Con todo lo sucedido, pensaba que no sería capaz de conciliar el sueño antes de las dos o las tres de la mañana, y existía la verdadera posibilidad de que no consiguiera dormir en absoluto. Sin embargo, a veces el cuerpo impone sus propios imperativos. Para cuando llegué a casa y me preparé una copa (poder tener alcohol en casa era una de las ventajas de mi regreso a la soltería), me pesaban los párpados; después de terminarme el whisky y leer las primeras nueve o diez páginas del Cuaderno Oswald de Al, apenas era capaz de mantener los ojos abiertos.
Enjuagué el vaso en el fregadero, fui al dormitorio (dejando un reguero de ropa en el camino a mi paso, algo por lo que Christy me habría montado una bronca), y me desplomé en la cama de matrimonio donde ahora dormía de nuevo solo. Pensé en apagar la lámpara de la mesilla de noche, pero sentía el brazo pesado, muy pesado. Corregir los trabajos de los alumnos de la clase avanzada en la extrañamente silenciosa sala de profesores me parecía ahora una actividad muy lejana en el tiempo. Tampoco era tan raro; todo el mundo sabe que, para ser algo tan implacable, el tiempo es singularmente maleable.
He dejado lisiada a esa niña. La he devuelto a la silla de ruedas.
No seas imbécil, cuando bajaste por esos escalones de la despensa esta tarde, ni siquiera sabías quién era Carolyn Poulin. Además, quizá en alguna parte aún pueda andar. Quizá atravesar ese agujero origina realidades alternativas, o corrientes temporales, o lo que coño sean.
Carolyn Poulin, sentada en su silla de ruedas y recibiendo su diploma. El año en que los McCoys triunfaban en las listas de éxitos con «Hang On, Sloopy».
Carolyn Poulin, paseando por su jardín de lirios en 1979, cuando los Village People triunfaban en las listas de éxitos con «Y. M. C. A.»; agachándose de vez en cuando, rodilla en tierra, para arrancar malas hierbas, irguiéndose y continuando su paseo.
Carolyn Poulin con su padre en el bosque, momentos antes de quedar paralítica.
Carolyn Poulin con su padre en el bosque, momentos antes de adentrarse en una ordinaria adolescencia de pueblo. ¿Dónde había estado ella en esa corriente temporal, me pregunté, cuando la radio y los boletines informativos de televisión anunciaron que habían disparado al trigésimo quinto presidente de Estados Unidos en Dallas?
«John Kennedy puede vivir. Tú puedes salvarle, Jake». ¿Y eso de verdad conseguiría que las cosas mejorasen? No había garantías.
«Me sentí como un hombre intentando liberarse de unas medias de nailon».
Cerré los ojos y vi pasar las hojas de un calendario, la imagen cursi de transición que solía aparecer en las películas antiguas. Las vi salir volando por la ventana de mi dormitorio, como pájaros.
Antes de quedarme dormido me vino una cosa más a la mente: el estúpido adolescente, con la aún más estúpida perilla en el mentón, murmurando con una mueca burlona «Harry el Sapo, brincando calle a-ba-jo». Y Harry impidiéndome que le llamara la atención. «Bah, no se preocupe», había dicho. «Ya estoy acostumbrado».
Entonces me quedé profundamente dormido.