Conozco las bases de la narrativa de suspense —o por lo menos debería, pues he leído suficientes novelas de intriga a lo largo de mi vida— y la regla principal es mantener la incertidumbre en el lector. Sin embargo, si habéis captado algo de la esencia de mi personaje a partir de los extraordinarios sucesos de aquel día, sabréis que deseaba que me convenciera. Christy Epping se había convertido en Christy Thompson (chico conoce a chica en reunión de AA, ¿recordáis?), y yo vivía solo. Ni siquiera teníamos hijos por los que pelear. Me desempeñaba bien en mi trabajo, pero mentiría si dijera que suponía un desafío. Un viaje en autoestop por Canadá con un amigo después del último año de universidad constituía lo más cercano a una aventura que había vivido, y dada la naturaleza alegre y amable de la mayoría de los canadienses, tampoco tuvo mucho de aventura. Ahora, de repente, se me ofrecía la oportunidad de convertirme en un jugador importante no solo en la historia de América, sino en la del mundo. Así que sí, sí, sí, deseaba que me convenciera.
Pero también tenía miedo.
—¿Y si sale mal? —Bebí el resto del té helado en cuatro largos tragos; los cubitos de hielo tintinearon contra mis dientes—. ¿Y si me las arreglo, Dios sabe cómo, para impedir que suceda y empeoro las cosas en lugar de mejorarlas? ¿Y si regreso y descubro que América está bajo un régimen fascista? ¿O que la polución es tan extrema que todo el mundo anda con máscaras antigás?
—Entonces vuelves otra vez —dijo—. Vuelves a las doce menos dos minutos del 9 de septiembre de 1958. Anulas toda la operación. Cada viaje es el primero, ¿recuerdas?
—Parece lógico, pero ¿y si los cambios fueran tan radicales que tu restaurante ya ni siquiera existiera?
Al sonrió abiertamente.
—Entonces tendrías que vivir tu vida en el pasado. Pero ¿sería eso tan malo? Como profesor de lengua todavía te defenderías para conseguir un empleo, y ni siquiera lo necesitarías. Yo pasé allí cuatro años, Jake, y junté una pequeña fortuna. ¿Sabes cómo?
Podría haber aventurado una respuesta educada, pero sacudí la cabeza.
—Apostando. Tuve cuidado, no quería levantar ninguna sospecha, y desde luego no quería que ningún corredor de apuestas enviara a un rompepiernas por mí, pero cuando uno ha estudiado quién ganó los grandes eventos deportivos entre el verano de 1958 y el otoño de 1963, te puedes permitir el lujo de ser cuidadoso. No diré que puedas vivir como un rey, porque es una forma de vida peligrosa, pero no existe ninguna razón para no vivir bien. Y creo que el restaurante seguirá aquí. Ha aguantado en mi caso, y he cambiado multitud de cosas. Como cualquier persona. Solo dar la vuelta a la esquina y comprar una barra de pan y un litro de leche ya cambia el futuro. ¿Has oído hablar alguna vez del efecto mariposa? Se trata de una elaborada teoría científica que básicamente se reduce a la idea de que…
Empezó a toser otra vez, el primer ataque prolongado desde que yo había llegado. Cogió una de las compresas de la caja, se cubrió la boca como si fuera una mordaza, y luego de repente se dobló hacia delante. Un truculento ruido de arcadas brotó de su pecho. Sonaba como si la mitad de sus mecanismos internos se hubieran desprendido y estuvieran colisionando entre sí como autos de choque en un parque de atracciones. Finalmente remitió. Examinó la compresa, parpadeó, la dobló, y la tiró a la basura.
—Perdona, socio. Esta menstruación oral es una putada.
—¡Por Dios, Al!
Se encogió de hombros.
—Si uno no puede bromear sobre ello, ¿qué sentido tiene todo? Bueno, ¿dónde estaba?
—El efecto mariposa.
—Eso. Significa que sucesos de poca importancia pueden tener, cómo se dice, ramificaciones. La idea es que si un tipo mata a una mariposa en China, quizá dentro de cuarenta años, o de cuatrocientos, se produzca un terremoto en Perú. ¿Opinas como yo que es algo disparatado?
Efectivamente, pero me acordé de la antediluviana paradoja del viaje en el tiempo y la saqué a colación.
—Sí, pero ¿y si vuelves atrás y matas a tu propio abuelo?
