Me ofreció una taza de café, pero rehusé con la cabeza; mi estómago aún se revolvía. Se sirvió una para él, y volvimos al reservado donde se había iniciado aquella travesía de locos. Mi cartera, el teléfono móvil y el dinero estaban amontonados en el centro de la mesa. Al se sentó con un jadeo de dolor y alivio. Parecía un poco menos demacrado y un poco más relajado.
—Bueno —empezó—. Ya has ido y has vuelto. ¿Qué opinas?
—Al, no sé qué pensar. Estoy conmocionado hasta el tuétano. ¿Lo encontraste por accidente?
—Totalmente. Menos de un mes después de instalarme aquí. Aún debía de tener el polvo de Pine Street en las botas. La primera vez, de hecho, me caí por esa escalera, como Alicia en la madriguera de conejo. Creí que me había vuelto loco.
Podía imaginármelo. Yo al menos había recibido cierta preparación, por pobre que esta hubiera sido. Y realmente, ¿existía algún método adecuado para preparar a una persona para un viaje en el tiempo?
—¿Cuánto tiempo he estado fuera?
—Dos minutos. Ya te lo dije, siempre dura dos minutos. Da igual cuánto tiempo pases allí. —Tosió, escupió en un puñado limpio de servilletas, las dobló y las guardó en el bolsillo—. Y cuando bajas los escalones, siempre son las 11.58 de la mañana del 9 de septiembre de 1958. Cada viaje es el primero. ¿Adonde fuiste?
—A la frutería Kennebec. Me tomé una cerveza de raíz. Fantástica.
—Sí, las cosas saben mejor allí. Menos conservantes, o lo que sea.
—¿Sabes quién es Frank Anicetti? Lo he visto cuando era un chaval de diecisiete años.
De algún modo, a pesar de todo, esperaba que Al se riera, pero se lo tomó como un asunto rutinario.
—Claro. He visto a Frank muchas veces, pero él solo me ha visto a mí una vez. En el pasado, quiero decir. Para Frank, cada vez es la primera vez. Entra en la tienda, ¿verdad? Viene de la Chevron. «Titus ha subido el camión en el elevador», le cuenta a su padre. «Dice que estará listo para las cinco». Eso lo he escuchado cincuenta veces, por lo menos. No entro en la tienda siempre que voy, pero cuando lo hago, es lo que dice. Después llegan las mujeres y se ponen a seleccionar fruta. La señora Symonds y sus amigas. Es como ver la misma película una y otra y otra vez.
—Cada vez es la primera vez —repetí lentamente, rodeando con un espacio cada palabra. Intentando que cobraran sentido en mi mente.
—Correcto.
—Y cada persona con la que te encuentras, se encuentra contigo por primera vez, independientemente de las veces que os hayáis encontrado antes.
—Correcto.
—Podría volver y tener la misma conversación con Frank y su padre y no lo sabrían.
—De nuevo, correcto. O podrías cambiar algo, pedir un helado de plátano en lugar de un refresco, por ejemplo, y el resto de la conversación tomaría un rumbo distinto. El único que parece sospechar algo es Míster Tarjeta Amarilla, pero está demasiado borracho para darse cuenta de lo que siente. Si tengo razón, claro está, y él presiente algo, es porque está sentado cerca de la madriguera de conejo. O lo que sea. Quizá desprende alguna especie de campo energético y él…
Entonces rompió a toser y no pudo proseguir. Verle encogido, agarrándose el costado e intentando ocultarme el dolor que padecía y cómo le desgarraba por dentro, resultaba doloroso en sí mismo. No puede seguir así, pensé. En menos de una semana acabará en el hospital, y probablemente solo es cuestión de días. ¿Y no era esa la razón por la que me había llamado? ¿Porque tenía que transmitir a alguien su increíble secreto antes de que el cáncer le sellara los labios para siempre?
—Creí que podría ponerte al tanto de todo esta tarde, pero será imposible —dijo Al cuando recuperó el control de sí mismo—. Necesito ir a casa, tomarme algunas medicinas, y acostarme. Nunca en toda mi vida he tomado nada más fuerte que una aspirina, y esa mierda de OxyContina me apaga como a una cerilla. Dormiré seis horas y luego me sentiré mejor durante un rato. Un poco más fuerte. ¿Puedes venir a mi casa a eso de las nueve y media?
—Lo haría si supiera dónde vives —dije.
—Una cabaña pequeña en Vining Street. El número diecinueve.
Busca el gnomo de jardín al lado del porche. No tiene pérdida. Está agitando una bandera.
