Un letrero que no podía leer colgaba de la cadena; el mensaje estaba orientado hacia el lado equivocado. Eché a andar hacia él, pero entonces me volví. Cerré los ojos y avancé arrastrando los pies, recordándome a mí mismo dar pasos de bebé. Cuando mi pie izquierdo chocó contra el escalón inferior de la escalera que ascendía hasta la despensa del Al’s Diner (o eso esperaba fervientemente), palpé el bolsillo trasero y extraje una hoja de papel doblada: la nota de mi exaltado director de departamento. «Que pases un buen verano y no olvides el día de capacitación en julio». Me pregunté brevemente qué opinaría acerca de que el próximo curso Jake Epping impartiera un bloque de seis semanas titulado Literatura de viajes en el tiempo. Rasgué una tira del encabezado, hice una bola y la dejé caer en el primer escalón de la escalera invisible. Aterrizó en el suelo, por supuesto, pero en cualquier caso servía para señalar su posición. Era una tarde cálida, sin viento, y dudaba que la bola fuera a salir volando, pero encontré un pequeño fragmento de hormigón y lo usé a modo de pisapapeles, solo para asegurarme. Aterrizó en el escalón, pero también sobre el trozo de papel. Porque no había escalón. La letra de una vieja canción se deslizó a través de mis pensamientos: «Primero hay una montaña, luego no hay montaña, luego hay».
«Curiosea por ahí», había dicho Al, y decidí seguir su consejo. Me figuraba que si aún no había perdido el juicio, probablemente aguantaría un rato más. Es decir, siempre que no presenciara un desfile de elefantes rosa o un ovni cerniéndose sobre Automóviles John Crafts. Intenté autoconvencerme de que aquello no estaba sucediendo, que no podía estar sucediendo, pero no funcionó. Los filósofos y los psicólogos podrán debatir sobre lo que es real y lo que no, pero la mayoría de los que vivimos vidas ordinarias conocemos y aceptamos la textura del mundo que nos rodea. Aquello estaba sucediendo. Demás consideraciones al margen, aquel maldito hedor descartaba cualquier alucinación.
Me acerqué a la cadena, que colgaba a la altura de mi muslo, y la franqueé por debajo. Estarcido en el otro lado con pintura negra se leía PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO HASTA QUE EL COLECTOR ESTÉ REPARADO. Me volví, no divisé indicios de ninguna reparación en perspectiva para el futuro inmediato, doblé la esquina de la nave de secado, y casi tropecé con el hombre que estaba tomando el sol allí. Aunque iba a resultar difícil que consiguiera un buen bronceado. Llevaba puesto un viejo abrigo negro que se desparramaba a su alrededor como una sombra amorfa. Había regueros de mocos secos en ambas mangas. El cuerpo dentro del abrigo estaba consumido al punto de la escualidez. El cabello gris acero le caía apelmazado alrededor de unas mejillas pobladas por una desaliñada barba. Era un borrachín, si es que alguna vez hubo un borrachín allí.
En la cabeza, echada hacia atrás, llevaba un sombrero de fieltro que parecía directamente sacado de una película de cine negro de los años cincuenta, aquellas en las que todas las mujeres tienen un buen par de domingas y todos los hombres hablan rápido con un cigarrillo pegado en la comisura de los labios. Y sí, sobresaliendo de la cinta del sombrero, cual un pase de prensa de un reportero a la antigua usanza, había una tarjeta amarilla. Probablemente en otro tiempo había sido de un amarillo más vivo, pero el excesivo manoseo de unos dedos mugrientos le habían conferido un tono mortecino.
Cuando mi sombra cayó sobre su regazo, Míster Tarjeta Amarilla se volvió y me inspeccionó con ojos empañados.
—¿Quién cojones eres? —preguntó, salvo que pronunció algo similar a «¿Quin co-jone se-res?».
Al no me había proporcionado instrucciones detalladas sobre cómo responder a sus preguntas, así que contesté lo que consideré más seguro.
—¿Y a ti qué coño te importa?
—Vale, pues que te jodan.
—Bien —dije—. Estamos de acuerdo.
—¿Eh?
—Que pases un buen día.
Me encaminé hacia la verja, que permanecía abierta sobre un raíl de acero. Más allá, a la izquierda, se extendía un aparcamiento que nunca antes había estado allí. Estaba lleno de coches, la mayoría abollados y todos lo bastante antiguos como para pertenecer a un museo de automoción. Había Buicks con ojos de buey y Fords con narices de torpedo. Pertenecen a operarios reales de la fábrica, pensé. Operarios reales que ahora mismo están dentro trabajando, cobrando por horas.
—Tengo una tarjeta amarilla del frente verde —dijo el borrachín. Su voz sonaba truculenta y preocupada—. Así que dame un pavo porque hoy se paga doble.
Le tendí la moneda de cincuenta centavos. Entonces, sintiéndome como un actor que solo tiene una frase en la obra, recité:
—No me sobra un dólar para dártelo, pero ahí va media piedra.
«Después le sueltas la moneda», había dicho Al, pero no fue necesario. Míster Tarjeta Amarilla me la arrebató y la sostuvo cerca de su cara. Por un instante pensé que incluso iba a morderla, pero simplemente cerró su mano de largos dedos en torno a la moneda, haciéndola desaparecer. Me escudriñó con recelo, lo cual confería a su rostro un aspecto casi cómico.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
—Que me aspen si lo sé —respondí, y me volví hacia la verja. Esperaba que continuara lanzando preguntas a mi espalda, pero solo hubo silencio. Salí por la puerta.