Cogí el Globe, que se vendía por ocho centavos, y caminé hacia un dispensador de bebidas que no existía en mi época. Tras el mostrador de mármol se encontraba Frank Anicetti. Era él, sin duda, hasta en las distinguidas sienes, salvo que en esta versión —llamadle Frank 1.0— era delgado en lugar de regordete y usaba bifocales sin montura. También era más alto. Sintiéndome como un extraño en mi propio cuerpo, me deslicé en uno de los taburetes.
Él señaló el periódico con una inclinación de cabeza.
—¿Eso va a ser todo, o puedo servirle algo?
—Cualquier cosa fría que no sea Moxie —me oí decir a mí mismo.
Frank 1.0 sonrió en respuesta.
—No lo vendemos, hijo. ¿Qué le parece un refresco de zarzaparrilla?
—Suena bien. —Y era verdad. Tenía la garganta seca y la cabeza ardiendo. Me sentía como si tuviera fiebre.
—¿De cinco o de diez?
—¿Perdón?
—La zarzaparrilla. ¿De cinco o de diez centavos? —Pronunció «zarzaparrilla» al estilo de Maine: zaarspaarilla.
—Ah. De diez, supongo.
—De acuerdo, creo que supone bien. —Abrió un congelador y sacó un vaso cubierto de escarcha de aproximadamente el tamaño de una jarra de limonada. Lo llenó de un grifo y percibí el olor suntuoso e intenso de aquella cerveza de raíz. Retiró la espuma sobrante con el mango de una cuchara de madera, después rellenó el vaso hasta arriba y lo depositó en la barra—. Aquí tiene. Con el periódico son dieciocho centavos. Más un penique para el gobernador.
Le entregué uno de los dólares antiguos de Al y Frank 1.0 me devolvió el cambio.
Tomé un sorbo a través de la espuma que había arriba y me quedé asombrado. Era… completa. Deliciosa en todos los sentidos. No conozco una manera mejor de expresarlo. Este mundo desaparecido cincuenta años atrás olía peor de lo que jamás habría imaginado, pero sabía infinitamente mejor.
—Qué maravilla —dije.
—¿Sí? Me alegro de que le guste. Usted no es de por aquí, ¿verdad?
—No.
—¿De fuera del estado?
—Wisconsin —contesté. No era del todo mentira; mi familia vivió en Madison hasta que cumplí los once, cuando mi padre consiguió trabajo de profesor de lengua en la Universidad del Sur de Maine. Yo he estado deambulando por el estado desde entonces.
—Bien, ha elegido la mejor época para venir —dijo Anicetti—. La mayoría de los veraneantes se han ido, y en cuanto eso sucede, los precios bajan. Lo que está bebiendo, por ejemplo. Después del Día del Trabajo, una zarzaparrilla de diez centavos solo cuesta un décimo de dólar.
La campanilla sobre la puerta tintineó; las tablas del suelo crujieron. Fue un sonido agradable. La última vez que me aventuré en la frutería Kennebec, con la esperanza de encontrar un paquete de tabletas masticables Tums (me llevé una desilusión), habían gruñido.
Un chico de quizá unos diecisiete años se deslizó tras el mostrador. Tenía el pelo muy corto, casi al estilo militar. El parecido con el hombre que me había atendido resultaba inconfundible, y me di cuenta de que ese era mi Frank Anicetti. El tipo que había cercenado la cabeza de espuma de mi cerveza era su padre. Frank 2.0 ni siquiera me echó una ojeada; para él, yo era un cliente más.
—Titus ha subido el camión en el elevador —le comunicó a su padre—. Dice que estará listo para las cinco.
—Bien, eso es estupendo —dijo Anicetti senior, y encendió un cigarrillo. Por primera vez noté que sobre la barra de mármol se alineaban pequeños ceniceros de cerámica. Escrito a los lados se leía WINSTON SABE BIEN, A CIGARRILLO ¡COMO DEBE SER! Volviéndose de nuevo hacia mí, preguntó—: ¿Quiere una bola de vainilla en el refresco? Invita la casa. Nos gusta tratar bien a los turistas, en especial cuando vienen tarde.
—Gracias, pero así está bien —dije, y era cierto. Un poco más de dulzura y me estallaría la cabeza. Y era fuerte, como beber un expreso carbonatado.
El chico me dirigió una sonrisa tan dulce como el líquido de la jarra helada; no mostraba nada del divertido desdén que había sentido emanar del aspirante a Elvis de fuera.
—Leímos una historia en el colegio —dijo—, donde los vecinos se comían a los turistas que los visitaban fuera de temporada.
—Frankie, bonita forma de hablar a un visitante —reprendió el señor Anicetti. Sin embargo, sonreía al decirlo.
—No pasa nada —dije—. Yo mismo he enseñado esa historia. De Shirley Jackson, ¿verdad? La gente del verano.
—Ésa es —admitió Frank—. La verdad es que no la entendí, pero me gustó.
Tomé otro trago de mi cerveza de raíz, y cuando la dejé sobre el mostrador de mármol (donde produjo un clonc satisfactoriamente recio), no me sorprendió excesivamente ver que casi no quedaba.
Podría convertirme en un adicto a esto, pensé. Deja el Moxie a la altura del betún.
El mayor de los Anicetti exhaló un penacho de humo hacia el techo, donde un ventilador de palas lo impulsó en perezosos haces azulados.
