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Salí del Al’s Diner a las tres treinta. Las seis horas entre ese momento y las nueve y media no fueron tan extrañas como visitar Lisbon Falls cincuenta y tres años antes, pero casi. El tiempo parecía simultáneamente demorarse y acelerar. Conduje hasta la casa que estaba pagando en Sabattus (Christy y yo habíamos vendido la que poseíamos en Las Falls y dividido los ingresos cuando nuestra corporación marital se disolvió). Pensé en echarme una siesta; por supuesto, no pude dormir. Tras veinte minutos tumbado de espaldas, más tieso que un palo, con la vista clavada en el techo, fui al cuarto de baño a hacer pis. Mientras observaba la orina salpicar la taza, pensé: Esto es cerveza de zarzaparrilla procesada en 1958. Sin embargo, al mismo tiempo pensaba que eso era una memez. Al me había hipnotizado de algún modo.

Esa cosa de la duplicación, ¿entendéis?

Intenté terminar de leer los últimos trabajos de mi clase avanzada, y no me sorprendí lo más mínimo al descubrirme incapaz de hacerlo. ¿Blandir el temible rotulador rojo del señor Epping? ¿Establecer juicios críticos? De risa. Ni siquiera conseguía conectar las palabras. Así que encendí el tubo (jerga con raíces en los Gloriosos Cincuenta; los televisores ya no tenían tubos) y navegué por los canales durante un rato. En el TCM di con una película antigua titulada La chica de las carreras. Me encontré mirando con tal intensidad coches antiguos y a adolescentes dominados por la angustia, que acabé con dolor de cabeza, de modo que la apagué. Me preparé un salteado, pero a pesar de que estaba hambriento, no pude comer. Ahí sentado, contemplando el plato, pensaba en Al Templeton sirviendo los mismos seis kilos de hamburguesas una y otra vez, año tras año. Realmente era como el milagro de los panes y los peces, y entonces, ¿qué importaba si, debido a los bajos precios, circulaban rumores sobre gatoburguesas y perroburguesas? Considerando lo que pagaba por la carne, debía de estar obteniendo un beneficio disparatado con cada Granburguesa que vendía.

Cuando me di cuenta de que andaba en círculos por la cocina —incapaz de dormir, incapaz de leer, incapaz de ver la tele, un salteado perfecto tirado por el triturador del fregadero—, me subí al coche y conduje de vuelta a la ciudad. Para entonces eran las siete menos cuarto y en Main Street abundaban las plazas de aparcamiento. Me detuve enfrente de la frutería Kennebec y me quedé sentado tras el volante, contemplando una reliquia con la pintura desconchada que en otro tiempo había sido un próspero negocio en una ciudad pequeña. Ya cerrado, parecía listo para la bola de demolición. El único indicio de vida humana eran unos carteles en el polvoriento escaparate (¡BEBER MOXIE ES SALUDABLE!, rezaba el más grande), tan anticuados que bien podrían llevar años abandonados.

La sombra de la frutería se extendía por la calle hasta tocar mi coche. A mi derecha, donde había estado la licorería, se levantaba ahora un edificio de ladrillo visto que albergaba una sucursal del Key Bank. ¿Quién necesitaba un frente verde cuando podías colarte en cualquier tienda de comestibles del estado y salir alegremente con una pinta de Jack o un cuarto de licor de café? Y nada de endebles bolsas de papel; en estos tiempos modernos usamos plástico, hijo. Dura mil años. Y hablando de tiendas de comestibles, nunca había oído hablar de ningún establecimiento llamado Red & White. Si querías comprar comida en Las Falls, ibas al supermercado de la IGA, a un bloque de distancia por la 196. Estaba justo enfrente de la vieja estación de tren. La cual, por cierto, era ahora una combinación de tienda de camisetas y salón de tatuajes.

Sea como fuere, en ese momento el pasado daba la impresión de hallarse muy cerca; quizá se debía a la estela dorada de la declinante luz estival, que siempre se me ha antojado ligeramente sobrenatural. Era como si 1958 aún permaneciera aquí mismo, oculto solo tras una fina película de años intermedios. Y, si lo que me había sucedido esa tarde no procedía de mi imaginación, eso era cierto.

Quiere que haga algo. Algo que él mismo habría hecho si el cáncer no le hubiera detenido. Dijo que volvió y se quedó cuatro años (eso era lo que creía recordar que había dicho, al menos), pero cuatro años no fueron suficientes.

¿Estaba yo dispuesto a volver a bajar esa escalera y quedarme cuatro años o más? ¿Fijar mi residencia allí, básicamente? ¿Regresar dos minutos más tarde… solo que ya en la cuarentena, con hebras de gris asomando en el pelo? No podía imaginarme haciendo eso, aunque, de entrada, tampoco podía imaginar qué habría descubierto Al que fuera tan importante. Únicamente sabía que pedirme cuatro o seis u ocho años de vida era demasiado pedir, incluso para un hombre moribundo.

Aún me faltaban dos horas hasta la cita en casa de Al. Decidí volver a casa y prepararme otro bocado, pero en esta ocasión me obligaría a comer. Después, me concedería otra oportunidad para terminar de corregir los trabajos. Quizá yo era una de las pocas personas que habían viajado en el tiempo —para el caso, Al y yo podríamos ser los únicos en la historia del mundo—, pero mis alumnos de poesía seguían esperando sus calificaciones finales.

En el trayecto rumbo a la ciudad no había puesto la radio, pero entonces la encendí. Al igual que mi tele, obtiene la programación de sondas espaciales manejadas por ordenador que giran alrededor de la Tierra a una altura de treinta y cinco mil kilómetros, una idea que seguramente el adolescente Frank Anicetti habría recibido abriendo los ojos como platos (pero probablemente sin una total incredulidad). Sintonicé Los Sesenta a las Seis y pillé a Danny y los Juniors desentramando «Rock’n’Roll is Here to Stay», tres o cuatro voces armónicas y apremiantes cantando sobre un piano martilleante. Les siguió Little Richard gritando «Lucille» a pleno pulmón, y a continuación Ernie K-Doe más o menos gimiendo «Mother-in-Law»: «Ella cree que su consejo es una contribución, pero si lo dejara, eso sería la solución». Todo sonaba tan melodioso y fresco como las naranjas que la señora Symonds y sus amigas habían estado seleccionando esa misma tarde.

Sonaba a nuevo.

¿Quería yo pasar varios años en el pasado? No. Sin embargo, quería volver. Aunque solo fuera para escuchar cómo sonaba Little Richard cuando aún estaba en la cresta de la ola. O para subir en un avión de Trans World Airlines sin tener que quitarme los zapatos, someterme a un escáner de cuerpo entero y atravesar un detector de metales.

Y anhelaba tomar otra cerveza de raíz.