amberson, donde se declaraba que yo medía un metro noventa y dos, tenía ojos azules, cabello castaño, y pesaba ochenta y cinco kilos. Había nacido el 22 de abril de 1923 y vivía en el 19 de Bluebird Lane, en Sabattus, que casualmente era mi residencia en 2011.

—¿Uno noventa y dos es más o menos correcto? —preguntó Al—. Tuve que adivinarlo.

—Se acerca bastante. —Firmé el permiso de conducir, la típica cartulina color beis burocrático—. ¿Sin foto?

—El estado de Maine aún está a años de eso, socio. Los otros cuarenta y ocho estados, también.

—¿Cuarenta y ocho?

—Hawaii no se incorporará a la Unión hasta un año después.

—Ah. —Sentí que perdía un poco el aliento, como si alguien acabara de darme un puñetazo en las entrañas—. Así que… si te paran por exceso de velocidad, ¿la poli supone que eres la persona que esta tarjeta afirma que eres?

—¿Por qué no? En 1958, si comentas algo sobre un ataque terrorista, la gente va a pensar que hablas de adolescentes que se dedican a hacer putadas a las vacas. Firma también esto.

Me tendió una tarjeta cliente de Hertz, una tarjeta para combustible Cities Service, un carnet del Diners Club y una American Express. La Amex era de celuloide; el carnet del Diners Club, de cartulina. Ambos tenían escrito el nombre de George Amberson. A máquina, no impreso.

—Si quieres, el año que viene podrás conseguir una genuina tarjeta Amex de plástico.

Sonreí.

—¿No hay talonario?

—Habría sido fácil, pero ¿de qué te serviría? Cualquier impreso que rellenara en nombre de George Amberson se perdería en el siguiente reinicio, además del dinero que ingresara en la cuenta.

—Ah. —Me sentí como un estúpido—. De acuerdo.

—No te preocupes demasiado, todo esto aún es nuevo para ti. Aunque necesitarás abrirte una cuenta. Te sugiero que no ingreses más de mil. Guarda la mayor parte de la pasta en efectivo y donde puedas echarle mano.

—Por si tengo que volver pitando.

—Exacto. Y las tarjetas de crédito son meras portadoras de identidad. Las cuentas reales que abrí para conseguirlas quedarán borradas cuando regreses al pasado. Aunque podrían ser de utilidad, nunca se sabe.

—¿George recibe su correo en el 19 de Bluebird Lane?

—En 1958, Bluebird Lane no es más que una dirección en un plano catastral de Sabattus, socio. La urbanización donde vives aún no se ha construido. Si alguien te lo menciona, di que es un tema financiero. Se lo tragarán. En el 58, las finanzas son como un dios, todo el mundo las venera pero nadie las entiende. Toma.

Me arrojó una espléndida cartera de hombre. La miré boquiabierto.

—¿Esto es piel de avestruz?

—Quiero que tengas aspecto de hombre próspero —dijo Al—. Busca algunas fotos y guárdalas ahí con los carnets. Tengo más chismes para ti. Más bolígrafos, uno que causa furor, con una combinación de abridor de cartas y regla en un extremo. Un lápiz mecánico Scripto. Un protector de bolsillos. En el 58 se consideran necesarios, no son solo para empollones. Un reloj Bulova con una correa de cromo Speidel extensible, esto le chifla a toda la gente guapa, papi. Ya revisarás el resto tú mismo. —Tosió larga y violentamente, con una mueca de dolor. Cuando paró, grandes goterones de sudor perlaban su rostro.

—Al, ¿cuándo reuniste todo esto?

—Cuando me di cuenta de que no iba a llegar a 1963, dejé Texas y volví a casa. Ya te tenía en mente, aunque no te había visto en cuatro años. Divorciado, sin hijos, inteligente y, lo mejor de todo, joven.

Ah, mira, casi lo olvido. Aquí está la semilla a partir de la cual germinó todo lo demás. Saqué el nombre de una tumba del cementerio de San Cirilo y mandé una solicitud a la Secretaría de Estado de Maine.

Me entregó mi certificado de nacimiento. Deslicé los dedos sobre la estampilla en relieve. Poseía cierto tacto sedoso de oficialidad.

Cuando levanté la mirada, vi que Al había puesto otra hoja de papel en la mesa. El encabezado rezaba DEPORTES 1958-1963.

—No la pierdas. No solo porque es tu equivalente a un vale de comida, sino porque tendrías que contestar a un montón de preguntas si cayera en las manos equivocadas. Sobre todo cuando los resultados empiecen a confirmarse.

Comencé a guardar las cosas en la caja y Al sacudió la cabeza.

—Tengo un maletín Lord Buxton para ti en mi armario, perfectamente gastado en los bordes.

—No lo necesito; tengo una mochila en el maletero del coche.

Al parecía divertido.

—Allá adonde vas, nadie lleva mochilas excepto los Boy Scouts, y solo cuando salen de exploración y de acampada. Te queda mucho por aprender, socio, pero si andas con cuidado y no corres riesgos, lo conseguirás.

Me di cuenta de que verdaderamente iba a seguir adelante con aquello, y que iba a suceder inmediatamente, sin apenas preparación. Me sentí como un visitante de los muelles londinenses del siglo diecisiete que de repente comprende que está a punto de ser narcotizado y enrolado en un barco.

—Pero ¿qué hago? —La pregunta brotó casi como un balido.

Al enarcó las cejas, frondosas y ahora tan blancas como el raleante cabello de su cabeza.

—Salvar a la familia Dunning. ¿No es eso de lo que estamos hablando?

—No me refiero a eso. ¿Qué hago cuando la gente me pregunte cómo me gano la vida? ¿Qué digo?

—Cuenta que tenías un tío rico que murió. Cuenta que estás gastando tu inesperada herencia poco a poco, que la estás haciendo durar el tiempo suficiente para escribir un libro. ¿No hay un escritor frustrado dentro de todo profesor de lengua y literatura? ¿O me equivoco?

Lo cierto era que no, no se equivocaba.

Permaneció sentado, observándome, demacrado, excesivamente delgado, pero no sin simpatía. Incluso con compasión, tal vez. Por fin, con suavidad, dijo:

—Es algo grande, ¿verdad?

—Lo es —asentí—. Y Al… amigo… yo no soy más que un hombrecillo.

—Lo mismo podría decirse de Oswald. Un don nadie que disparó emboscado. Y de acuerdo a la redacción de Harry Dunning, su padre solo es un borracho mezquino con un martillo.

—Ya no. Murió de una intoxicación estomacal aguda en la Prisión Estatal de Shawshank. Harry decía que probablemente fue por culpa de tuba mal fermentada. Es…

—Sí, conozco ese brebaje. Estuve destinado en las Filipinas y vi cómo se hacía, incluso lo bebí, muy a mi pesar. De todas formas, allá adonde vas no estará muerto. Y Oswald tampoco.

—Al… sé que estás enfermo, y sé que tienes mucho dolor, pero ¿podrías venir al restaurante conmigo? Yo… —Por primera y última vez, utilicé su apelativo habitual—. Socio, no quiero empezar esto solo. Estoy asustado.

—Jamás me lo perdería. —Se colocó una mano bajo la axila y se levantó con una mueca que le estiró los labios hasta dejar las encías a la vista—. Tú coge el maletín. Yo voy a vestirme.