—¿Imparte clases en Wisconsin, señor…?
—Epping —respondí. Me había pillado demasiado por sorpresa para pensar siquiera en dar un nombre falso—. Lo cierto es que sí, pero este es mi año sabático.
—Eso significa que se ha cogido un año libre —explicó Frank.
—Sé lo que significa —contestó Anicetti. Trataba de parecer irritado, pero no le salió bien. Decidí que esos dos me gustaban tanto como la cerveza de zarzaparrilla. Me gustaba incluso el aspirante a matón adolescente de la calle, aunque solo fuera porque desconocía que ya era un cliché. Aquí existía cierta sensación de seguridad, una sensación de, no sé, preordenación. Sin duda falsa, ese mundo era tan peligroso como cualquier otro, pero yo poseía una pieza de conocimiento que antes de esa tarde habría creído que solo estaba reservada a Dios: sabía que el chico sonriente que había disfrutado de la historia de Shirley Jackson (incluso a pesar de no haberla entendido) iba a sobrevivir a ese día y a más de cincuenta años de días venideros. No iba a morir en un accidente de tráfico, ni a sufrir un ataque al corazón, ni a contraer cáncer de pulmón por respirar el humo de segunda mano de su padre. Frank Anicetti estaba listo para la acción.
Eché un vistazo al reloj de la pared (COMIENZA EL DÍA CON UNA SONRISA, se leía en la esfera, BEBE CAFÉ PARA ANIMARTE). Marcaba las 12.22. Eso no me decía nada, pero fingí sobresaltarme. Apuré la zaarspaarilla y me levanté.
—He de ponerme en marcha si quiero llegar a tiempo a Castle Rock para reunirme con mis amigos.
—Bueno, vaya despacio por la Ruta 117 —aconsejó Anicetti—. Esa carretera es una hijaputa. —Aunque lo que dijo fue 'japuta. No había escuchado un acento norteño tan pronunciado en años. Entonces me di cuenta de que eso era literalmente cierto y casi estallé en carcajadas.
—Así lo haré —aseguré—. Gracias. Hijo, respecto a esa historia de Shirley Jackson…
—¿Sí, señor? —Señor, todavía. Y no había nada despectivo en ello. Empezaba a opinar que 1958 había sido un buen año. Aparte del hedor de la fábrica textil y del humo de los cigarrillos, claro.
—No hay nada que entender.
—¿No? Eso no es lo que dice el señor Marchant.
—Con el debido respeto al señor Marchant, dile que Jake Epping dice que a veces un cigarro es solo humo y que a veces una historia es solo una historia.
Se rio.
—¡Se lo diré! ¡Mañana por la mañana a tercera hora!
—Bien. —Incliné la cabeza en dirección a su padre, deseando poder contarle que, gracias al Moxie (que él no vendía… aún), su negocio iba a permanecer en la esquina de Main Street con la Antigua Carretera de Lewiston mucho tiempo después de su fallecimiento—. Gracias por la zarzaparrilla.
—Vuelva cuando quiera, hijo. Estoy pensando en rebajar el precio de la grande.
—¿A un décimo de dólar?
Sonrió. Al igual que su hijo, exhibía una sonrisa natural y abierta.
—Creo que ya empieza a pillarlo.
La campanilla tintineó. Entraron tres mujeres. No llevaban pantalones, sino vestidos cuyo bajo caía hasta la mitad de la espinilla. ¡Y sombreros! Dos de ellos tenían pequeños velos de gasa blanca. Se pusieron a revolver en los cajones abiertos de fruta, en busca de la mejor pieza. Yo empecé a alejarme de la fuente de bebidas, pero entonces se me ocurrió algo y di media vuelta.
—¿Podría decirme qué es un frente verde?
El padre y el hijo intercambiaron una divertida mirada que me hizo pensar en un chiste antiguo. Un turista originario de Chicago que conduce un lujoso coche deportivo se detiene en una granja en el campo. El viejo granjero está sentado en el porche, fumando una pipa de maíz. El turista saca la cabeza fuera de su Jaguar y pregunta: «Eh, abuelo, ¿puede decirme cómo llegar a East Machias[1]?». El viejo granjero pega un par de chupadas a su pipa reflexivamente, y entonces contesta: «No se mueva ni un milímetro».
—Usted es de fuera, ¿verdad? —preguntó Frank. No tenía un acento tan cerrado como su padre. Probablemente ve más televisión, pensé. No hay nada como la tele para erosionar un acento regional.
—En efecto —asentí.
—Es curioso, habría jurado que hablaba un poco gangoso, como un norteño.
—Es cosa del dialecto peninsular —expliqué—. Es decir, de la Península Superior.
Excepto que —¡maldición!— eso era Michigan.
No obstante, ninguno de los dos pareció enterarse. De hecho, el joven Frank se retiró y se puso a fregar platos. A mano, me fijé.
—El frente verde es la licorería —dijo Anicetti—. Justo al otro lado de la calle, por si quiere comprar una pinta de algo.
—Creo que con la zarzaparrilla tengo suficiente —dije—. Era solo por saberlo. Que tenga un buen día.
—Igualmente, amigo mío. Vuelva a visitarnos.
Al pasar junto al trío que examinaba la fruta, murmuré: «Señoras». Y en ese momento deseé haber llevado un sombrero con el que saludar. Un fedora, quizá.
Como los que se ven en las películas antiguas.