El gnomo enarbolaba una bandera, en efecto, pero no americana. Ni siquiera la bandera de Maine con el alce. La que sostenía el gnomo tenía una franja vertical azul y dos gruesas franjas horizontales, la superior de color blanco y la inferior de color rojo. Tenía, además, una única estrella. Al pasar junto al gnomo, le di una palmadita en el sombrero puntiagudo, y subí los escalones del porche de la casita de Al, en Vining Street, pensando en una graciosa canción de Ray Wylie Hubbard: «Que os jodan, nosotros somos de Texas».
La puerta se abrió antes de que pudiera tocar el timbre. Al llevaba puesto un albornoz encima del pijama, y el reciente pelo canoso formaba enmarañados tirabuzones, un grave caso de «cabeza de cama», si alguna vez vi uno. No obstante, el sueño (y los analgésicos, por supuesto) le había sentado bien. Aún tenía aspecto de enfermo, pero las arrugas alrededor de la boca no eran tan profundas, y mientras me conducía por el corto pasillo hacia la sala de estar, su andar parecía más seguro. Ya no se presionaba la axila izquierda con la mano derecha como si intentara mantenerse de una pieza.
—Ya me parezco un poco más a mi antiguo yo, ¿verdad? —preguntó con voz ronca mientras se sentaba en la butaca delante del televisor. Salvo que realmente no se sentó, sencillamente se posicionó y se dejó caer.
—Verdad. ¿Qué te han dicho los médicos?
—El que vi en Portland dice que no hay esperanza, ni siquiera con quimio y radiación. Exactamente lo mismo que me dijo el doctor que vi en Dallas. Y eso fue en 1962. Es agradable pensar que algunas cosas nunca cambian, ¿no crees?
Abrí la boca, seguidamente la cerré. A veces no hay nada que decir. A veces uno sencillamente se queda sin palabras.
—No tiene sentido marear la perdiz —dijo—. Sé que la muerte incomoda a la gente, sobre todo cuando el que se muere solo puede culpar a sus propios malos hábitos, pero no puedo malgastar el tiempo siendo delicado. Pronto ingresaré en un hospital, aunque no haya otra razón para ello que ser incapaz de ir y volver del cuarto de baño por mí mismo. Y que me parta un rayo si me quedo sentado tosiendo hasta echar los higadillos y hundiéndome en mi propia mierda.
—¿Qué pasa con el restaurante?
—El restaurante está acabado, socio. Aunque estuviera sano como un caballo, desaparecería a final de mes. Sabes que tenía alquilada esa parcela, ¿no?
Lo ignoraba, pero tenía su lógica. Aunque la Worumbo aún se llamaba Worumbo, ahora era básicamente un moderno centro comercial, y eso implicaba que Al habría estado pagando una renta a alguna corporación.
—Hay que renovar el contrato de arrendamiento, y Mill Associates quiere ese espacio para poner algo llamado (esto te va a encantar). L. L. Bean Express. Aparte, dicen que mi Aluminaire es una monstruosidad.
—¡Eso es ridículo! —exclamé, y mi indignación era tan genuina que hizo reír a Al.
La risa trató de metamorfosearse en un ataque de tos y se obligó a sofocarlo. Aquí, en la intimidad de su hogar, no usaba pañuelos de papel, ni pañuelos de tela ni servilletas para lidiar con esa tos; había una caja de compresas Maxi Pads en la mesa junto a la butaca. Mis ojos se desviaban una y otra vez hacia ellas. Los instaba a apartarse, tal vez para mirar la foto en la pared de Al rodeando con un brazo a una mujer bien parecida, pero enseguida los descubría retornando a la caja. He aquí una de las grandes verdades de la condición humana: si necesitas compresas para absorber las expectoraciones producidas por tu maltrecho cuerpo, es que tienes un problemón de la hostia.
—Gracias por decir eso, socio. Podríamos beber algo. Mis días de alcohol han terminado, pero tengo té helado en la nevera. Quizá deberías hacer los honores.