—Cáncer de pulmón —explicó con total naturalidad tras dirigirlos a un reservado en el otro extremo del restaurante. Se dio unas palmadas en el bolsillo de su camisa, y vi que estaba vacío. El siempre presente paquete de Camel había desaparecido—. No fue una gran sorpresa. Empecé a fumar a los once años y no lo dejé hasta el día que me lo diagnosticaron. Más de cincuenta condenados años. Tres paquetes diarios hasta que el precio subió en 2007. Entonces hice un sacrificio y lo rebajé a dos diarios. —Se echó a reír, resollando.
Pensé en decirle que sus cálculos tenían que estar equivocados, porque yo conocía su edad real. Un día del invierno anterior, al preguntarle por qué estaba manejando la parrilla con un gorro de cumpleaños puesto, contestó «Porque hoy cumplo cincuenta y siete, socio. Lo que me convierte en un Heinz oficial». Sin embargo, me había rogado que no hiciera preguntas a menos que fuera absolutamente necesario, y supuse que la petición incluía no interrumpir para realizar correcciones.
—Si yo fuera tú, y ojalá lo fuera, aunque nunca desearía que tú fueras yo, no en mi situación actual, estaría pensando: «Aquí está pasando algo muy raro, nadie coge un cáncer de pulmón avanzado de la noche a la mañana». ¿Es correcto?
Asentí con la cabeza. Exactamente.
—La respuesta es muy simple. No ha sido de la noche a la mañana. Empecé a toser y a echar los higadillos hace unos siete meses, en mayo.
Eso era una novedad para mí; si había tosido, no fue mientras yo estaba presente. Además, se equivocaba otra vez en los cálculos.
—Al, ¿hola? Estamos en junio. Hace siete meses era diciembre.
Agitó una mano —falanges delgadas, el anillo del cuerpo de Marines colgando de un dedo donde antes solía encajar cómodamente— como diciendo «Por ahora, pásalo por alto, no lo tomes en cuenta».
—Al principio pensé que había cogido un catarro. Pero no tenía fiebre, y en lugar de mejorar, la tos empeoró. Después empecé a perder peso. Bueno, no soy estúpido, socio, y siempre supe que la C mayúscula podría estar esperándome en la baraja… aunque mis padres fumaban como condenadas chimeneas y vivieron más de ochenta años. Supongo que siempre encontramos excusas para mantener nuestros malos hábitos, ¿no?
Empezó a toser de nuevo y sacó el pañuelo. Cuando el ataque remitió, dijo:
—No puedo irme por las ramas, pero lo he estado haciendo toda mi vida y es difícil parar. Más difícil que dejar los cigarrillos, en realidad. La próxima vez que empiece a divagar, haz como si te cortaras la garganta con el dedo, ¿vale?
—De acuerdo —asentí con suficiente amabilidad. Para entonces, ya se me había ocurrido que lo estaba soñando todo. De ser así, se trataba de un sueño sumamente vivido, uno que incluía hasta la última sombra arrojada por el ventilador del techo, sombras que desfilaban por los manteles individuales donde se leía ¡NUESTRO BIEN MÁS PRECIADO ERES TÚ!
—Para abreviar, fui al médico y me hizo una radiografía, y allí estaban, grandes como el demonio. Dos tumores. Necrosis avanzada. Inoperable.
Una radiografía, pensé; ¿seguían utilizándolas para diagnosticar el cáncer?
—Me quedé allí una temporada, pero al final tuve que regresar.
—¿De dónde? ¿De Lewiston? ¿Del Hospital General de Central Maine?
—De mis vacaciones. —Sus ojos me observaban fijamente desde las oscuras cavidades en donde estaban desapareciendo—. Salvo que no eran ningunas vacaciones.
—Al, nada de esto tiene sentido para mí. Ayer tú estabas aquí y estabas bien.
—Échale un buen vistazo a mi cara. Empieza por el pelo y sigue hacia abajo. Procura ignorar lo que me está haciendo el cáncer (hace estragos en el aspecto de una persona, de eso no cabe duda) y luego dime que soy el mismo hombre que viste ayer.
