En el lugar donde debería estar, se erguía ahora la vasta mole dickensiana del Taller de Tejidos Worumbo, que funcionaba a pleno rendimiento. Oía el tronar de la maquinaria de tintura y secado, el shat-HOOSH, shat-HOOSH de los gigantescos telares que en otro tiempo llenaron el segundo piso (había visto fotografías de aquellas máquinas, manejadas por mujeres que llevaban un pañuelo en la cabeza y bata de trabajo, en el minúsculo edificio de la Sociedad Histórica de Lisbon, en lo alto de Main Street). De las tres altas chimeneas que se habían derrumbado durante un vendaval en los años ochenta brotaba un humo de color gris blancuzco.
Yo estaba de pie junto a un gran edificio cúbico pintado de verde; el secadero, supuse. Ocupaba la mitad del patio y se elevaba a una altura de unos seis metros. Aunque acababa de descender por un tramo de escalera, este ya no existía. No había camino de retorno. Me invadió una sensación de pánico.
—¿Jake? —Era la voz de Al, pero muy débil. Daba la impresión de que llegaba a mis oídos gracias a un mero efecto acústico, como una voz serpenteando durante kilómetros por un largo y angosto cañón—. Podrás volver a entrar del mismo modo que saliste. Busca a tientas los escalones.
Levanté el pie izquierdo, lo bajé, y sentí un escalón. Mi pánico cesó.
—Adelante. —Débil. Una voz en apariencia propulsada por su propio eco—. Echa un vistazo y vuelve.
Al principio no fui a ningún sitio, simplemente permanecí allí sin moverme, frotándome la boca con la palma de la mano. Notaba los ojos como si fueran a salirse de las órbitas. Algo parecía arrastrarse por mi cuero cabelludo y descender a lo largo de una estrecha franja de piel hasta la región dorsal. Estaba asustado —casi aterrado—, pero contrarrestando y manteniendo a raya el pánico (por el momento) sentía una poderosa curiosidad. Veía mi sombra sobre el cemento, tan definida como algo que hubiera sido recortado de una tela negra. Veía escamas de óxido en la cadena que separaba la nave de secado del resto del patio. Olía el potente efluvio que emanaba del trío de chimeneas, lo bastante fuerte como para que me picaran los ojos. Cualquier inspector de la Agencia de Protección del Medio Ambiente que respirara esa mierda cerraría la planta en menos de un minuto. Excepto que… no creía que hubiera ningún inspector de la Agencia en la vecindad. Ni siquiera tenía la certeza de que la Agencia ya se hubiera creado. Sabía dónde estaba; Lisbon Falls, Maine, en el corazón del condado de Androscoggin.
La verdadera pregunta no era dónde, sino cuándo.