Desperté con la primera luz de la mañana y el gorjeo de los pájaros rozándome la cara; estaba seguro de que había llorado momentos antes de despertar. Había tenido un sueño, y aunque no podía recordarlo, debía de haber sido muy triste, porque yo nunca he sido lo que se diría un hombre llorón. Mejillas secas. Ninguna lágrima.
Giré la cabeza sobre la almohada para mirar el reloj de la mesilla de noche y vi que faltaban solo dos minutos para las seis. Dada la cualidad de la luz, iba a ser una hermosa mañana de junio, y las clases habían terminado. El primer día de las vacaciones de verano generalmente es tan alegre para los profesores como para los estudiantes, pero me sentía triste. Triste. Y no solo porque tuviera una dura decisión que tomar.
A medio camino de la ducha, tres palabras estallaron en mi mente: ¡Kowabunga, Buffalo Bob!
Me detuve, desnudo y contemplé mi propio reflejo con unos ojos como platos en el espejo sobre la cómoda. Ahora ya recordaba el sueño, y no era de extrañar que me hubiera despertado con esa sensación de tristeza. Había soñado que estaba en la sala de profesores, leyendo las redacciones de la clase de lengua para adultos mientras que, en el gimnasio, otro partido de baloncesto discurría hacia otra bocina final. Mi mujer acababa de salir del centro de desintoxicación. Yo confiaba en encontrarla en casa y no tener que pasarme una hora al teléfono antes de localizarla y rescatarla de algún abrevadero local.
En el sueño, sacaba la redacción de Harry Dunning de lo alto del montón y empezaba a leer: «No fue un día sino una noche. La noche que cambió mi vida fue la noche cuando mi padre asesinó a mi madre y dos hermanos…».
Había captado mi atención por completo y de inmediato. Bueno, a cualquiera le habría sucedido lo mismo, ¿verdad? Sin embargo, solo empezaron a picarme los ojos cuando llegué a la parte en la que hablaba de cómo iba vestido. Además, el atuendo no desentonaba en absoluto. Cuando los niños salían en esa noche especial de otoño, cargando con bolsas vacías que esperaban llenar con un botín de caramelos, sus disfraces siempre reflejaban la moda actual. Hace cinco años parecía que todos los niños que se presentaban en mi puerta llevaban gafas de Harry Potter y, en la frente, una calcomanía de una cicatriz con forma de relámpago. En mi viaje de iniciación como mendigo de golosinas, de eso hace muchas lunas, yo corría traqueteando por la acera (mi madre, ante mi apremiante insistencia, trotaba a tres metros detrás de mí) vestido como un soldado de asalto de El Imperio contraataca. Por tanto, ¿era de extrañar que Harry Dunning llevara ropa de ante con flecos?
—Kowabunga, Buffalo Bob —le dije a mi reflejo, y de repente me precipité hacia el estudio. Yo no guardo todos los trabajos de mis alumnos, ningún profesor lo hace (¡os ahogaríais en ellos!), pero tenía por costumbre fotocopiar las mejores redacciones. Constituyen una gran herramienta para la docencia. Nunca habría usado la de Harry en clase, era demasiado personal para eso, pero creía recordar que aun así conservaba una copia, debido a la fuerte reacción emocional que había provocado en mí. Abrí de un tirón el cajón del fondo y empecé a revolver en aquel nido de ratas de carpetas y papeles sueltos. Tras quince sudorosos minutos, lo encontré. Me senté en la silla de mi escritorio y empecé a leer.