En el restaurante Al solía utilizar una cristalería resistente y sencilla, pero la jarra que contenía el té helado me parecía Waterford. Un limón entero cabeceaba plácidamente en la superficie, con la piel cortada para permitir que el sabor se filtrara. Llené un par de vasos con hielo, vertí el té y regresé a la sala de estar. Al tomó un trago largo y profundo del suyo y cerró los ojos, agradecido.
—Chico, es estupendo. Ahora mismo todo en Mundo Al es estupendo. Esas drogas son una maravilla. Adictivas como mil demonios, por supuesto, pero maravillosas. Incluso me quitan un poco la tos. El dolor llegará a hurtadillas otra vez hacia medianoche, pero debería darnos tiempo suficiente para hablar de eso. —Tomó otro sorbo y me dirigió una mirada de atribulada diversión—. Las cosas humanas son fantásticas hasta el final, por lo que se ve. Nunca lo habría imaginado.
—Al, ¿qué pasará con ese… ese agujero al pasado si retiran tu caravana y construyen un outlet en ese lugar?
—No lo sé, igual que no sé cómo puedo comprar la misma carne una y otra vez. Lo que yo creo es que desaparecerá. Creo que es una extravagancia de la naturaleza, como los geiseres de Yellowstone, o como esa extraña roca en equilibrio que tienen en Australia occidental, o como un río que fluye hacia atrás en ciertas fases de la luna. Estas cosas son delicadas, socio. Un pequeño corrimiento de la corteza terrestre, un cambio de temperatura, unos cartuchos de dinamita, y adiós.
—Así que no crees que vaya a producirse… no sé… ¿una especie de cataclismo? —En mi mente imaginaba una brecha en la cabina de un avión volando a once mil metros de altitud y que todo desaparecía succionado, incluidos los pasajeros. Lo había visto una vez en una película.
—No lo creo, pero ¿quién es capaz de asegurarlo? De cualquier forma, solo sé que no hay nada que hacer al respecto. A menos que quieras que te ceda el local, claro. Podría arreglarlo. Después podrías ir a la Sociedad Nacional de Conservación Histórica y decirles: «Eh, muchachos, no permitáis que pongan un outlet en el patio de la vieja fábrica Worumbo. Allí hay un túnel del tiempo. Comprendo que es difícil de creer, pero dejadme que os lo enseñe».
Por un instante me lo planteé, porque probablemente Al tenía razón: la fisura que conducía al pasado era casi con toda certeza delicada. Por cuanto yo sabía (o él), podría reventar como una burbuja de jabón simplemente con una sacudida fuerte del Aluminaire. Después pensé en el gobierno federal descubriendo que podrían enviar al pasado a los cuerpos de operaciones especiales para cambiar todo cuanto quisieran. No sabía si eso sería posible, pero en tal caso, los tipos que nos proporcionaban cosas tan divertidas como armas biológicas y bombas inteligentes guiadas por ordenador eran las últimas personas que querría que modificaran sus agendas en beneficio de una historia viva y desprotegida.
Un momento después de que se me ocurriera esta idea —no, en el mismo segundo—, supe lo que Al tenía en mente. Solo me faltaban los detalles. Dejé a un lado mi té y me puse en pie.
—Ah, no, no. Rotundamente no.
Al recibió mis palabras con calma. Podría decir que se debía a su colocón de OxyContina, pero me engañaría a mí mismo. Se daba cuenta de que, dijera lo que dijese, no tenía intención de marcharme. Mi curiosidad —por no mencionar mi fascinación— probablemente saltaba a la vista cual púas de puercoespín. Porque una parte de mí quería conocer los detalles.
—Veo que puedo pasar por alto la introducción e ir directamente al grano —dijo Al—. Eso es bueno. Siéntate, Jake, y te confiaré el único motivo que tengo para no engullir de golpe toda mi reserva de pastillitas color rosa. —Y como permanecí de pie, prosiguió—: Sabes que deseas oírlo, y ¿qué hay de malo? Aunque pudiera obligarte a hacer algo aquí, en el 2011, cosa que no puedo, no podría obligarte a hacer nada en el pasado. Allí, Al Templeton no es más que un crío de cuatro años de Bloomington, Indiana, corriendo por el patio con una máscara del Llanero Solitario que aún duda a la hora de utilizar el váter. Así que siéntate. Como dicen en los publirreportajes, sin ninguna obligación.
Correcto. Por otra parte, mi madre habría dicho que la voz del diablo es dulce.
Pero me senté.