Bajo la primera luz de la mañana, que se derramaba a través de la ventana del salón, Al presentaba peor aspecto que nunca. La bata blanca de tejido de rizo le colgaba como un paracaídas desinflado. Renunciar a la quimio le había permitido conservar el cabello, aunque raleaba y era fino como el de un bebé. Los ojos daban la impresión de haber retrocedido aún más en sus cuencas. Leyó la redacción de Harry Dunning dos veces, hizo ademán de dejarla, y después volvió a leerla. Por fin alzó la vista hacia mí y musitó:
—Por las alpargatas de Cristo.
—Lloré la primera vez que lo leí.
—No te culpo. La parte del rifle de aire comprimido es la que más me ha llamado la atención. Allá en los cincuenta, había anuncios de rifles Daisy en las contraportadas de todos los malditos tebeos que salían a la venta. La chiquillada de mi barrio al completo (bueno, al menos los niños) quería solo dos cosas: un rifle de aire comprimido Daisy y un gorro de mapache a lo Davy Crockett. Y no se equivoca, no tenía balas, ni siquiera de mentira, aunque nosotros solíamos verter un poco de aceite Johnson en el cañón. Así, cuando le metías aire y apretabas el gatillo, salía una nube de humo azul. —Volvió a bajar la vista hacia las páginas fotocopiadas—. ¿El hijo de puta mató a su mujer y a tres de sus hijos con un martillo? Jesús.
Él enseguida la emprendió a golpes —había escrito Harry—. Volvi corriendo al salón y había sangre por todas las paredes y una sustancia blanca en el sofá. Eso era el cerebro de mi madre. Ellen, ella estaba tirada en el suelo y tenía la mecedora encima de las piernas y le salía sangre de las orejas y el pelo. La tele seguía encendida, era ese programa que a mi madre le gustaba sobre Elerie Queen, que solucionaba crímenes.
El crimen cometido aquella noche guardaba poca relación con los elegantes misterios incruentos que Ellery Queen desentrañaba; había sido una masacre. El niño de diez años que había hecho un alto para mear antes de salir al truco o trato regresó del cuarto de baño a tiempo para presenciar cómo su padre, borracho y despotricando, le abría la cabeza a Arthur «Tugga» Dunning cuando este se arrastraba hacia la cocina. Entonces se volvió y vio a Harry, que levantó su rifle de aire comprimido Daisy y dijo: «No me toques, papá, o te pegaré un tiro».
Dunning se abalanzó hacia el muchacho, blandiendo el ensangrentado martillo. Harry apretó el gatillo (pude oír el sonido que debió de producir, una especie de ka-chow, a pesar de que yo nunca había disparado uno de esos rifles), luego lo dejó caer y corrió hacia el dormitorio que compartía con el ahora difunto Tugga. Su padre había olvidado cerrar la puerta principal al entrar, y en algún lugar —«sonaba como a 1000 kilómetros de distancia», había escrito el conserje— los vecinos gritaban y los niños que hacían el truco o trato chillaban.
Casi con toda certeza, Dunning habría matado también a su otro hijo de no haber tropezado con la «mecedora» volcada. Cayó cuan largo era, se levantó, y corrió hacia la habitación de sus hijos menores. Harry intentaba escabullirse debajo de la cama. Su padre le sacó de un tirón y le asestó un mazazo en el costado de la cabeza que seguramente habría matado al muchacho si la mano del padre no hubiera resbalado por la ensangrentada empuñadura; en lugar de partirle el cráneo a Harry, el martillo solo se hundió en parte, por encima de la oreja derecha.
No me desmayé pero casi. Seguí arrastrándome bajo la cama y ni me di cuenta de que me pegaba en la pierna pero lo hizo y me la rompió en 4 sitios distintos.
En este punto, un hombre que vivía calle abajo, y que había estado recorriendo el vencindario con su hija en busca de golosinas, entró a toda prisa. A pesar de la carnicería del salón, el vecino tuvo arrestos suficientes para agarrar el recogedor de cenizas del cubo de herramientas junto al horno de leña. Le asestó un golpe en la nunca a Dunning mientras este intentaba apartar la cama para alcanzar a su hijo semiinconsciente y herido de gravedad.
Después me quedé inconciente como Ellen solo que yo tuve suerte y me desperté. Los médicos dijeron que a lo mejor tenían que amputarme la pierna pero al final no lo hicieron.
No, conservó la pierna y con el tiempo se convirtió en conserje en el Instituto de Secundaria de Lisbon Falls y fue conocido por generaciones de estudiantes como Harry el Sapo. ¿Habrían sido los chicos más amables si hubieran sabido el origen de la cojera? Probablemente no. Aunque los adolescentes son emocionalmente delicados y propensos a sufrir magulladuras, carecen de compasión. Ésta llega en etapas posteriores de la vida, si es que llega en algún momento.
—Octubre de 1958 —dijo Al con un áspero ladrido por voz—. ¿Se supone que tengo que creer que es una coincidencia?
Recordé lo que le dije a la versión adolescente de Frank Anicetti sobre la historia de Shirley Jackson y sonreí.
—A veces un cigarro no es más que humo y una coincidencia es solo una coincidencia. Todo cuanto sé es que hablamos de otro momento divisorio.
—¿Y no encontré esta noticia en el Enterprise porque…?
