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El aspirante a matón había dejado su puesto y pensé en caminar por Main Street para ver qué más había cambiado, pero la idea solo duró un segundo. No tenía sentido forzar mi suerte. Imaginad que alguien me preguntaba por mi ropa. Creía que mi americana y mis pantalones pasarían más o menos desapercibidos, pero no estaba del todo seguro. Por no hablar de mi pelo, que me llegaba hasta el cuello. En mi época eso se consideraba perfectamente correcto para un profesor de secundaria —incluso conservador—, pero podría atraer miradas en una década donde rasurarse la nuca se consideraba una parte normal del servicio de barbería y donde las patillas estaban reservadas para rockabillies como el que me había llamado «papaíto». Por supuesto, podría decir que era un turista, que en Wisconsin todos los hombres llevaban el pelo un poco largo, era la última tendencia, pero el pelo y la ropa —esa sensación de no ser yo mismo, como una especie de alienígena en un disfraz humano imperfecto— solo constituía una parte del asunto.

Más que nada, estaba flipando, lisa y llanamente. No es que estuviera mentalmente inestable, creo que un cerebro humano moderadamente equilibrado puede absorber gran cantidad de rarezas antes de que llegue a desmoronarse del todo, pero flipando, sí. Continuaba pensando en esas señoras con vestido largo y sombrero, señoras que se avergonzarían por enseñar el borde de la tira del sujetador en público. Y el sabor de la zarzaparrilla. Qué completo había sido.

Al otro lado de la calle había una tienda con una modesta fachada donde se leían las palabras LICORERIA DEL ESTADO DE MAINE grabadas en relieve sobre el pequeño escaparate. Y sí, la pared frontal era de un claro verde lima. Dentro distinguí a mi compinche del secadero. El largo abrigo negro colgaba de las perchas de sus hombros; se había quitado el sombrero, y el cabello brotaba de la cabeza en todas direcciones, erizado, como el de un palurdo de dibujos animados que hubiera insertado el Dedo A en el Enchufe B. Gesticulaba al dependiente con ambas manos, y pude ver su tesoro amarillo en una de ellas. Intuía que apresaba el medio dólar de Al Templeton en la otra. El dependiente, que llevaba una corta bata blanca que se parecía un poco a la que llevaba el Doctor Moxie en el desfile anual, exhibía una expresión de singular indiferencia.

Caminé hasta la esquina, esperé a que se redujera el tráfico, y crucé la Antigua Carretera de Lewiston hacia la Worumbo. Un par de hombres empujaban por el patio una plataforma rodante cargada de fardos de ropa, fumando y riendo. Me pregunté si tendrían idea de lo que esa combinación de humo de tabaco y polución de la fábrica estaba haciendo a sus entrañas, y supuse que no. Probablemente eso fuera una bendición, aunque se trataba de una cuestión más propia de un profesor de filosofía que de un tipo que se ganaba el sueldo exponiendo a adolescentes de dieciséis años las maravillas de Shakespeare, Steinbeck y Shirley Jackson.

Una vez que entraron en la fábrica, haciendo rodar la plataforma entre las fauces de metal oxidado de unas puertas con una altura equivalente a tres pisos, franqueé la cadena de la que colgaba el cartel de PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO.

Me obligué a no caminar demasiado rápido y a no escudriñar alrededor, a evitar cualquier cosa que pudiera atraer la atención, pero resultaba difícil. Ahora que casi me hallaba en el lugar por donde había llegado, la urgencia de apresurarme era casi irresistible. Tenía la boca seca, y la zarzaparrilla que había bebido enturbiaba mi estómago. ¿Y si no podía regresar? ¿Y si la marca que coloqué para indicar la posición de la escalera invisible había desaparecido? ¿Y si seguía allí, pero la escalera no? Calma, me dije. Calma.

No pude resistirme a una rápida inspección antes de agacharme bajo la cadena, pero el patio estaba desierto. Desde algún lugar distante, como procedente de un sueño, me llegó de nuevo aquel tenue wuf-chuf del tren diesel. Me trajo a la mente otro verso de otra canción: «Este tren tiene el blues de las vías en desaparición».

Avancé hasta el flanco verde de la nave de secado, con el corazón latiéndome fuerte y alto en el pecho. La bola de papel y el trozo de hormigón seguían allí; por el momento todo bien. Le di una patada con cuidado, pensando: Por favor, Dios, que esto funcione, por favor, Dios, déjame volver.

La punta del zapato golpeó el trozo de hormigón —lo vi salir rebotando—, pero también chocó contra el tope del escalón. Estas dos acciones simultáneas eran en sí mismas imposibles, pero ambas sucedieron. Eché otro vistazo alrededor, pese a que desde el patio nadie podría verme en aquel estrecho callejón a menos que casualmente pasara justo por delante, en uno u otro extremo. Nadie.

Subí un escalón. Mi pie lo sentía, aunque los ojos me decían que continuaba en el pavimento agrietado del patio. La zarzaparrilla pegó otro cálido bandazo en mi estómago. Cerré los ojos y experimenté cierta mejoría. Di el segundo paso, luego el tercero. Eran bajos, esos escalones. Cuando pisé el cuarto, el calor estival desapareció de mi nuca y la oscuridad tras mis párpados se hizo más profunda. Intenté dar con el quinto escalón, solo que no había un quinto escalón. En cambio, mi cabeza chocó contra el bajo techo de la despensa. Una mano me asió por el antebrazo y casi grité.

—Relájate —dijo Al—. Relájate, Jake. Ya has vuelto.