—Bueno, es evidente que te has quitado el tinte…
—Nunca he usado tinte. No me molestaré en dirigir tu atención hacia los dientes que he perdido mientras estaba… fuera. Sé que te has fijado. ¿Crees que eso lo hizo una máquina de rayos X? ¿O el estroncio noventa en la leche? Ni siquiera bebo leche, excepto una gota en la última taza de café del día.
—¿Estroncio qué?
—No importa. Busca en tu, ya sabes, en tu lado femenino. Mírame como miran las mujeres cuando quieren calcular la edad de otra.
Probé a hacer lo que me pedía, y aunque lo que observé nunca se sostendría ante un tribunal, a mí me convenció. Telarañas de estrías se desplegaban alrededor de sus ojos, y en los labios se apreciaban los finos y delicadamente arrugados pliegues que uno distingue en las personas que ya no tienen que enseñar sus tarjetas de descuento de la tercera edad en las taquillas de los multicines. Surcos de piel que no habían estado allí la noche anterior ahora cruzaban la frente de Al. Otras dos arrugas, mucho más profundas, enmarcaban su boca. La barbilla se veía más afilada, y la piel del cuello había ganado en flacidez. El mentón puntiagudo y dos pliegues de piel en la garganta podrían ser consecuencia de la catastrófica pérdida de peso de Al, pero aquellas arrugas… y si no mentía con respecto a su pelo…
Sonreía un poco. Era una sonrisa adusta carente de humor. Lo que, de algún modo, la agravaba.
—¿Recuerdas mi cumpleaños el pasado marzo? «No te preocupes, Al», dijiste, «si ese estúpido gorro de fiesta se te prende cuando estés agachado sobre la parrilla, agarraré el extintor y te apagaré». ¿Te acuerdas?
Me acordaba.
—Dijiste que ya eras un Heinz oficial.
—Eso es. Y ahora tengo sesenta y dos años. Sé que el cáncer me hace parecer todavía más viejo, pero esos… y esos… —Se tocó la frente y a continuación el contorno de los párpados—. Ésos son auténticos tatuajes de la edad. Medallas de honor, en cierto sentido.
—Al… ¿puedo beber un vaso de agua?
—Claro. Menudo shock, ¿no? —Me miraba con comprensión—. Seguro que piensas: «O yo estoy loco, o él está loco, o lo estamos los dos». Lo sé. Ya he pasado por eso.
Se impulsó fuera del reservado con gran esfuerzo, colocando la mano derecha por debajo de la axila izquierda, como si de algún modo intentara mantenerse de una pieza. Después me condujo al otro lado de la barra. Al hacerlo, identifiqué otro elemento de aquel irreal encuentro: excepto por las ocasiones en que habíamos compartido un banco en la iglesia de San Cirilo (no muy frecuentes; aunque me educaron en la fe cristiana, no soy muy católico) o cuando por casualidad me cruzaba con él en la calle, nunca había visto a Al sin su delantal de cocina.
Cogió un reluciente vaso de un estante y me sirvió agua de un centelleante grifo plateado. Le di las gracias, y cuando ya me dirigía de regreso al reservado, me tocó en el hombro. Ojalá no lo hubiera hecho. Fue como ser tocado por el Viejo Marinero de Coleridge, aquel que detiene a uno de tres.
—Antes de volver a sentarnos, quiero que veas algo. Será más rápido así. Solo que ver no es la palabra correcta. Supongo que experimentar se acerca más. Bebe, socio.
Bebí la mitad del vaso. El agua estaba fresca y sabía bien, pero en ningún momento aparté los ojos de Al. La parte cobarde de mí esperaba ser sobresaltada, como la primera víctima involuntaria en una de esas películas de maníacos sueltos, esas cuyos títulos suelen ir siempre acompañados de un número. Sin embargo, Al se limitó a permanecer allí parado, con una mano apoyada en la barra, una mano arrugada y de nudillos enormes. No parecía propia de un hombre de cincuenta y tantos, ni siquiera de uno con cáncer, y…
—¿Eso lo hizo la radiación? —pregunté de repente.
—¿Hacer qué?
—Estás moreno. Por no mencionar esos lunares oscuros que tienes en el dorso de la mano. O son producto de la radiación o has tomado demasiado el sol.
—Bueno, puesto que no me he sometido a ningún tratamiento con radiación, solo queda el sol. He recibido una buena dosis en los últimos cuatro años.
