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—¿Conoces la expresión momento divisorio, socio?

Asentí. No tenías que ser profesor de lengua para conocerla; ni siquiera tenías que ser una persona culta. Era uno de esos irritantes atajos lingüísticos que se manifiestan en los programas de noticias de la tele por cable, día sí y día también. Otros incluyen conectar los puntos y en este instante de tiempo. El más irritante de todos (he arremetido en su contra delante de mis alumnos visiblemente aburridos una vez y otra vez y otra vez) es la expresión, completamente sin sentido, alguna gente dice, o numerosa gente cree.

—¿Sabes de dónde viene? ¿Su origen?

—No.

—Cartografía. Una divisoria delimita un área de tierra, una cuenca, generalmente una montaña o un bosque, que vierte sus aguas a un determinado río. La historia también es un río. ¿No la describirías así?

—Sí, supongo que sí. —Bebí un sorbo de mi té.

—A veces los acontecimientos que cambian la historia son generalizados, como una lluvia fuerte y prolongada sobre una cuenca entera que inunda las riberas de un río. Pero los ríos pueden incluso desbordarse en días soleados. Todo cuanto se necesita es un chaparrón fuerte y prolongado en una pequeña zona de la cuenca. En la historia también existen riadas relámpago. ¿Quieres ejemplos? ¿Qué me dices del 11-S? ¿O de la derrota de Gore en el 2000?

—Al, no puedes comparar unas elecciones nacionales con una riada.

—Quizá la mayoría no, pero las elecciones presidenciales del 2000 pertenecen a una categoría aparte. Imagina que pudieras volver a Florida en el otoño del doble cero y gastar doscientos mil dólares en favor de Al Gore.

—Hay un par de problemas —objeté—. Primero, no tengo doscientos mil dólares. Segundo, soy profesor de instituto. Puedo contarte todo lo relacionado con la fijación materna de Thomas Wolfe, pero en lo que se refiere a política, estoy en pañales.

Batió la mano en un gesto de impaciencia que casi hizo que su anillo del cuerpo de Marines saliera despedido de su escuálido dedo.

—El dinero no es problema. Tendrás que confiar en mí, por ahora. Y por lo general, el conocimiento anticipado supera con creces a la experiencia. La diferencia en Florida fue supuestamente inferior a seiscientos votos. ¿Crees que con doscientos de los grandes se podrían comprar seiscientos votos el día de las elecciones si todo se redujera a eso?

—A lo mejor —dije—. Probablemente. Supongo que aislaría comunidades con un alto grado de apatía y donde tradicionalmente la participación sea baja; no haría falta investigar demasiado. Y luego empezaría a repartir dinero.

Al sonrió burlonamente mostrando los huecos de dientes desaparecidos y las enfermizas encías.

—¿Por qué no? En Chicago funcionó durante años.

La idea de comprar la Presidencia por menos de lo que costarían dos sedanes Mercedes Benz me hizo callar.

—Pero cuando se trata del río de la historia, los momentos divisorios más susceptibles de cambiar son los asesinatos, los que tuvieron éxito y los que fracasaron. Al archiduque Francisco Fernando de Austria le disparó un mequetrefe mentalmente inestable llamado Gavrilo Princip, y eso marcó el inicio de la Primera Guerra Mundial. Por otra parte, después de que Claus von Stauffenberg fracasara en su intento de matar a Hitler en 1944 (al poste, pero sin premio), la guerra continuó y murieron millones de personas.

También yo había visto esa película.

Al prosiguió:

—No hay nada que podamos hacer en el caso del archiduque o en el caso de Hitler. Están fuera de nuestro alcance.

Pensé en acusarle por esas presunciones, pero mantuve la boca cerrada. Me sentía como un hombre leyendo un libro macabro. Una novela de Thomas Hardy, por ejemplo. Sabes cómo va a terminar, pero eso, en lugar de estropear las cosas, de algún modo aumenta tu fascinación. Es como mirar a un niño que hace correr su tren eléctrico cada vez más rápido y esperar a que descarrile en una curva.

—En cuanto al 11-S, si quisieras remediarlo, tendrías que esperar cuarenta y tres años. Te pondrías casi con ochenta, si es que consigues llegar a esa edad.

Ahora cobraba sentido la bandera con la solitaria estrella que enarbolaba el gnomo. Era un recuerdo de la última incursión de Al en el pasado.

—Tú no lograrías llegar a 1963, ¿verdad?

Ante esto no replicó, solo se limitó a observarme. Los ojos, que habían presentado un aspecto velado y distraído esa misma tarde en el restaurante, ahora brillaban. Casi rejuvenecidos.

—Porque eso es de lo que estás hablando, ¿verdad? Dallas en 1963.

—Así es —confirmó—. Tuve que desistir. Pero no estás enfermo, socio. Estás sano y en la flor de la vida. Puedes volver, y puedes impedirlo.

Se inclinó hacia delante. Sus ojos no solo brillaban; ardían.

—Tú puedes cambiar la historia, Jake. ¿Lo entiendes? John Kennedy puede salvarse.