—No sucedió aquí. Sucedió en Derry, al norte. Cuando Harry se recuperó y pudo abandonar el hospital, se fue a vivir con sus tíos a Haven, a unos cuarenta kilómetros al sur de Derry. Le adoptaron y, cuando quedó claro que no podría terminar la escuela, le pusieron a trabajar en la granja familiar.
—Suena a Oliver Twist, o a algo así.
—No, fueron buenos con él. Recuerda que en aquellos días no existían las clases de refuerzo, y la expresión «discapacitado mental» aún no se había inventado…
—Lo sé —dijo Al con sequedad—. En aquel entonces, «discapacitado mental» significaba que eras debilucho, idiota, o sencillamente subnormal.
—Pero él no era nada de eso entonces, ni tampoco ahora —dije—. En realidad no. Si hubo algún daño neurológico, se curó. Creo que fue sobre todo el shock, ¿sabes? El trauma. Tardó años en recuperarse de aquella noche, pero cuando lo logró, la escuela ya quedaba demasiado lejos para él.
—Al menos hasta que pudo retomar los estudios para el diploma de equivalencia, y para entonces ya era un hombre de mediana edad camino de la vejez. —Al meneó la cabeza—. Qué desperdicio.
—Tonterías —repliqué—. Una vida buena nunca es un desperdicio. ¿Podría haber sido mejor? Sí. ¿Puedo hacer que eso suceda? Basándome en lo ocurrido ayer, quizá sí. Pero esa no es la verdadera cuestión.
—Entonces, ¿cuál es? Porque a mí me parece una repetición del caso de Carolyn Poulin, y ya quedó probado. Sí, puedes cambiar el pasado. Y no, el mundo no estallará como un globo cuando lo hagas. ¿Me sirves una taza de café, Jake? Y de paso sírvete otra para ti. Está caliente, y tienes pinta de necesitarla.
Mientras servía el café, vi varios bollos de canela. Cuando le ofrecí uno, negó con la cabeza.
—La comida sólida me duele al tragarla, pero si estás decidido a hacerme ingerir calorías, hay un paquete de seis de Ensure en la nevera. En mi opinión, sabe a moco helado, pero lo puedo tragar.
Cuando se lo llevé en una copa de vino que había encontrado en el aparador, se rio con ganas.
—¿Crees que eso le dará mejor sabor?
—Quizá. Finge que es pinot noir.
Bebió la mitad del contenido y observé cómo se peleaba con su garganta para hacerlo bajar. Ganó esa batalla, pero apartó la copa y volvió a sostener la taza de café. No bebió, simplemente se limitó a envolverla con las manos, como si tratara de absorber parte del calor. Presenciar ese gesto me obligó a recalcular el tiempo que podría restarle de vida.
—Bien —dijo—. ¿Por qué esto es diferente?
De no haberse encontrado tan enfermo, lo habría deducido por sí mismo. Era un tipo brillante.
—Porque Carolyn Poulin nunca fue un buen caso de prueba. No le salvaste la vida, Al, solo las piernas. Siguió disfrutando de una existencia buena pero completamente normal en ambos casos, uno donde Cullum le disparó y otro donde tú interviniste. En ninguno de los dos se casó ni tuvo hijos. Es como… —Vacilé un poco en busca de un ejemplo adecuado—. No te ofendas, Al, pero lo que hiciste fue como si un médico salvara un apéndice infectado. Genial para el apéndice, pero, incluso estando sano, nunca tendrá una función vital. ¿Ves lo que digo?
—Sí. —Me dio la impresión de que se había picado un poco—. Carolyn Poulin me parecía lo mejor que podía hacer, socio. A mi edad, el tiempo es limitado aunque uno esté sano, y yo tenía los ojos puestos en un premio mayor.
—No te estoy criticando, pero la familia Dunning constituye un mejor caso de prueba, porque no se trata solo de una niña paralítica, por terrible que deba de haber sido algo así para ella y su familia. Estamos hablando de cuatro personas asesinadas y una quinta lisiada de por vida. Además, le conocemos. Después de que obtuviera su diploma de equivalencia, le llevé al restaurante a comer una hamburguesa, y cuando viste su birrete y su toga, nos invitaste. ¿Te acuerdas?
—Sí. Fue entonces cuando saqué la foto para mi Muro.
—Si lo logro, si puedo impedir que su viejo empuñe ese martillo, ¿crees que esa foto seguirá allí?
—No lo sé —respondió Al—. Quizá no. Para empezar, es posible que ni siquiera yo recuerde que estuvo allí.
Tantas hipótesis teóricas me superaban, así que no añadí ningún comentario.
—Y piensa en los otros tres niños: Troy, Ellen y Tugga. Seguramente alguno de ellos se casará si sobrevive. Y tal vez Ellen se convierta en una humorista famosa. ¿No dice ahí que era tan divertida como Lucille Ball? —Me incliné hacia delante—. Lo único que quiero es tener un ejemplo mejor de lo que sucede cuando se altera un momento divisorio. Lo necesito antes de meterle mano a algo de la trascendencia del asesinato de Kennedy. ¿Tú que dices, Al?
—Digo que entiendo tu punto de vista. —Al se puso en pie con dificultad. Era una visión dolorosa, pero cuando hice ademán de levantarme, negó con un gesto de la mano—. No, quédate ahí. En la otra habitación tengo algo para ti. Iré a buscarlo.