Al’s Diner ocupaba una enorme caravana plateada frente a las vías de Main Street, a la sombra de la vieja fábrica textil Worumbo. Lugares como ese pueden parecer vulgares, pero Al había ocultado los bloques de cemento sobre los que se asentaba su establecimiento con frondosos parterres de flores. Tenía incluso un cuadrado de césped que él mismo recortaba con un antiguo cortacésped manual. El aparato estaba tan bien cuidado como las flores y el césped; ni rastro de herrumbre en las runruneantes hojas, pintadas de un color resplandeciente. Bien podría haberla comprado en la tienda local de Western Auto la semana anterior…, si aún hubiera un Western Auto en Las Falls, claro. En otro tiempo sí hubo uno, pero cayó víctima de las grandes superficies con el cambio de siglo.
Avancé por el camino pavimentado, subí los escalones, y entonces me detuve con el ceño fruncido. El letrero en el que se leía ¡BIENVENIDOS A AL’S DINER, EL HOGAR DE LA GRANBURGUESA! ya no estaba. Lo sustituía un cuadrado de cartón que anunciaba CERRADO POR ENFERMEDAD. NO REABRIREMOS. GRACIAS POR ELEGIRNOS TODOS ESTOS AÑOS & QUE DIOS OS BENDIGA.
Aún no me había internado en la niebla de irrealidad que pronto me engulliría, pero los primeros zarcillos ya se filtraban, rodeándome, y los sentía. No era un resfriado de verano lo que había causado la ronquera que oí en la voz de Al ni los graznidos de tos. Tampoco había sido la gripe. A juzgar por el letrero, se trataba de algo más serio. Pero ¿qué clase de enfermedad grave se contraía en veinticuatro horas? En menos, realmente. Eran las dos y media. Me había marchado de Al’s a las cinco cuarenta y cinco, y entonces se encontraba bien. Casi frenético, de hecho. Recuerdo que le pregunté si no habría estado bebiendo mucho café, y respondió que no, que solo estaba pensando en tomarse unas vacaciones. ¿Las personas que están enfermas (lo bastante enfermas como para cerrar el negocio que han regentado en solitario durante más de veinte años) hablan de tomarse unas vacaciones? Algunas, quizá, pero probablemente no sean muchas.
La puerta se abrió antes de que mi mano alcanzara el picaporte, y allí estaba Al mirándome, sin sonreír. Eché una ojeada por encima del hombro, sintiendo que aquella niebla de irrealidad se espesaba a mi alrededor. El día era cálido; la niebla, fría. En aquel momento aún habría podido dar media vuelta y salir de ella, regresar al sol de junio, y una parte de mí deseó hacerlo. Sin embargo, más que nada, me quedé petrificado por el asombro y la consternación. También por el terror, debería admitirlo. Porque las enfermedades graves nos aterrorizan, ¿verdad?, y bastaba un simple vistazo para notar que Al se encontraba gravemente enfermo. Aunque puede que mortalmente sea la palabra más apropiada.
No solo era que sus normalmente rubicundas mejillas se habían tornado flácidas y cetrinas. No solo era el velo que cubría sus ojos azules, que ahora parecían desvaídos y miopes. Ni siquiera era su pelo, antes casi todo negro y ahora casi todo blanco…, después de todo, tal vez se aplicaba uno de esos productos cosméticos por vanidad y decidió de improviso lavárselo y dejárselo al natural.
Lo imposible del asunto era que, en las veintidós horas transcurridas desde la última vez que lo había visto, Al Templeton parecía haber perdido por lo menos quince kilos. Quizá veinte, lo cual representaría un cuarto de su anterior peso corporal. Nadie pierde quince o veinte kilos en menos de un día, nadie. Sin embargo, mis ojos no me engañaban. Y aquí, creo, fue donde la niebla de irrealidad me engulló de un bocado.
Al sonrió, y advertí que, además de peso, había perdido varios dientes. Las encías presentaban un aspecto pálido y enfermizo.
—¿Te gusta mi nuevo yo, Jake? —Y empezó a toser, espesos sonidos de cadenas que surgían desde sus entrañas.
Abrí la boca. No brotó palabra alguna. La idea de huir se cernió de nuevo sobre cierta parte cobarde y asqueada de mi mente, pero incluso si dicha parte hubiera tenido el control, no habría podido hacerlo. Estaba clavado en el suelo.
Al dominó la tos y sacó un pañuelo del bolsillo trasero. Se limpió primero la boca y luego la palma de la mano. Antes de que volviera a guardarlo, pude distinguir algunas vetas rojas.
—Entra —me dijo—. Tengo mucho que contar, y creo que eres el único que me escuchará. ¿Me vas a escuchar?
—Al. —Mi voz sonaba tan baja y débil que a duras penas me oía a mí mismo—. ¿Qué te ha pasado?
—¿Me vas a escuchar?
—Claro.
—Tendrás preguntas, y responderé a tantas como pueda, pero procura que sean las mínimas. No me queda demasiada voz. Diablos, no me queda demasiada fuerza. Vamos dentro.
Entré. El restaurante estaba oscuro y frío y vacío; la barra, bruñida y sin migas; el cromo de los taburetes relucía, la urna de la cafetera brillaba lustrosa; el cartel que decía SI NO TE GUSTA NUESTRA CIUDAD, BUSCA UN HORARIO seguía en su sitio de costumbre, junto a la caja registradora Sweda. Lo único que faltaba eran los clientes.
Bueno, y el cocinero-propietario, por supuesto. Al Templeton había sido reemplazado por un fantasma anciano y renqueante.
Cuando corrió el pestillo de la puerta, encerrándonos dentro, el sonido retumbó con fuerza.