Por lo que yo sabía, Al había pasado la mayor parte de ese tiempo volteando hamburguesas y preparando batidos bajo los tubos fluorescentes, pero guardé silencio y me bebí el resto del agua. Cuando dejé el vaso sobre la barra de fórmica, noté que la mano me temblaba ligeramente.
—Muy bien, ¿qué es lo quieres que vea? ¿O que experimente?
—Ven por aquí.
Me guió por la larga y estrecha área de cocina, pasando por la parrilla doble, la freidora, el fregadero, la nevera Frost-King y el zumbante congelador, que me llegaba a la altura de la cintura. Se detuvo delante del silencioso lavavajillas y señaló la puerta en el extremo de la cocina. Era baja; Al tendría que agachar la cabeza para atravesarla, y solo medía aproximadamente uno sesenta y ocho. Yo medía uno noventa (algunos chicos me apodaban Helicóptero Epping).
—Ahí —indicó—. Por esa puerta.
—¿Ésa no es tu despensa? —Una pregunta estrictamente retórica; a lo largo de los años había visto a Al sacar de allí suficientes latas, sacos de patatas y bolsas de productos secos para saber de sobra lo que era.
Al parecía no haberme oído.
—¿Sabías que originariamente abrí este tugurio en Auburn?
—No.
Asintió con la cabeza, y eso pareció desencadenar otro acceso de tos. Lo sofocó con el cada vez más ensangrentado pañuelo. Cuando este último ataque por fin remitió, tiró el pañuelo a un cubo de basura cercano y luego cogió un puñado de servilletas de un dispensador que había en la barra.
—Es una Aluminaire, fabricada en los años treinta, auténtico art déco donde lo haya. Quise una desde la primera vez que mi padre me llevó al Chat’N Chew de Bloomington cuando yo era un crío. La compré totalmente equipada y me instalé en Pine Street. Estuve allí casi un año, y vi que si me quedaba, estaría arruinado en un año. Había demasiados garitos para tomar un bocado en la vecindad, algunos buenos, otros no tanto, todos con sus clientes regulares. Era como un chaval recién salido de la escuela de abogados que monta un bufete en un pueblo que ya tiene una docena de picapleitos bien establecidos. Además, en aquellos días la Famosa Granburguesa de Al se vendía por dos cincuenta. Incluso en los noventa, dos y medio era el mejor precio que podía ofrecer.
—Entonces, ¿cómo demonios la vendes ahora por menos de la mitad? A no ser que de verdad sea carne de gato.
Soltó un bufido, un sonido que produjo un eco flemático de sí mismo en las profundidades de su pecho.
—Socio, lo que vendo es ternera americana cien por cien, la mejor del mundo. ¿Que si sé lo que dice la gente? Claro, pero no le doy importancia. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Impedir que la gente hable? De paso, también podría intentar impedir que el viento sople.
Me pasé un dedo por la garganta. Al esbozó una sonrisa.
—Sí, me estoy yendo por las ramas, lo sé, pero esto forma parte de la historia. Podría haberme quedado en Pine Street dándome cabezazos contra la pared, pero Yvonne Templeton no crio a ningún tonto. «Más vale huir para luchar otro día», solía decirnos de niños. Reuní todo el capital que me quedaba, engatusé al banco para que me prestara otros cinco de los grandes (no me preguntes cómo) y me trasladé aquí, a Las Falls. El negocio no ha ido del todo bien debido a cómo está la economía y a todos esos estúpidos chismes sobre las Gatoburguesas de Al, las Perroburguesas, las Rataburguesas o cualquier otra tontería que se invente la gente, pero resulta que ya no estoy atado a la economía de la misma forma que los demás. Y eso se debe a lo que hay detrás de la puerta de esa despensa. No estaba ahí cuando me establecí en Auburn, lo juraría sobre un montón de biblias de diez metros de altura. Solo se manifestó aquí.
—¿De qué estás hablando?
Me miró fijamente con sus ojos acuosos, de repente ancianos.
—Basta de charla por ahora. Tienes que descubrirlo por ti mismo. Adelante, ábrela.
Le miré con reservas.
—Considéralo la última petición de un hombre moribundo —insistió—. Adelante, socio. Si de verdad eres mi amigo. Abre la puerta.