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Mentiría si dijera que mi corazón no metió una marcha más alta al hacer girar el pomo y tirar. No tenía ni idea de qué iba a encontrarme (aunque creo recordar que me asaltó una breve imagen de gatos muertos, despellejados y listos para la picadora eléctrica), pero cuando Al pasó la mano por encima de mi hombro y encendió la luz, lo que vi fue…

Bueno, una despensa.

Era pequeña, y estaba tan ordenada como el resto del local. Había estantes en ambas paredes, repletos de grandes latas tamaño restaurante. Al otro lado del cuarto, donde el techo se curvaba hacia abajo, había varios artículos de limpieza, aunque la escoba y la fregona descansaban en posición horizontal porque esa parte de la despensa no alcanzaba el metro de altura. El suelo era del mismo linóleo gris oscuro que el del restaurante, pero en lugar de un ligero olor a carne cocinada, aquí se percibía un aroma a café, hierbas y especias. En el aire flotaba también otro olor, sutil y no tan agradable.

—Vale, es la despensa —dije—. Ordenada y bien abastecida. Sobresaliente en gestión de provisiones, si existe tal cosa.

—¿A qué huele?

—A especias, sobre todo. Y a café. También a ambientador, quizá, no estoy seguro.

—Ajá, uso Glade. A causa de ese otro olor. ¿Quieres decir que no huele a nada más?

—Bueno, hay algo. Como azufre. Me recuerda a cerillas quemadas. —También me recordaba al gas venenoso que mi familia y yo soltábamos después de las judías que cocinaba mi madre los sábados por la noche, pero consideré inapropiado mencionarlo. ¿Los tratamientos contra el cáncer provocan ventosidades?

—Es azufre. Además de otras sustancias, ninguna de ellas Chanel Número 5. Es el olor de la fábrica textil, socio.

Otro disparate más, pero lo único que contesté (en un tono de ridícula cortesía de cóctel) fue:

—¿De veras?

Sonrió de nuevo, exponiendo aquellos huecos que el día anterior habían albergado dientes.

—Eres demasiado educado para decir que la Worumbo lleva cerrada desde que Héctor era un cachorro. Que de hecho se quemó casi hasta los cimientos a finales de los ochenta, y ahí detrás —señaló con el pulgar por encima del hombro— no queda nada más que un viejo almacén en desuso. La parada turística básica de Vacacionlandia, igual que la Compañía Frutera del Kennebec durante los Días del Moxie. Además, estás pensando que ya es hora de coger el teléfono móvil y llamar a los hombres de las batas blancas. ¿Ando muy desencaminado, socio?

—No voy a llamar a nadie, porque no estás loco. —Me sentía de todo menos seguro respecto a eso—. Pero aquí solo veo una despensa, y es cierto que el Taller de Tejidos Worumbo no ha producido ni un rollo de tela en el último cuarto de siglo.

—No vas a llamar a nadie, en eso has acertado, porque quiero que me entregues tu teléfono, tu cartera y el dinero que tengas en los bolsillos, monedas incluidas. No es un robo; lo recuperarás todo. ¿De acuerdo?

—¿Cuánto va a durar esto, Al? Porque me quedan varios trabajos por corregir antes de poder cerrar las actas del año escolar.

—Durará tanto como tú quieras —dijo—, porque solo dura dos minutos. Siempre dura dos minutos. Si quieres, tómate una hora y curiosea un poco por ahí, pero yo no abusaría la primera vez, porque es un verdadero shock para el organismo. Ya verás. ¿Confías en mí? —Algo que advirtió en mi rostro hizo que apretara los labios sobre la mermada dentadura—. Por favor. Por favor, Jake. La petición de un hombre moribundo.

Yo estaba seguro de que se había vuelto loco, pero estaba igual de seguro de que decía la verdad con respecto a su estado. En el poco rato que llevábamos hablando, tenía la impresión de que sus ojos habían retrocedido aún más en las profundidades de las cuencas. Además, se le veía agotado. Las dos docenas de pasos desde el reservado hasta la despensa, en el otro extremo del restaurante, habían bastado para que se tambaleara. Y el pañuelo ensangrentado, me recordé a mí mismo. No te olvides del pañuelo ensangrentado.