—¿De qué tenemos que hablar, Al? Quiero decir… me lo has enseñado. Te creo. —En efecto, pero… ¿por cuánto tiempo? Mi breve visita a 1958 ya estaba adquiriendo la evanescente textura de un sueño. Unas pocas horas más (o unos pocos días) y probablemente sería capaz de convencerme a mí mismo de que lo había soñado.
—Tenemos mucho de que hablar, socio. ¿Vas a venir? —No repitió «la petición de un hombre moribundo», pero lo leí en sus ojos.
—De acuerdo. ¿Quieres que te lleve a casa? Los ojos le relampaguearon.
—Tengo la camioneta, y son solo cinco manzanas. Puedo conducir hasta allí.
—Seguro que sí —dije, con la esperanza de que mi voz sonara más convincente de lo que me sentía. Me levanté y empecé a guardar mis cosas en los bolsillos. Encontré el fajo de dinero que Al me había entregado y lo saqué. Ahora entendía los cambios en el billete de cinco. Probablemente también habría diferencias en los otros.
Se lo tendí y negó con la cabeza.
—No, quédatelo. Tengo mucho.
Sin embargo, lo dejé en la mesa.
—Si cada vez es la primera vez, ¿cómo es posible que conserves el dinero que trajiste? ¿Cómo es que no se esfuma en cada viaje?
—Ni idea, socio. Ya te lo dije, hay muchas cosas que desconozco. Existen reglas, y he averiguado algunas, pero no demasiadas. —El rostro se le iluminó en una lánguida pero genuinamente divertida sonrisa—. Tú te has traído contigo la cerveza, ¿no? ¿A que sigue removiéndose en tu barriga?
A decir verdad, así era.
—Bien, ahí lo tienes. Te veré esta noche, Jake. Estaré descansado y podremos hablar de esto.
—Una pregunta más.
Agitó una mano en mi dirección, como diciendo «adelante». Advertí que sus uñas, que siempre había mantenido escrupulosamente limpias, estaban amarillentas y resquebrajadas. Otra mala señal. No tan reveladora como una pérdida de peso de quince kilos, pero igualmente mala. Mi padre, que trabajó como ayudante de un médico, solía decir que uno puede deducir mucho acerca de la salud de una persona a partir del estado de sus uñas.
—La Famosa Granburguesa.
—¿Qué pasa con ella? —dijo, pero advertí una sonrisa jugueteando en las comisuras de sus labios.
—Puedes vender barato porque compras barato, ¿no es cierto?
—Carne picada del Red & White —dijo—. Uno diecinueve el kilo. Voy todas las semanas. O lo hacía hasta mi última aventura, que me llevó muy lejos de Las Falls. Negocio con el señor Warren, el carnicero. Si le pido cinco kilos de carne picada, me dice: «Marchando». Si le pido seis o siete, dice: «Tendrá que concederme un minuto para picársela fresca. ¿Celebra una reunión familiar?».
—Siempre lo mismo.
—Sí.
—Porque siempre es la primera vez.
—Correcto. Si lo piensas, es como la historia de los panes y los peces de la Biblia. Compro la misma carne picada semana tras semana. Se la he servido en las comidas a cientos o miles de personas, a pesar de esos estúpidos rumores de las gatoburguesas, y siempre se renueva.
—Compras la misma carne, una y otra vez —repetí, intentando asimilarlo.
—La misma carne, a la misma hora, del mismo carnicero, que siempre dice lo mismo a no ser que yo diga algo diferente. Admito, socio, que a veces se me ha pasado por la cabeza la idea de acercarme y soltarle: «¿Cómo va eso, señor Warren, calvo cabrón? ¿Se ha follado a alguna gallina últimamente?». Jamás se acordaría. Pero jamás lo he hecho, porque es un buen hombre. La mayoría de la gente que he conocido en esa época son buenas personas. —Al decir esto parecía un poco nostálgico.
—No entiendo cómo puedes comprar carne allí, servirla aquí… y luego volver a comprarla.
—Únete al club, socio. Te agradezco mucho que todavía sigas aquí; podría haberte perdido. De hecho, no tenías por qué haber contestado al teléfono cuando te llamé al instituto.
Una parte de mí deseaba no haberlo hecho, pero no lo mencioné. Probablemente no hacía falta. Al estaba enfermo, pero no ciego.
—Ven a casa esta noche. Te contaré lo que tengo en mente, y después podrás actuar como creas oportuno. Pero tendrás que decidirlo rápido, porque el tiempo es escaso. Un poco irónico, considerando dónde desembocan los escalones invisibles de mi despensa, ¿no te parece?
Más despacio que nunca, repetí:
—Cada… vez… es… la… primera vez.
Al volvió a sonreír.
—Creo que ya has captado esa parte. Te veré esta noche, ¿vale? Vining Street, número diecinueve. Busca el gnomo con la bandera.