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El vehículo más moderno del aparcamiento era un Plymouth Fury de —creo— mediados o finales de los cincuenta. La placa de la matrícula parecía una versión imposiblemente antigua de la montada en la parte trasera de mi Subaru; a petición de mi ex mujer, la mía llevaba pintado un lazo rosa contra el cáncer de mama. En la placa que yo estaba mirando en ese momento ponía VACACIOLANDIA, pero tenía el fondo de color naranja en lugar de blanco. Al igual que en la mayoría de los estados, las matrículas de Maine ahora incluyen letras —la de mi Subaru es 23383 IY—, pero la de ese Fury rojo y blanco casi nuevo era 90-811. Sin letras.

Toqué el maletero. Era sólido y estaba caliente por el sol. Era real.

«Cruza las vías y estarás en la intersección de las calles Main y Lisbon. Después de eso, socio, el mundo es tuyo».

Ninguna línea de ferrocarril pasaba por delante de la antigua fábrica —no en mi tiempo—, pero ahí estaban las vías, en efecto. Tampoco tenían aspecto de meros artefactos abandonados. Se veían pulidas, relucientes. Y desde algún lugar en la distancia se oía el wuf-chuf de un tren real. ¿Cuánto hacía que no pasaban los trenes por Lisbon Falls? Probablemente desde que la fábrica cerró y la US Gypsum (conocida por los lugareños como la US Ginchos) aún operaba las veinticuatro horas.

Excepto que está operando las veinticuatro horas, pensé. Me apostaría cualquier cosa. Y también la fábrica. Porque esto ya no es la segunda década del siglo veintiuno.

Había reanudado la marcha sin darme cuenta siquiera, caminando como un hombre en un sueño. Me detuve en la esquina de Main Street con la Ruta 196, también conocida como Antigua Carretera de Lewiston. Solo que en ese momento no tenía nada de antigua. Y en la diagonal de la intersección, en la esquina opuesta…

Allí se encontraba la Compañía Frutera del Kennebec, un nombre ciertamente pomposo para una tienda que había estado tambaleándose al borde del olvido —o así me lo parecía— durante los diez años que yo llevaba enseñando en el instituto. Su inverosímil raison d’être y único medio de supervivencia lo constituía el Moxie, el más extraño de los refrescos. El propietario, un anciano afable llamado Frank Anicetti, me había dicho en una ocasión que la población mundial se dividía de forma natural (y probablemente por herencia genética) en dos grupos: los escasos pero bienaventurados elegidos que apreciaban Moxie por encima de todas las demás bebidas potables… y el resto. Frank definía a este segundo grupo como «la mayoría desafortunadamente incapacitada».

La Compañía Frutera del Kennebec de mi tiempo es una construcción de colores desteñidos, verde y amarillo, con un sucio escaparate desprovisto de mercancía…, a no ser que el gato que a veces duerme allí esté en venta. El tejado se ha combado por la nieve de numerosos inviernos. La oferta en el interior es poca salvo por los souvenirs de Moxie: camisetas de un naranja vivo en las que se lee ¡TENGO MOXIE!, gorras del mismo color, calendarios de época, letreros de metal que parecen de época pero que probablemente hayan sido fabricados el año anterior en China. Durante casi todo el año, el lugar está vacío de clientes y casi todos los estantes están desnudos de mercancías…, aunque puedes comprar algunos aperitivos azucarados o una bolsa de patatas fritas (si te gustan las aderezadas con sal y vinagre, claro). En el refrigerador de refrescos no hay nada más que Moxie. El refrigerador de cervezas está vacío.

Cada mes de julio, en Lisbon Falls se celebra el Festival Moxie de Maine. Hay bandas de música, fuegos artificiales y un desfile donde participan —juro que es cierto— carrozas Moxie y reinas de la localidad vestidas con trajes de baño de color Moxie, lo cual es sinónimo de un naranja tan brillante que puede ocasionar quemaduras de retina. El mariscal del desfile siempre va vestido como el Doctor Moxie, es decir, con una bata blanca, un estetoscopio y uno de esos espejos que llevan los médicos sobre la frente. Hace dos años el mariscal fue Stella Langley, la directora del instituto, y nunca logrará sobreponerse a la vergüenza.