Me miró de hito en hito, perplejo.
—¿Por qué coño ibas a hacer eso?
Ésa era una buena pregunta, así que le indiqué que continuara.
—Tú, esta tarde, has cambiado el pasado en toda clase de pequeños aspectos solo por entrar en la frutería Kennebec…, pero los escalones que subían a la despensa de vuelta a 2011 seguían ahí, ¿verdad? Y Las Falls es la misma que cuando te marchaste.
—Eso parece, sí. Pero estás hablando de algo un poco más importante; a saber: salvar la vida de JFK.
—Oh, estoy hablando de mucho más, porque esto no se trata de matar a una mariposa en China, socio. Estoy hablando además de salvarle la vida a RFK, porque si John sobreviviera en Dallas, Robert probablemente no se presentaría como candidato a la presidencia en 1968. El país no estaría preparado para sustituir a un Kennedy por otro.
—Eso no lo sabes seguro.
—No, pero escucha. ¿Acaso crees que si le salvas la vida a John Kennedy, su hermano Robert estará en el hotel Ambassador a las doce y cuarto del mediodía del 5 de junio de 1968? Y aunque así fuera, ¿Sirhan Sirhan aún trabajará en la cocina?
Quizá, pero las probabilidades debían de ser ínfimas. Si uno introducía un millón de variables en una ecuación, la solución iba a cambiar, desde luego.
—O ¿qué hay de Martin Luther King? ¿Estará aún en Memphis en abril del 68? Incluso si así fuera, ¿saldrá al balcón del Motel Lorraine a la hora exacta en que James Earl Ray le disparó? ¿Qué opinas?
—Si esa teoría de la mariposa es correcta, probablemente no.
—Eso es lo que yo creo también. Y si MLK sobrevive, los disturbios raciales que siguieron a su muerte no ocurrirán. Quizá no disparen a Fred Hampton en Chicago.
—¿A quién?
Pasó de mí.
—Para el caso, quizá no exista el SLA, el Ejército Simbiótico de Liberación. Sin SLA, no hay secuestro de Patty Hearst. Sin secuestro de Patty Hearst, habrá una pequeña pero quizá significativa reducción del miedo a los negros entre los blancos de clase media.
—Me estás liando. Recuerda, yo estudié lengua y literatura inglesa.
—Te estás liando porque sabes más de la Guerra Civil del siglo diecinueve que de la guerra que ha despedazado a este país después del asesinato de Kennedy en Dallas. Si te preguntara quién protagonizó El graduado, estoy seguro de que me lo dirías. Pero si te pidiera que me dijeras a quién intentó asesinar Lee Oswald solo unos meses antes de abatir a Kennedy, reaccionarías en plan «¿Quéee?». Porque de algún modo todo eso se ha perdido.
—¿Oswald intentó asesinar a alguien antes que a Kennedy? —Aquello era una novedad para mí, pero la mayor parte de mi conocimiento sobre la muerte de Kennedy procedía de una película de Oliver Stone. En cualquier caso, Al no respondió. Al estaba en racha.
—O ¿qué pasa con Vietnam? Johnson fue quien inició la demencial escalada de violencia. Kennedy era un guerrero frío, no cabe duda, pero Johnson lo llevó al siguiente nivel. Poseía el mismo complejo de «mis pelotas son las más grandes» que mostró Dubya cuando se plantó delante de las cámaras y dijo «A la carga». Kennedy podría haber cambiado de idea. Johnson y Nixon eran incapaces de eso. Gracias a ellos, en Vietnam perdimos a casi sesenta mil soldados americanos. Los vietnamitas, del norte y del sur, perdieron a millones. ¿La carnicería sería tan grande si Kennedy no muriera en Dallas?
—No lo sé. Y tú tampoco, Al.
—Eso es cierto, pero me he convertido en todo un estudioso de la historia americana reciente, y creo que las probabilidades de mejorar las cosas salvándole la vida son muy altas. Y de veras, no existe un lado negativo. Si las cosas se van a la mierda, solo hay que retroceder. Es tan fácil como borrar una palabrota de una pizarra.
—Si no puedo regresar, nunca sabré el resultado.
—Tonterías. Eres joven. Mientras no te dejes atropellar por un taxi ni sufras un infarto, vivirías el tiempo suficiente para enterarte de cómo resultan las cosas.
