1

Avancé otro paso y descendí otro escalón. Mis ojos aún me ubicaban sobre el suelo de la despensa del restaurante, pero estaba erguido y la coronilla de mi cabeza ya no rozaba el techo, cosa que, por supuesto, era imposible. Mi estómago, infeliz, se revolvió en respuesta a mi confusión sensorial, y sentí que el sandwich de ensalada de huevo y la porción de tarta de manzana que había tomado en el almuerzo se preparaban para pulsar el botón de eyección.

A mi espalda —aunque a cierta distancia, como si se encontrara a quince metros en lugar de a metro y medio—, Al dijo:

—Cierra los ojos, socio, así es más fácil.

Cuando lo hice, la confusión sensorial desapareció de inmediato. Fue como desconectar los ojos. O como ponerse esas gafas especiales para ver una película en 3D, quizá eso se aproxime más a la realidad. Moví el pie derecho y descendí otro escalón. Eran escalones; con mi vista desconectada, mi cuerpo no albergaba ninguna duda al respecto.

—Solo dos más, y entonces ábrelos —indicó Al. Su voz sonaba más lejos que nunca. En el otro extremo del restaurante en lugar de en el vano de la puerta de la despensa.

Bajé el pie izquierdo, después otra vez el pie derecho, y de repente noté un pequeño estallido dentro de mi cabeza, exactamente igual al que uno oye en un avión cuando se produce un cambio súbito de presión. El campo oscuro tras mis párpados se tornó rojo y sentí cierta calidez en la piel. Era la luz del sol. Indiscutiblemente.

Y el débil olor a azufre se había vuelto más denso, desplazándose por la escala sensorial desde el «apenas perceptible» hasta el «nauseabundo». Eso también era indiscutible. Abrí los ojos.

Ya no estaba en la despensa, ni tampoco en Al’s Diner. Aunque en la despensa no había ninguna puerta desde la que acceder al mundo exterior, yo estaba fuera. En el patio. Éste, sin embargo, ya no era de ladrillos, y no se veía ningún almacén outlet alrededor. Me hallaba de pie sobre una superficie de cemento sucia y agrietada. Varios contenedores enormes de metal se alineaban contra el muro blanco y virgen donde debería haber estado Confort de Maine. Encima se distinguía algo amontonado y cubierto con bastas lonetas marrones del tamaño de sábanas.

Me volví para echar un vistazo a la enorme caravana plateada donde se encontraba Al’s Diner, pero el restaurante había desaparecido.