Después de descubrir lo que él llamaba la madriguera de conejo, explicó Al, en un principio se contentaba con usarla para comprar víveres, apostar de vez en cuando a través de un corredor que encontró en Lewiston, y hacer acopio de monedas de cincuenta. Además, se tomaba vacaciones esporádicas a mitad de semana en el lago Sebago, un hervidero de peces sabrosos y perfectamente aptos para el consumo. A la gente le preocupaban las nubes radiactivas causadas por las pruebas nucleares, pero el temor a una intoxicación por mercurio por comer pescado contaminado aún pertenecía al futuro. Denominaba estas excursiones (que normalmente hacía los martes y los miércoles, aunque a veces se quedaba hasta el viernes) sus minivacaciones. El tiempo siempre era bueno (porque siempre era el mismo) y el botín de pesca siempre era espléndido (probablemente capturaba los mismos peces una y otra vez, al menos algunos de ellos).
—Sé exactamente cómo te sientes, Jake, porque yo mismo estuve más o menos en shock los primeros años. ¿Quieres saber lo que es alucinante? Bajar esos escalones en enero, en lo más crudo del invierno, y salir a ese sol brillante de septiembre con una temperatura para ir en mangas de camisa, ¿tengo razón?
Asentí y le indiqué que continuara. La pizca de color que lucían sus mejillas cuando llegué se había esfumado, y volvía a toser con regularidad.
—Pero si a un hombre le das tiempo, puede acostumbrarse a cualquier cosa, y cuando finalmente el shock fue remitiendo, empecé a pensar que había encontrado esa madriguera de conejo por una razón. Fue entonces cuando pensé en Kennedy. Pero tu pregunta levantó su fea cabeza: ¿se puede cambiar el pasado? No me preocupaban las consecuencias, al menos en un primer momento, sino solo si podría hacerse o no. En uno de mis viajes a Sebago, saqué mi navaja y tallé AL T. 2007 en un árbol cerca de la cabaña donde me alojaba. Cuando volví aquí, salté al coche y conduje hasta el lago Sebago. Las cabañas han desaparecido; construyeron un hotel turístico. Pero el árbol sigue allí. Igual que mi inscripción. Vieja y erosionada, pero allí sigue. AL T. 2007. Así supe que podía hacerse. Luego empecé a pensar en el efecto mariposa.
»Existía en aquella época un periódico en Las Falls, el Lisbon Weekly Enterprise, y el bibliotecario informatizó todo el microfilm en 2005. Eso acelera mucho las cosas. Yo buscaba un accidente ocurrido en otoño o en los primeros días de invierno de 1958. Cierto tipo de accidente. Habría llegado hasta principios de 1959 de ser preciso, pero encontré lo que buscaba el 15 de noviembre de 1958. Una niña de doce años llamada Carolyn Poulin salió de caza con su padre en la otra orilla del río, en la parte de Durham conocida como Bowie Hill. A eso de las dos de la tarde, era sábado, un cazador de Durham llamado Andrew Cullum disparó a un ciervo en la misma zona del bosque. Erró el tiro y alcanzó a la niña. Aunque estaba a casi medio kilómetro, alcanzó a la niña. Pienso en ello, ¿sabes? Cuando Oswald disparó al general Walker, la distancia era inferior a cien metros, tal vez solo sesenta. Pero la bala chocó contra el marco de una ventana y falló. La bala que dejó paralítica a la niña Poulin viajó más de cuatrocientos metros (el doble de distancia que el tiro que mató a Kennedy) y esquivó todos los troncos y las ramas en el trayecto. Con que solo hubiera tocado una ramita, casi seguro que no le habría dado. Así que sí, pienso en ello.
Aquélla fue la primera vez que la frase «la vida cambia en un instante» cruzó mi mente. No fue la última. Al agarró otra compresa, tosió, escupió, la tiró a la papelera. Después respiró hondo, o lo más parecido a hondo que pudo lograr, y siguió insistiendo. No traté de detenerle. De nuevo, volvía a estar fascinado.
—Introduje su nombre en la base de datos del Enterprise y encontré varias noticias sobre ella. Se graduó en el instituto de Lisbon Falls en 1965, un año después que el resto de su clase, pero lo consiguió, y fue a la Universidad de Maine. Estudió empresariales. Se hizo contable. Vive en Gray, a menos de quince kilómetros del lago Sebago, a donde iba yo en mis minivacaciones, y sigue trabajando como autónoma. ¿Adivinas quién es uno de sus mejores clientes?
Negué con la cabeza.
—John Crafts, aquí mismo, en Las Falls. Squiggy Wheaton, uno de los vendedores, es un cliente habitual del restaurante, y cuando un día me dijo que estaban haciendo la auditoría anual y que la «señora de los números» estaba allí repasando los libros, me propuse ir a echar una ojeada. Ahora tiene sesenta y cinco años, y… ¿sabes que a esa edad algunas mujeres son realmente hermosas?