Permanecí sentado en silencio, con la vista fija en mi regazo, meditando. Al no me interrumpió. Por fin, alcé la cabeza.
—Debes de haber leído mucho acerca del asesinato y acerca de Oswald.
—Todo lo que ha caído en mis manos, socio.
—¿Qué certeza tienes de que lo hiciera él? Porque hay unas mil teorías de la conspiración. Eso lo sé hasta yo. Pero ¿y si vuelvo al pasado y le detengo, y entonces algún otro tipo le vuela los sesos a Kennedy desde la loma de hierba, o lo que fuera?
—El montículo de hierba. Y estoy casi al cien por cien seguro de que Oswald actuó solo. Para empezar, todas las teorías de la conspiración son descabelladas, y la mayoría se han refutado a lo largo de los años. La idea de que el tirador no fue Oswald, sino alguien que se le parecía, por ejemplo. El cadáver fue exhumado en 1981 y se le practicó una prueba de ADN. Era él, estaba claro. Ese puto bastardo. —Hizo una pausa, luego agregó—: Le conocí, ¿sabes?
Le miré fijamente.
—¡Ande ya!
—Oh, sí. Habló conmigo. Eso fue en Fort Worth. Él y su mujer, Marina, que era rusa, habían ido a visitar al hermano de Oswald. Si Lee alguna vez quiso a alguien, fue a su hermano Bobby. Estuve esperando junto a la valla que rodeaba el patio de Bobby Oswald, apoyado en un poste de teléfonos, fumando un cigarrillo y fingiendo que leía el periódico. El corazón parecía latirme a doscientas pulsaciones por minuto. Lee y Marina salieron juntos. Ella llevaba a su hija, June. Una cosita chiquitita, de menos de un año. La niña estaba dormida. Ozzie iba vestido con unos pantalones caquis y una camisa abotonada de la Liga de la Hiedra, toda raída alrededor del cuello. Los pantalones estaban bien planchados, aunque sucios. Tenía el pelo muy corto, no ya al estilo Marine, pero sí lo suficiente como para no poder tirar de él. Y Marina… ¡Cielo santo! ¡Una mujer impresionante! Cabello oscuro, ojos azules vivos, piel perfecta. Parece una estrella de cine. Si haces esto, lo verás por ti mismo. Mientras salían por el paseo, ella le dijo algo en ruso. Él le respondió, sonreía al hablar, pero entonces le dio un empujón que casi la hizo caer. La niña se despertó y empezó a llorar. Oswald no dejó de sonreír en ningún momento.
—Viste todo eso. Realmente. Le viste a él. —A pesar de mi propio viaje en el tiempo, estaba medio convencido de que aquello tenía que ser un delirio o una descarada mentira.
—Sí. Ella salió por la portezuela y pasó caminando a mi lado con la cabeza gacha, sosteniendo al bebé contra el pecho. Como si yo no estuviera allí. Pero él vino directo hacia mí, tan cerca que pude oler la Old Spice que se echaba para intentar camuflar el olor a sudor. Tenía la nariz salpicada de puntos negros. Por su ropa, y sus zapatos, que estaban rozados y rotos por detrás, dirías que no tenía un lugar donde caerse muerto, pero cuando mirabas su cara, comprendías que daba igual. A él le daba igual. Se creía alguien importante.
Al recapacitó un momento, luego sacudió la cabeza.
—No, retiro lo dicho. Él sabía que era alguien importante. Solo era cuestión de esperar a que el resto del mundo se pusiera al día. Así que ahí estaba, delante de mis narices, casi podría haberlo estrangulado, y no pienses que la idea no se me pasó por la cabeza…
—¿Por qué no lo hiciste? O directamente, ¿por qué no le pegaste un tiro?
—¿Delante de su mujer y su hija? ¿Tú serías capaz, Jake?
No tuve que pensarlo mucho tiempo.
—Supongo que no.
—Yo tampoco. Además, tenía mis motivos. Entre ellos, una aversión a la prisión del estado… y a la silla eléctrica. Estábamos en la calle, ¿recuerdas?
—Ah.
—Vale. Cuando se acercó a mí, todavía tenía esa sonrisita en la cara. Arrogante y remilgada, las dos cosas al mismo tiempo. Lleva esa sonrisa en más o menos todas las fotografías que han podido sacarle. La lleva en la comisaría después de que le arrestaran por matar al presidente y a un agente de policía que por casualidad se cruzó en su camino cuando intentaba escapar. Me dijo: «¿Qué está mirando, señor?». Yo contesté: «Nada, amigo». Y él dijo: «Entonces no se meta donde no le llaman».