Además… a veces lo más fácil es seguir adelante, ¿no creéis? «Déjalo y déjaselo a Dios», les gusta proclamar en las reuniones a las que asiste mi ex mujer, pero decidí que en esta ocasión iba a ser «Déjalo y déjaselo a Al». Hasta cierto límite, en cualquier caso. Y oye, me dije, en estos tiempos coger un avión es más incordio que esto. Él ni siquiera me ha pedido que ponga los zapatos en una cinta.

Desenganché el teléfono del cinturón y lo deposité sobre una caja de latas de atún. Añadí mi cartera, unos pocos billetes doblados, monedas por valor de un dólar cincuenta, más o menos, y mi llavero.

—Guárdate las llaves, no importan.

Bueno, a mí sí me importaban, pero mantuve la boca cerrada.

Al metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes considerablemente más grueso que el que yo había depositado encima de la caja. Me lo tendió.

—Dinero para emergencias. Por si quieres comprarte un recuerdo o algo. Vamos, cógelo.

—¿Por qué no habría de usar mi propio dinero para eso? —pregunté de manera muy razonable, en mi opinión. Como si esa disparatada conversación tuviera algún sentido.

—Eso da igual ahora —dijo—. La experiencia responderá a la mayoría de tus preguntas mejor de lo que yo sería capaz, aun cuando me sintiera en plena forma, y ahora mismo estoy a años luz de sentirme en plena forma. Toma el dinero.

Cogí el fajo y lo inspeccioné. Los primeros billetes, de un dólar, parecían buenos. Entonces llegué a uno de cinco que parecía al mismo tiempo bueno y no tan bueno. Encima del retrato de Abe Lincoln se leía la leyenda CERTIFICADO DE PLATA, y a la izquierda destacaba un gran 5 de color azul. Lo sostuve a contraluz.

—No es una falsificación, si es lo que estás pensando. —Al sonaba cansadamente divertido.

Quizá no —al tacto parecía tan auténtico como a la vista—, pero no había ninguna imagen impresa con tinta penetrante.

—Si es auténtico, es viejo —comenté.

—Guárdate el dinero en el bolsillo, Jake.

Obedecí.

—¿Llevas encima alguna calculadora? ¿O cualquier otro aparato electrónico?

—No.

—Entonces supongo que ya estás listo para partir. Date la vuelta y mira al fondo de la despensa. —Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, se pegó una palmada en la frente y dijo—: Ay, Dios, ¿dónde tengo la sesera? Me olvidaba de Míster Tarjeta Amarilla.

—¿Quién? ¿Míster qué?

—Míster Tarjeta Amarilla. Así es como yo le llamo, no conozco su nombre real. Toma, coge esto. —Hurgó en su bolsillo y luego me tendió una moneda de cincuenta centavos. Hacía años que no veía una, quizá desde que era niño.

La sopesé en la palma de la mano y finalmente dije:

—No creo que quieras darme esto. Probablemente tenga valor.

—Claro que tiene valor. Medio dólar.

Rompió a toser, y esta vez el ataque lo zarandeó como un vendaval, pero cuando hice ademán de acercarme, me indicó con un gesto de la mano que me apartara. Se inclinó sobre la pila de cajas donde se hallaban mis cosas, escupió en el puñado de servilletas, las miró, parpadeó, y después cerró el puño. El sudor empapaba su demacrado rostro.

—Un sofoco, o algo por el estilo. El maldito cáncer me está jodiendo el termostato a la vez que me hace papilla. Respecto a Míster Tarjeta Amarilla. Es un borrachín, y es inofensivo, pero no se parece a los demás. Es como si supiera algo. Creo que solo se trata de una coincidencia, porque da la casualidad de que merodea no muy lejos de donde irás a salir, pero quería ponerte al corriente.

—Pues te estás luciendo —le dije—. No tengo ni puta idea de qué estás hablando.