—Sí —dije. Estaba pensando en la madre de Christy, que no alcanzó su máxima belleza hasta la cincuentena.
—Carolyn Poulin pertenece a ese grupo. Tiene facciones clásicas, de la clase que cualquier pintor de hace doscientos o trescientos años admiraría, y el cabello blanco como la nieve, que lleva largo y le cae por la espalda.
—Cualquiera diría que estás enamorado, Al.
Aún le quedaba fuerza suficiente para mandarme a freír espárragos.
—Además, está en buena forma física. Claro que era de esperar, ¿no? Una mujer soltera, que se sienta por sí misma en una silla de ruedas cada día y que sube y baja de la furgoneta especialmente equipada que conduce. Por no hablar de meterse en la cama y salir de la cama, meterse en la ducha y salir de la ducha, etcétera. Y lo hace. Squiggy dice que es completamente autosuficiente. Me dejó impresionado.
—Y decidiste salvarla. Como prueba.
—Bajé por la madriguera de conejo, solo que esta vez me quedé en la cabaña del lago más de dos meses. Le conté al dueño que había recibido una herencia de un tío mío que había muerto. Recuérdalo, socio; la historia del anciano tío rico está probada y contrastada. Todo el mundo se la cree porque todo el mundo la desearía para sí. Y llegó el día: 15 de noviembre de 1958. No interferí con los Poulin. Dada mi idea de detener a Oswald, me interesaba mucho más Cullum, el tirador. También le había investigado, y averigüé que vivía a un kilómetro y medio de Bowie Hill, cerca del viejo salón de reuniones de Durham. Pensé que llegaría allí antes de que saliera hacia el bosque. Las cosas no resultaron exactamente de ese modo.
»Me fui de la cabaña de Sebago muy temprano, lo cual fue un acierto, porque a poco más de un kilómetro se me pinchó una rueda del coche alquilado que conducía. Saqué la de repuesto, la puse, y aunque parecía estar en perfecto estado, no había recorrido ni dos kilómetros cuando también se pinchó.
»Hice autoestop hasta la gasolinera Esso de Naples, donde el tipo del taller me dijo que tenía la hostia de trabajo como para salir y ponerle un neumático nuevo a un Chevrolet de alquiler. Creo que estaba cabreado por perderse el sábado de caza. Una propina de veinte dólares le hizo cambiar de idea, pero no conseguí llegar a Durham hasta después de mediodía. Tomé la vieja carretera de Runaround Pond porque era el camino más rápido, y adivina. El puente sobre el Chuckle Brook se había caído al agua. Grandes caballetes de color rojo y blanco; braseros de humo para fumigar; una gran señal naranja que decía CARRETERA CORTADA. Para entonces, ya me había hecho una idea bastante clara de lo que estaba pasando, y tenía la deprimente sensación de que no iba a ser capaz de llevar a cabo lo que había planeado esa mañana. Date cuenta de que había salido a las ocho, para ir sobre seguro, y había tardado más de cuatro horas en recorrer veintinueve kilómetros. Pero no me rendí. Lo que hice fue dar un rodeo por la carretera de la iglesia metodista, exprimiendo el coche de alquiler hasta más no poder, arrastrando tras de mí un remolino de polvo; en esa época, todas las carreteras de esa zona son de tierra.
«Entonces empecé a ver coches y camiones aquí y allá, aparcados a los lados o a la entrada de las pistas forestales, y también a cazadores andando con las escopetas abiertas y apoyadas en los brazos. Todos y cada uno de ellos me saludaron con la mano, la gente es más amistosa en el 58, no hay ninguna duda al respecto. Yo les devolvía el saludo, pero la verdad es que esperaba otro pinchazo. O un reventón. Eso probablemente me habría sacado de la carretera, porque iba por lo menos a noventa. Recuerdo a uno de los cazadores haciendo aspavientos en el aire, como cuando le dices a alguien que vaya más despacio, pero no le presté atención.
»Subí Bowie Hill a toda velocidad, y nada más pasar la vieja casa de oración de los cuáqueros, descubrí una camioneta aparcada junto al cementerio. Pintado en la puerta, CONSTRUCCIÓN Y CARPINTERÍA POULIN. El vehículo vacío. Poulin y la niña en los bosques, quizá sentados en algún claro, comiendo el almuerzo y hablando como padre e hija. O al menos como yo imagino que lo hacen, nunca he tenido una…
Otro prolongado ataque de tos, que concluyó con un terrible sonido húmedo de arcadas.
—Ah, mierda, anda que no duele —gimió.
—Al, necesitas parar.
Sacudió la cabeza y se limpió una escurridiza mancha de sangre en el labio inferior con el canto de la mano.