»Marina le esperaba en la acera, tal vez a unos cinco o seis metros, y trataba de calmar a la niña para que volviera a dormirse. Hacía un calor infernal, pero ella se recogía el pelo con un pañuelo, al estilo de muchas mujeres europeas de esa época. Oswald llegó hasta donde estaba ella y la agarró por el codo, como si fuera un poli en lugar de su marido, y le dijo: “Pokboda! Pokhoda!”. Camina, camina. Ella le respondió algo, quizá le pidió que llevara al bebé un rato. Bueno, solo es una suposición. Pero él la empujó y dijo, “Pokboda, cyka!”. Camina, perra. Ella obedeció. Luego echaron a andar hacia la parada del autobús, y eso fue todo.
—¿Hablas ruso?
—No, pero tengo buen oído y un ordenador. Es decir, aquí.
—¿Le viste más veces?
—Solo a distancia. Para entonces ya empezaba a estar muy enfermo. —Sonrió—. En ningún sitio de Texas se hace una barbacoa mejor que en Forth Worth, y no pude probarla. Éste es un mundo cruel, a veces. Fui a ver a un médico, aunque yo mismo podría haber deducido el diagnóstico, y volví al siglo veintiuno. Básicamente, no había nada más que ver. Solo un maltratador de mujeres flacucho que espera hacerse famoso.
Se inclinó hacia delante.
—¿Sabes cómo era el hombre que cambió la historia de América? Era el típico crío que tira piedras a los otros niños y luego sale corriendo. Para cuando se alistó en los Marines (quería ser como su hermano Bobby, idolatraba a Bobby), había vivido en casi dos docenas de ciudades distintas, desde Nueva Orleans hasta Nueva York. Tenía grandes ideas y no entendía por qué la gente no las escuchaba. Eso le enloquecía, le ponía furioso, pero nunca perdió esa sonrisita cabrona. ¿Sabes cómo le llamó William Manchester?
—No. —Ni siquiera sabía quién era William Manchester.
—Un miserable descarriado. Manchester hablaba acerca de todas las teorías de la conspiración que florecieron en el período posterior al asesinato… y después de que dispararan y mataran al mismo Oswald. Es decir, eso lo sabes, ¿verdad?
—Por supuesto —contesté, un poco irritado—. Lo hizo un tipo llamado Jack Ruby. —Sin embargo, habida cuenta de las lagunas de conocimiento que había demostrado, supongo que tenía derecho a preguntarlo.
—Manchester decía que si pones al presidente asesinado en un extremo de la balanza y a Oswald, el miserable descarriado, en el otro, no se equilibra. De ninguna manera. Si se quiere dar un significado a la muerte de Kennedy, hay que añadir algo más pesado, lo cual explica la proliferación de teorías conspiratorias. Como que fue la mafia y que Carlos Marcello ordenó el trabajo. O que fue la KGB. O Castro, para vengarse de la CIA por intentar liquidarlo con puros envenenados. Hoy en día hay gente que cree que lo hizo Lyndon Johnson para llegar a presidente. Pero en definitiva… —Al meneó la cabeza—. Casi seguro fue Oswald. Has oído hablar de la navaja de Occam, ¿no?
Era agradable saber algo con certeza.
—Es un principio también conocido como Ley de Parsimonia. «En igualdad de condiciones, la explicación más simple es generalmente la correcta». Entonces, ¿por qué no le mataste cuando no estuviera en la calle con su mujer y su hija? Tú también fuiste Marine. Cuando supiste lo enfermo que estabas, ¿por qué no mataste tú mismo al arrogante hijo de puta?
—Porque estar seguro al noventa y cinco por ciento no es lo mismo que estarlo al cien por cien. Porque, fuera o no un tarado, era un hombre de familia. Porque después de ser arrestado, Oswald dijo que era un cabeza de turco y quería cerciorarme de que mentía. En este endemoniado mundo, no creo que nadie pueda estar seguro de nada al cien por cien, pero quería subir la probabilidad hasta el noventa y ocho. Aunque no me proponía esperar hasta el 22 de noviembre y detenerle en el Depósito de Libros Escolares de Texas; eso habría sido hilar demasiado fino, y existe un buen motivo que debo contarte.