Durante el festival, la Compañía Frutera del Kennebec cobra vida y hace una caja excelente, sobre todo gracias a los desconcertados turistas de camino a las zonas vacacionales del oeste de Maine. El resto del año es poco más que una cáscara acosada por el débil aroma del Moxie, un olor que siempre me ha recordado —probablemente porque pertenezco a la mayoría desafortunadamente incapacitada— al Musterole, el remedio fabulosamente hediondo con el que mi madre insistía en frotarme la garganta y el pecho cuando me resfriaba.

Lo que ahora contemplaba yo desde el otro lado de la Antigua Carretera de Lewiston era un negocio próspero en la flor de la vida. El cartel colgado sobre la puerta (REFRÉSCATE CON 7-UP encima, BIENVENIDO A LA CÍA. FRUTERA DEL KENNEBEX debajo) era lo bastante brillante como para lanzarme flechas solares a los ojos. La pintura era reciente, el tejado estaba incólume. La gente entraba y salía. Y en el escaparate, en lugar de un gato…

Naranjas, cielo santo. En otro tiempo la Compañía Frutera del Kennebec vendió fruta de verdad. ¿Quién lo hubiera adivinado?

Empecé a cruzar la calle, pero retrocedí al divisar un autobús interurbano que se acercaba roncando hacia mí. El cartel de ruta sobre el parabrisas dividido decía LEWISTON EXPRESS. Cuando el autobús frenó y se detuvo en el paso a nivel del ferrocarril, vi que la mayoría de los pasajeros estaban fumando. La atmósfera allí dentro debía de ser algo así como la atmósfera de Saturno.

En cuanto el autobús hubo continuado camino (dejando tras de sí el olor del diesel a medio quemar para que se combinara con el hedor a huevo podrido que escupían las chimeneas de Worumbo), crucé la calle y me pregunté por un instante qué sucedería si me atropellara un coche. ¿Desaparecería? ¿Despertaría tirado en el suelo de la despensa de Al? Probablemente ninguna de las dos cosas. Probablemente moriría aquí, en un pasado del que casi con certeza mucha gente sentía nostalgia. Tal vez porque habían olvidado lo mal que olía el pasado, o porque, de entrada, nunca se habían planteado ese aspecto de los Gloriosos Cincuenta.

Un chaval estaba apostado el exterior de la Compañía Frutera, calzaba botas negras y apoyaba un pie contra el revestimiento de madera. Llevaba el cuello de la camisa levantado en la nuca, y el pelo peinado con un estilo que identifiqué (por películas antiguas, principalmente) como Elvis Temprano. A diferencia de los chicos que estaba acostumbrado a ver en mis clases, no lucía perilla, ni siquiera una mosca bajo el labio. Comprendí que en el mundo que ahora visitaba (esperaba que estuviera simplemente de visita), lo echarían a patadas del instituto por presentarse sin siquiera una sola hebra de vello facial. Al instante.

Saludé con una inclinación de cabeza. James Dean devolvió el gesto y dijo:

—¿Qué hay, papaíto?

Entré. Una campanilla tintineó sobre la puerta. En lugar de polvo y madera en un lento proceso de descomposición, percibí olor a naranjas, manzanas, café y aroma de tabaco. A mi derecha había un expositor de cómics con las cubiertas arrancadas: Archie, Batman, Capitán Marvel, El Hombre Plástico, Historias de la cripta. El letrero escrito a mano encima de este tesoro, que habría provocado un paroxismo a cualquier aficionado de eBay, decía: TEBEOS 5¢ CU. TRES POR 10¢ NUEVE POR UN CUARTO. POR FAVOR NO TOCAR SI NO TIENES INTENCIÓN DE COMPRAR.

A la izquierda había un expositor de periódicos. No vi ningún ejemplar del New York Times, pero sí del Press Herald de Portland y un único Boston Globe. El titular de este pregonaba DULLES INSINÚA QUE HARÁ CONCESIONES SI LA CHINA ROJA RENUNCIA AL USO DE LA FUERZA EN FORMOSA. La fecha en ambos era «Jueves, 9 de septiembre de 1958».