—Lo que necesito es acabar con esto, así que cállate y déjame terminar.
»Me quedé mirando la camioneta, todavía rodando a noventa por hora, y cuando volví la vista a la carretera, vi que había un árbol caído en medio. Frené justo a tiempo para evitar chocar contra él. No era un árbol muy grande, y antes de que el cáncer se cebara conmigo, yo era bastante fuerte. Además, estaba frenético. Bajé del coche y empecé a pelearme con él. Mientras lo hacía, sin dejar de maldecir, se acercó un coche en sentido contrario. Se bajó un hombre que llevaba un chaleco de caza color naranja. No estaba seguro de si era o no mi hombre, el Enterprise nunca publicó su foto, pero parecía tener la edad correcta.
»Dice: “Permítame ayudarle, viejo”.
»Le doy las gracias y le tiendo la mano. “Bill Laidlaw”.
»Me la estrecha y dice: “Andy Cullum”. Así que era él. Teniendo en cuenta todos los problemas que había tenido para llegar a Durham, apenas podía creerlo. Me sentía como si hubiera ganado la lotería. Agarramos el árbol, y entre los dos conseguimos moverlo. Después, me senté en la carretera y me apreté el pecho. Me preguntó si estaba bien. “No lo sé”, digo yo. “Nunca he sufrido un infarto, pero esto tiene toda la pinta”. Ésa es la razón por la que el señor Andy Cullum nunca cazó nada aquella tarde de noviembre, Jake, y tampoco disparó a ninguna cría. Estuvo ocupado trasladando al pobre Bill Laidlaw al Hospital de Central Maine de Lewiston.
—¿Lo hiciste? ¿De verdad lo hiciste?
—Apuéstate el culo. En el hospital conté que me había comido un submarino enorme para almorzar (en esa época llaman así a los sandwiches italianos), y el diagnóstico fue «indigestión aguda». Pagué veinticinco dólares en efectivo y me soltaron. Cullum me estaba esperando y me llevó de vuelta al coche de alquiler. ¿Qué te parece eso como ejemplo de buen vecino? Regresé a 2011 esa misma noche… pero, por supuesto, volví solo dos minutos después de haberme ido. Es una mierda, tienes jet-lag sin siquiera haber montado en un avión.
»Mi primera parada fue la biblioteca municipal, donde busqué la noticia de la graduación de 1965. Antes, venía acompañada de una foto de Carolyn Poulin. El director por aquel entonces (Earl Higgins, ha llovido bastante desde que se fue al otro barrio) se inclinaba para entregarle el diploma a la chica, que estaba sentada en su silla de ruedas, vestida con su toga y su birrete. El pie de foto decía: “Carolyn Poulin cumple uno de sus objetivos principales dentro de su largo proceso de recuperación”.
—¿Seguía allí?
—La noticia sobre la graduación sí, ya lo creo. Las ceremonias de graduación siempre son portada en los periódicos de ciudades pequeñas, ya lo sabes, socio. Pero cuando volví de 1958, la foto mostraba en el estrado a un chico con un chapucero peinado de Beatle, y el pie de foto rezaba: “El amigo Trevor Briggs, mejor alumno de su promoción, pronunciando el discurso de graduación”. Se incluía un listado con todos los graduados, solo un centenar, más o menos, y Carolyn Poulin no estaba entre ellos. Así que comprobé la noticia de la graduación del 64, el año en que se habría graduado si no hubiera estado ocupada recuperándose de un tiro en la columna. Y bingo. Ninguna foto y ninguna mención especial, pero su nombre aparecía entre David Platt y Stephanie Routhier.
—Una chica más desfilando con «pompa y solemnidad».
—Correcto. Después introduje su nombre en el buscador del Enterprise, y encontré varios resultados posteriores a 1964. No muchos, tres o cuatro. Prácticamente lo que uno esperaría de una mujer ordinaria que vive una vida ordinaria. Fue a la Universidad de Maine, se licenció en Administración de Empresas, después hizo un posgrado en New Hampshire. Encontré un artículo más, de 1979, poco antes de que el Enterprise cerrara sus puertas, ANTIGUA ALUMNA DEL INSTITUTO DE SECUNDARIA DE LISBON GANA EL CONCURSO NACIONAL DE LIRIOS, decía. Había una foto suya, posando con la planta ganadora, de pie sobre sus propias piernas perfectamente sanas. Vive… vivía… no sé qué tiempo verbal es el correcto, quizá los dos… en un pueblo a las afueras de Albany, Nueva York.
—¿Casada? ¿Hijos?