Sus ojos ya no se veían tan brillantes, y las arrugas en el rostro volvían a acentuarse. Me asustaba cuánto habían mermado sus reservas de fuerza.
—Lo he escrito todo, y quiero que lo leas. De hecho, quiero que te lo empolles como un cabrón. Mira encima de la tele, socio. ¿Te importaría? —Me dirigió una cansada sonrisa y agregó—: Tengo puestos mis calzones de estar sentado.
Se trataba de un grueso cuaderno azul. El precio estampado en la tapa era de veinticinco centavos. La marca me resultaba ajena.
—¿Qué es Kresge?
—La cadena de hipermercados que ahora se conoce como Kmart. Lo que pone en la tapa no importa, presta atención a lo que hay dentro. Es la cronología de Oswald, más todas las pruebas reunidas en su contra… que en realidad no tendrás que leer si accedes a esto, porque vas a detener a esa rata en abril de 1963, más de medio año antes de que Kennedy visite Dallas.
—¿Por qué en abril?
—Porque es cuando alguien intentará matar al general Edwin Walker… solo que para entonces ya no era general. Fue destituido en 1961 por el propio JFK. El general Edwin distribuía folletos segregacionistas entre sus tropas y les ordenaba leerlos.
—¿Fue Oswald quien disparó?
—Eso es lo que deberás comprobar. Es el mismo puto rifle, no hay duda, las pruebas de balística lo demostraron. Yo esperaba presenciar el disparo. Podía permitirme el lujo de no interferir, porque en esa ocasión Oswald falló. La bala se desvió por el listón central de madera de la ventana de la cocina. No mucho, pero bastó. La bala le peinó literalmente el pelo y sufrió cortes leves en el brazo debido a las astillas que salieron volando del marco. Fue su única herida. —Al sacudió la cabeza—. No diré que el hombre mereciera morir (muy pocos hombres son tan malvados como para merecer que les peguen un tiro en una emboscada), pero cambiaría a Walker por Kennedy con los ojos cerrados.
No presté atención a esto último. Estaba hojeando el Cuaderno Oswald de Al, página tras página de notas escritas con letra apretada, completamente legibles al principio, menos hacia el final. Las últimas páginas eran los garabatos de un hombre muy enfermo. Cerré el cuaderno y dije:
—Si hubieras podido confirmar que Oswald fue el tirador del atentado contra el general Walker, ¿eso habría despejado tus dudas?
—Sí. Necesitaba asegurarme de que es capaz de hacerlo. Ozzie es un hombre malo, Jake, lo que la gente en el 58 llama un canalla, pero pegar a tu esposa y retenerla como virtual prisionera por no hablar el idioma no justifica el asesinato. Y algo más. Aunque no hubiera desarrollado la C mayúscula, sabía que a lo mejor no dispondría de otra oportunidad para enderezarlo si mataba a Oswald y a pesar de todo otra persona disparaba al presidente. Cuando un hombre llega a los sesenta, su garantía prácticamente ha expirado, ¿entiendes lo que quiero decir?
—¿Era preciso matarlo? ¿No podías… no sé… incriminarle por algo?
—Quizá, pero ya estaba enfermo. No sé si hubiera podido hacerlo aun estando sano. En conjunto, parecía más simple acabar con él una vez que me asegurara. Como pegarle un manotazo a una avispa antes de que te pique.
Permanecí en silencio, pensando. El reloj de la pared marcaba las diez y media. Al había iniciado la conversación diciendo que aguantaría hasta medianoche, pero bastaba mirarle para saber que había sido una estimación salvajemente optimista.
Llevé su vaso y el mío a la cocina, los enjuagué y los coloqué en el escurreplatos. Me sentía como si se hubiera desencadenado un embudo de tornado detrás de mi frente. En lugar de vacas y postes y trozos de papel, lo que succionaba y hacía girar eran nombres: Lee Oswald, Bobby Oswald, Marina Oswald, Edwin Walker, Fred Hampton, Patty Hearst. Había también brillantes acrónimos en ese torbellino, dando vueltas como ornamentos cromados arrancados del capó de algún coche de lujo: JFK, RFK, MLK, SLA. El ciclón incluso emitía un sonido, dos palabras rusas pronunciadas una y otra vez con un monótono acento sureño: pokboda, cyka.
Camina, perra.