—Dirá: «Tengo una tarjeta amarilla del frente verde, así que dame un pavo porque hoy se paga doble». ¿Lo has entendido?

—Entendido. —Cada vez estaba más hundido en la mierda.

—Y sí, lleva una tarjeta amarilla metida en la cinta del sombrero. Probablemente no sea más que la tarjeta de una compañía de taxis, o a lo mejor un cupón del Red & White que encontró en alguna cloaca, pero tiene las neuronas regadas con vino barato y parece pensar que es como el Billete Dorado de Willy Wonka. Entonces le dices: «No me sobra un dólar para dártelo, pero ahí va media piedra», y le sueltas la moneda. Después puede que él diga… —Al levantó un dedo esquelético—. Puede que diga algo como: «¿Por qué estás aquí?» o «¿De dónde vienes?». O incluso algo como: «Tú no eres el mismo tipo». No lo creo, pero es posible. Hay mucho que desconozco. Diga lo que diga, déjalo junto al secadero, que es donde lo encontrarás sentado, y sal por la verja. Cuando te vayas, probablemente dirá: «Sé que tenías un pavo de sobra, gorrón hijoputa», pero no le hagas caso. No mires atrás. Cruza las vías y estarás en la intersección de las calles Main y Lisbon. —Me dirigió una sonrisa irónica—. Después de eso, socio, el mundo es tuyo.

—¿El secadero? —Me parecía recordar vagamente algo cerca del lugar donde se ubicaba ahora el restaurante, y supuse que podía tratarse de la nave de secado de la antigua Worumbo, pero, fuera lo que fuese, ya había desaparecido. De haber existido una ventana en la pared trasera de la acogedora y pequeña despensa no se habría divisado nada salvo un patio de ladrillos y una tienda de ropa de abrigo llamada Confort de Maine. Yo mismo había adquirido allí una parka North Face poco después de Navidad, y resultó una verdadera ganga.

—No te preocupes por el secadero, tan solo acuérdate de lo que te he dicho. Ahora date la vuelta otra vez, eso es, y avanza dos o tres pasos. Que sean cortos, pasos de bebé. Haz como si estuvieras buscando una escalera con las luces apagadas, con cuidado.

Hice lo que pedía, sintiéndome como el mayor imbécil del mundo. Un paso… bajando la cabeza para evitar rozar el techo de aluminio…, dos pasos…, ahora agachándome ligeramente. Dos o tres pasos más y tendría que arrodillarme, cosa que no estaba dispuesto a hacer, fuera o no fuese aquella la petición de un hombre moribundo.

—Al, esto es absurdo. A no ser que quieras que te lleve una caja de macedonia o algunos de estos paquetes de gelatina, aquí no hay nada que…

Entonces fue cuando mi pie descendió, de modo similar a cuando empiezas a bajar un tramo de escalera. Excepto que seguía pisando firmemente el suelo de linóleo gris oscuro. Lo veía.

—Ahí lo tienes —dijo Al. Los guijarros se habían desprendido de su voz, al menos temporalmente; la satisfacción suavizaba sus palabras—. Lo has encontrado, socio.

Pero ¿qué había encontrado? ¿Qué estaba experimentando exactamente? El poder de la sugestión parecía la respuesta más probable, pues independientemente de lo que sintiera, veía mi pie en el suelo. Excepto que…

¿Sabéis cuando, en un día soleado, cerráis los ojos y podéis ver en la retina una imagen remanente de lo que fuese que estuvierais mirando? Era parecido a eso. Cuando me miraba el pie, lo veía en el suelo, pero cuando pestañeaba —no sabría decir si un milisegundo antes o un milisegundo después de cerrar los ojos—, captaba fugazmente la visión de mi pie en un peldaño de madera. Y no se hallaba bajo la tenue luz de una bombilla de sesenta vatios. Se hallaba bajo un sol radiante.

Me quedé petrificado.

—Adelante —dijo Al—. No te va a pasar nada, socio. Continúa. —Tosió con aspereza, y seguidamente, en una especie de desesperado gruñido, añadió—: Necesito que hagas esto.

De modo que lo hice.

Que Dios me ayude, lo hice.