—No lo creo. En la foto, sostenía en alto el lirio ganador y no vi ningún anillo en la mano izquierda. Sé lo que estás pensando, que no supone un gran cambio excepto por el hecho de ser capaz de caminar. Pero ¿quién puede asegurarlo realmente? Vivía en un lugar distinto e influyó en las vidas de quién sabe cuántas personas distintas, personas a las que nunca habría conocido si Cullum le hubiese disparado y ella se hubiera quedado en Las Falls. ¿Ves lo que quiero decir?
Lo que veía era que parecía realmente imposible estar seguro, en un sentido u otro, pero coincidí con él. Sobre todo porque quería terminar con aquello antes de que Al se derrumbara. Y pretendía verle a salvo en su cama antes de marcharme.
—Lo que te estoy diciendo, Jake, es que puedes cambiar el pasado, pero no es tan fácil como parece. Esa mañana me sentí como un hombre intentando liberarse de unas medias de nailon. Cedían levemente, pero después volvían a ceñirse de golpe, igual que al principio. Sin embargo, finalmente logré desgarrarlas.
—¿Por qué es tan difícil? ¿Porque el pasado no quiere ser cambiado?
—Estoy completamente seguro de que hay algo que no quiere que se cambie el pasado. Pero puede hacerse. Si tienes en cuenta la resistencia, puede hacerse. —Al me miraba, sus ojos brillaban en su demacrado rostro—. Al fin y al cabo, la historia de Carolyn Poulin termina con un «Y vivió feliz para siempre», ¿no crees?
—Sí.
—Mira dentro del cuaderno que te he dado, socio, en la contraportada, y a lo mejor cambias de idea. Es algo que he imprimido hoy.
Hice lo que me pedía y encontré una funda de cartón. Para guardar cosas como memorandos de oficina y tarjetas comerciales, supuse. Contenía una solitaria hoja de papel doblada. La saqué, la desplegué, y la miré durante un buen rato. Era una impresión por ordenador de la primera página del Weekly Lisbon Enterprise. La fecha que aparecía bajo la cabecera era 18 de junio de 1965. El titular rezaba: LA PROMOCIÓN DE 1965 ESTALLA EN LÁGRIMAS DE ALEGRÍA. En la fotografía, un hombre calvo (con el birrete bajo el brazo para que no se le cayera de la cabeza) se inclinaba sobre una chica sonriente en silla de ruedas. Él agarraba un extremo del diploma; ella agarraba el otro. «Carolyn Poulin cumple uno de sus objetivos principales dentro de su largo proceso de recuperación», se leía en el pie de foto.
Levanté la vista hacia Al, confuso.
—Si cambiaste el futuro y la salvaste, ¿cómo es que tienes esto?
—Cada viaje es un reinicio, socio. ¿Recuerdas?
—Oh, Dios mío. Cuando volviste para detener a Oswald, todo lo que hiciste para salvar a Poulin se borró.
—Sí… y no.
—¿Qué significa eso de sí y no?
—El salto atrás para salvar a Kennedy iba a ser el último, pero no tenía prisa por trasladarme a Texas. ¿Por qué motivo? En septiembre de 1958, Ozzie el Conejo (como le llamaban sus compañeros en los Marines) ni siquiera está en América. Está navegando alegremente por el Pacífico Sur con su unidad, salvaguardando la democracia en Japón y Formosa. Así que volví a las Cabañas Shadyside, en Sebago, y me quedé allí hasta el 15 de noviembre. Otra vez. Pero cuando se presentó el día, salí incluso más temprano, y joder, esa sí que fue una buena decisión por mi parte, porque esa vez no solo se pincharon un par de ruedas. Se soltó una biela del cigüeñal del maldito Chevy de alquiler. Terminé pagándole sesenta pavos al tipo de la estación de servicio de Naples para que me prestara su coche durante el resto del día, y le dejé mi anillo del cuerpo de Marines como señal de garantía. Tuve otras aventuras que no merece la pena recordar…
—¿El puente en Durham seguía cortado?
—No lo sé, socio, ni siquiera probé esa ruta. Una persona que no aprende del pasado es un idiota, a mi juicio. Una cosa que yo aprendí fue por qué camino vendría Andrew Cullum, y no malgasté el tiempo. El árbol estaba caído en medio de la carretera, igual que antes, y cuando él llegó, yo forcejeaba, igual que antes. Pronto sufrí el dolor en el pecho, igual que antes. Interpretamos la comedia entera, Carolyn Poulin pasó el sábado en el bosque con su padre, y un par de semanas más tarde dije «adiós» y cogí un tren a Texas.
—Entonces, ¿cómo es posible que tenga yo ahora esta foto de su graduación en silla de ruedas?
—Porque cada viaje a la madriguera de conejo es un reinicio. —Después, Al simplemente me observó, para ver si lo comprendía. Tras un minuto, lo hice.
—¿Yo…?
—Así es, socio. Esta tarde no solo compraste una cerveza de raíz. También devolviste a Carolyn Poulin a su silla de ruedas.